Cornell Woolrich

"De pronto oí algo y mi cuello se enderezó bruscamente. Durante un momento nada se movió en la habitación, excepto el cigarrillo que cayó a plomo desde mis dedos y el pie que lo aplastó contra el suelo.
Alguien se movía en las escaleras, y algo pareció indicarme fuertemente que no se trataba de ella. Creo que fue el ritmo de los pasos; era más lento que el de ella. En realidad, yo nunca la había escuchado a ella trepar las escaleras anteriormente, ni observado el compás de sus pisadas; pero de un modo u otro, presentí que ella jamás subiría ninguna escalera con aquel andar letárgico, casi sonámbulo. El ritmo en el andar constituye una verdadera seña personal; es tan distintivo como las huellas dactilares o el timbre de la voz; no existen dos idénticos. El de ella podría ser tan furtivo, tan blandamente susurrante como éste, particularmente si fuese dando caza a alguien; pero aquella pausa atormentadora entre cada pisada no habría existido. Algo así como si el que trepaba se congelase a cada paso, antes de dar el siguiente. No, aquello no era propio de ella.
En la textura de aquel sonido no había nada que sugiriese la presencia de suelas de cuero; era el confuso roce de plantillas de fieltro, como las de los mocasines que ella calzaba o las pantuflas que usaban los chinos del barrio. Ello debía haber sido causa de que aquellas pisadas fuesen inaudibles por completo, pero sin embargo no era así; había suficiente arenilla suelta sobre los antiquísimos peldaños, y una capa lo bastante endurecida por el uso bajo la suela de las sandalias, como para traicionar con un leve rumor cada vez que rozaban entre sí. Especialmente en medio de un silencio como aquél, y para unos oídos tan alerta y acosados como los míos.
Yo estaba ahora erguido a medias, sujetando el clástico del camastro bajo las palmas de mis manos para evitar que rechinase al librarse de mi peso. Lo fui soltando muy suavemente, y sólo lanzó un tenue quejido.
Aquello había terminado de trepar la escalera y se dirigía ahora en línea recta hacia la puerta. No me pregunten cómo lo supe; uno a veces comprende cosas, sin que más tarde le sea posible discernir cómo las comprendió.
Comencé a cruzar la habitación caminando a compás de aquello, sincronizando mis propias tensas pisadas con las que se oían del lado exterior, tratando de que el ruido de las unas cubriese el de las otras, tal como los tañidos de aquellas campanas me habían confundido anteriormente."

Cornell George Hopley-Woolrich, más conocido por sus seudónimos William Irish o George Hopley
El negro sendero del miedo



"El pasado estaba muerto. El futuro era resignación, fatalidad y sólo podría terminar de una forma."

Cornell Woolrich


"John Bridges estaba derrumbado ahora en un sillón enorme, mirando como loco al vacío. Shane estaba encaramado en el brazo del mismo sillón, con el arma apoyada en su muslo, el dedo en el gatillo, sin seguro. Ann Bridges se había colocado detrás del sillón, apoyada en él, acariciando la frente de su tío.
Las cortinas estaban corridas sobre los ventanales, ocultando las estrellas, aunque seguían estando allí. Además, una enorme y pesada librería bloqueaba un ventanal, y un pesado escritorio el otro. Las puertas dobles estaban cerradas con llave por dentro, y la llave la guardaba Shane en el bolsillo del chaleco. A petición propia, el mayordomo y la cocinera finlandesa se encontraban en la despensa, bajo llave. Si la muerte debía llegar al dueño de la casa, quizá se olvidaría de ellos. Ellos no estaban marcados.
Lo más difícil de soportar era el silencio amenazador. Ya no podían sacarle una palabra al viejo millonario. Sus propias voces, la de Shane y la de Ann, eran una mofa a sus oídos, así que también dejaron de hablar al poco rato. Bridges tampoco quería beber, y aunque hubiera querido, estaba más allá de cualquier receptividad, ya nada le afectaba.
La muchacha tenía el rostro blanco como el papel. El de su tío parecía una máscara de muerte, una estructura ósea cubierta de pergamino. El de Shane, puro granito con una línea sudorosa en el nacimiento del pelo. El detective sabía que aquella noche no la olvidaría en su vida, pasara lo que pasara. Todo ello eran cicatrices en sus almas, las cicatrices que la gente adquiría en la antigüedad, cuando creían en los demonios y en la magia negra.
El simulacro de comida y bebida que Shane había tragado, poco antes, en la sombría mesa de cenar, se le había atragantado. ¿Cómo podía alegrarle el vino si el brindis es muerte a medianoche? Intentó convencer a la muchacha para que se fuera mientras todavía estaba a tiempo, que se marchara y les dejara a los dos enfrentarse a solas con aquello. No le había sorprendido su decidida negativa; aún la admiraba más por ello. Pese a todo, la hubiera dominado por la fuerza —la atmósfera se había hecho tan macabra, tan letal—, de no ser por un hecho, un hecho importantísimo que no había mencionado.
Cuando intentó ponerse en contacto con McManus para conseguir unos guardaespaldas especiales que se llevaran a Ann, descubrió que la línea telefónica estaba cortada. Se encontraban aislados. Por supuesto no podía marcharse sola; habría sido mucho peor que quedarse.
Ya volvían a tener un reloj en la estancia. Bridges rogó y suplicó tanto por conseguirlo, que Shane levantó la prohibición. La agonía mental de Bridges, y la tensión de Ann y la suya, eran mucho peor sin reloj que con él. Era preferible saber el tiempo que les quedaba. Shane trajo uno enorme del vestíbulo, con péndulo, y ahora marcaba las doce menos catorce minutos.
Tic, tic, tic, tic, tic..., trece minutos para las doce. El péndulo, como un agobiado planeta dorado, seguía yendo de un extremo a otro detrás del cristal que lo guardaba. Ann seguía moviendo las dos manos consoladoras sobre las sienes del hombre, frotándole suavemente."

Cornell Woolrich
Háblame de la muerte



"Luna, luna azul, tú me has visto solo, sin ensueños y sin amor. Luna, luna azul, y sólo tú sabías por qué estaba allí. Rodgers y Hart.
Fueron las últimas palabras que pronunciaron aquella noche. El fuego se había atenuado y su resplandor era de color granate oscuro, parecido al color del vino de Oporto. El resto de la habitación estaba sumido en una oscuridad azulada. Sólo se distinguían sus dos rostros: manchas blancas en medio de la oscuridad circundante. El cri-cri de un grillo desgarró por un instante el silencio aterciopelado que parecía envolver la casa y posarse sobre ella como un edredón de plumas.
Finalmente, Holmes se puso en pie, y sólo pudo verse el desplazamiento de la mancha blanquecina de su rostro: el resto de su cuerpo permaneció invisible en medio de la oscuridad. Salió de la habitación, y la joven oyó sus pasos en la escalera, hasta que hubo llegado al primer piso. Freddy Cameron se quedó sola con las brasas que se consumían y las armas apoyadas contra la pared.
Holmes cerró la puerta de su dormitorio, detrás de él, pero no encendió la luz. Hubiera sido difícil distinguirle en medio de aquella negrura de tinta. Unas líneas blancas aparecieron repentinamente, dibujando el perfil de la puerta junto a la cual permanecía el escritor, completamente inmóvil. Se oyó el ruido de una silla cambiada de lugar, un zapato que caía al suelo, luego el otro.
En el exterior de la casa, el grillo había reanudado su concierto. En el interior, silencio. En un momento determinado, próxima el alba, se produjo en la habitación una leve corriente de aire, que no procedía de la ventana, sino del lado de la puerta... En la planta baja crujió una tabla del piso. Tal vez porque el frío nocturno había contraído la madera. Tal vez a causa de un peso, del peso de un cuerpo.
Luego, no se oyó nada más. Al cabo de un rato, Holmes no notó ya la corriente de aire procedente de la puerta. Fuera, en un árbol, un mochuelo dejó oír su grito y las estrellas empezaron a palidecer.
Freddy Cameron manifestó una viva alegría a la hora del desayuno, quizá porque lo había preparado ella. Canturreaba en voz baja cuando Holmes bajó, sin afeitar, los ojos hundidos. Miss Kitchener estaba ya allí, impecable, tranquila. Parecía haber olvidado por completo sus temores de la noche anterior.
—Les ruego que me disculpen —dijo el escritor, pasándose una mano por las mejillas, para mostrar que no había tenido tiempo de afeitarse.
—Está usted en su casa —dijo Freddy Cameron, encogiéndose de hombros.
Miss Kitchener sonrió forzadamente, como si no admitiera que alguien pudiera dejar de afeitarse, cualesquiera que fueran las circunstancias.
En cuanto Holmes se hubo sentado, el perro policía se levantó y, acordándose del día anterior, se acercó al escritor. Éste pareció ignorar por completo la presencia del animal, y Freddy Cameron murmuró, con voz apenas audible:
—Hoy no hay prueba contra el veneno...
Cuando hubo terminado su ligero refrigerio, Holmes echó su silla hacia atrás y se puso en pie.
—Sam estará de regreso poco antes de mediodía —dijo—. Voy a trabajar un rato, y espero no ser molestado.
—Yo también voy a subir para empezar mi tarea —anunció miss Kitchener—. Espero que el ruido de mi máquina de escribir no le molestará.
—Yo lavaré los platos —gruñó Freddy Cameron.
Holmes volvió a cerrar la puerta del cuarto de estar detrás de él, colocó unas cuantas ramas en el hogar, encima de unos papeles de periódico, y les prendió fuego. Luego quitó el capuchón del dictáfono y se inclinó sobre la máquina, con expresión de sorpresa. Sam se encargaba, sin duda, de dejar el aparato a punto. Holmes notó que el sillón donde buscaba la inspiración no estaba colocado exactamente en la posición que debía ocupar. Lo empujó ligeramente, con una sonrisa, como si se mofara de su propia manía."

Cornell Woolrich
La novia vestida de negro



"Pudo ver cómo el nudoso bulto de su nuez subía hasta arriba y luego volvía a bajar. Algo le hizo tragar, pero ¿por qué tenía que hacerlo en ese preciso momento cuando ni siquiera tenía la taza cerca de los labios? (…) Era como una estatua que hablara…"

Cornell Woolrich
La marea roja















No hay comentarios: