Leonard Woolf

"Aún hacía calor, aunque fueran las cinco y media. El zumbido de los insectos entre las rosas y el aire pesado hacían que pareciera un día de agosto en lugar de uno de junio. Ethel, May y Gwen habían tomado el té bajo el solitario y caduco melocotonero, situado en el margen del césped y del sendero. Ninguna de ellas había dicho gran cosa en el último rato. Gwen estaba echada en una tumbona con una novela sobre el regazo. Observaba a sus dos hermanas mayores de esa forma poco atenta con la cual uno a veces mira sin llegar a ver las cosas y las personas, y la casa y los muebles y los parientes con los que se ha pasado toda la vida. Frente a ella Ethel estaba sentada de aquella forma suya tan erguida sobre la silla de enea, concentrada con la aguja sobre el breve remiendo blanco sobre el que trabajaba; y May, echada hacia delante, las piernas abiertas y los pies anclados al suelo, los codos sobre las rodillas, leía otra novela que había sacado de la biblioteca local.
Gwen meditaba sobre el indefinido descontento que sentía, una desazón que parecía acometerla con mayor frecuencia durante las últimas semanas. Sabía que no se trataba de un sentimiento muy apropiado, y por lo tanto nada en el mundo le habría hecho comunicárselo a persona alguna. Y sin embargo ahí estaba de nuevo esa sensación; no podía concentrarse en su libro. De repente, la atención que mostraban los ojos de color azul pálido de su hermana Ethel, unida a la dulce expresión de sus labios apretados, las robustas piernas de May y la carne de sus mejillas hundida por la presión de las manos mientras se inclinaba sobre la novela, despertaron en Gwen un sentimiento inequívoco de disgusto. Bostezó sonoramente y volvió a echarse sobre la tumbona. Ninguna de sus hermanas pareció inmutarse. Elevó los ojos y observó a las golondrinas desplazándose en una rápida línea que se perdía sobre los tejados, para reaparecer un instante después sobre su cabeza y luego esfumarse entre las casas, y volver a mostrarse otra vez en el mismo lugar, y vuelta a empezar. Sus chillidos la irritaron aún más si cabe. Alargó las piernas y volvió a bostezar, esta vez con más fuerza."

Leonard Sidney Woolf
Las vírgenes sabias



“Cualquiera puede ser un bárbaro; se requiere un esfuerzo terrible para seguir siendo un hombre civilizado.”

Leonard Woolf




"La psicología de septiembre de 1939 fue totalmente distinta de la de agosto de 1914. La gente de mi generación sabía entonces lo que es la guerra: los horrores de la muerte y la destrucción, las heridas, el dolor, el luto y la brutalidad, pero también su vacuidad negativa y la desolación de ese aburrimiento cósmico y personal, de la sensación de estar aguardando eternamente en la sucia y anodina sala de espera de una estación de ferrocarril, una sala de espera de estación cósmica, sin otra cosa que hacer que esperar eternamente que ocurra la siguiente catástrofe. Sabíamos que la guerra y la civilización en el mundo moderno son incompatibles, y que la guerra de 1914 había destruido la esperanza de que las personas se estuvieran civilizando, una esperanza que no parecía del todo irracional a principios del siglo XX. La Europa de 1933 era infinitamente más bárbara y estaba más degradada que la de 1914 o 1919. En Rusia, hacía más de un decenio que gobernaban con un poder absoluto un gobierno, un partido político y un dictador que, basados en una imbecilidad doctrinaria y sobrehumana, habían asesinado a millones de sus conciudadanos por no ser tan pobres como los campesinos más pobres; los comunistas, por ser comunistas, torturaban y asesinaban continuamente a otros comunistas con la excusa de que eran o bien desviacionistas de izquierdas o de derechas. En Italia se habían establecido un gobierno y un dictador que, con una doctrina política que pretendía ser lo contrario del comunismo ruso, producían, con mucha menos eficacia los mismos resultados de estupidez y salvajismo. En Alemania había aparecido el mismo fenómeno que en Rusia y en Italia, aunque la barbarie de Hitler y los nazis entre 1933 y 1939 demostró ser mucho más repugnante, peligrosa y demencial incluso que la barbarie de Stalin y los comunistas. Por eso, en muchos sentidos, los últimos años de paz antes de que estallara la guerra en 1939 fueron el período más horrible de mi vida. Después de 1933, a medida que una crisis orquestada por Adolf Hitler sucedía a otra, uno iba dándose cuenta de manera paulatina de que el poder de determinar la historia y el destino de Europa había caído en manos de un sádico y un demente. Al escuchar en la radio la histeria de un discurso del Führer en algún mitin, y ver cómo excitaba la salvaje histeria de miles de sus seguidores nazis, uno tenía la sensación de que Alemania y los alemanes se habían contagiado de su locura. A medida que pasaban los años, quedó claro que quienes ejercían el poder en Francia y Gran Bretaña no ofrecerían verdadera resistencia a Hitler. La vida se convirtió en una de esas terribles pesadillas en las que uno trata de escapar de un horror maligno, informe y sin nombre y las piernas se niegan a andar, por lo que solo cabe esperar, paralizado por el horror, una aniquilación inevitable. Después de la invasión de Austria por los nazis, uno esperaba inerme esa guerra inevitable."

Leonard Woolf
La muerte de Virginia













No hay comentarios: