Mauricio Wiesenthal

"Algo peor que la censura es aplaudir, apoyar y ensalzar la ignorancia."

Mauricio Wiesenthal


"Casi todas las más bellas ciudades de Europa tienen esa alma de armarios cerrados en cuya historia podemos penetrar a través del perfume que exhalan. Mi Europa es tan pequeña que —en días que hoy me parecen felices— la recorreríamos a pie, tan vieja que es consciente de que el crepúsculo embellece las cosas, y tan mágica que siente un profundo respeto por la pobreza."

Mauricio Wiesenthal





"El mundo contemporáneo se ha convertido en un espectáculo primitivo."

Mauricio Wiesenthal



"Hablaba muy rápido, como si su madre le hubiese enseñado en la cuna una lengua mágica para llevar siempre la razón y que los hombres no pudiésemos negarle nada. Y sabía elegir el momento preciso para ofrecerme la malvasía de Chipre que guardaba -entre libros prohibidos, jarras de bello cristal bizantino, estaños franceses y toneles decorados con figuras de ángeles- en una habitación húmeda de la planta baja de su palacio, iluminada sólo por cuatro velas que ardían delante de la Madonna.
Aún regresaré este año a entregarle mis narcisos negros. Escucharemos juntos el sonido de las campanas, dulce como el satén satán de sus vestidos. Al llegar la madrugada -sólo por acariciar su nuca- caeré una vez más en la trampa de deshacer las vueltas de su trenza, recogiendo una a una sus agujas de plata. Me vencerá su ruego. Pero, al irme de su lado, le dejaré el último adiós en la copa, mal apurada, del último beso. Y no volveré a oler el perfume maldito y embriagante de sus jardines secretos, ni miraré sus ojos cuando se quite la máscara, ni volveré a aceptar sus alianzas de oro, ni me dejaré arrastrar por sus sobornos de vino dulce, de dolor y de deshonra. Y así me alejaré de su pañuelo; ayer estúpido gigoló y hoy -ya tarde, vencido por amor- poeta viejo.
(…)
Nací en noviembre, cuando sopla el bora sobre Venecia y comienza la temporada de los esnobs en el Gran Canal. Venecia se desnuda y respira: su cuerpo huele a yodo, a sal y a mar. Y una luz clara -profunda como un psicoanálisis- deja ver los arrepentimientos de los cuadros de la Accademia.
(…)
Se van también los viejos cafés donde nos fuimos convirtiendo en escritores, deshojando las flores, malgastando la vida y soñando en la gloria. Porque el café fue siempre el hogar de los que vivimos de alquiler, defendiéndonos de la propiedad en el calor de la tribu: cafés con pianista, merenderos de parque donde se quedaban las manos heladas y era más fácil darse un beso que acabar un verso, cafés de velador de mármol y divanes rojos, tabernas de puerto y de mala vida; aquellos cafés de París, que se perdían entre nubes de poesía, como vagones de terciopelo antiguo; y el Caffè Greco de Roma, donde quemábamos tabaco en honor de Liszt, mientras la tarde -convertida en rapsodia y humo- se derramaba por las escaleras de la Piazza di Spagna; y los cafés de Venecia, donde las páginas blancas se nos volvieron hojas húmedas, violines negros, góndolas náufragas; y aquel café turco de la colina de Eyüp que nos enseñó a vivir con ilusión el crepúsculo; y los cafés de la vieja Ginebra, santuarios donde veneramos con ofrendas de perfume, a la Madonna de la Malinconia de nuestra bohemia; o los cafés de Viena, donde se volvieron amarillos los periódicos de nuestra juventud, en aquellos días mágicos que convertían las cartas en flores, las hojas en abanicos, y la pena de escribir en una especie de alegría; sin saber por qué, pero sin preguntarse nunca cuánto.
(…)
Hay aquí en los jardines del Pincio una clepsidra que marcó mis horas más felices de Roma, cuando me citaba con una amiga inglesa en una alfombra de hojas caídas. Caminábamos en otoño, bajo los árboles teñidos de púrpura, perdidos en una acuarela. Algunos días la llevaba del brazo, por el Viale delle Magnolie, hasta el lago de Villa Borghese, donde paseábamos entre los cisnes, como dos enamorados liberty. Pero otros días, recitándole malos sonetos, la llevaba por la vía de la amargura, hasta el templo de Esculapio, pisando brumas, afilando plumas, rimando cuartetos y tercetos, torpezas y asperezas, pensamientos y tormentos, entres flores y amores… desventuras: libre, enamorado -airado y dolorido-, castigado, apartando las hojas caídas que el viento le escribía y, por celos de mis propias fantasías, malherido… Recuerdo una pradera donde, en el mes de noviembre, cuando las hojas caían bajo un viento ligero, se olía el perfume de los narcisos. Había un inmenso silencio. Y el silencio en Roma es como una huelga general… Me gustaría escribirle ahora una carta a mi amiga inglesea y decirle: Ya no escribo, pero -si aún paseas en otoño por el Pincio- piensa que soy yo quien te envía las hojas caídas… Ella olía como mi terraza romana, a albahaca. No sé si en sueños yo tendía cada noche su ropa blanca entre mis macetas."

Mauricio Wiesenthal
El esnobismo de las golondrinas



"Hay dos tipos de censores. Los antiguos leían con demasiada atención y muy malos pensamientos. Los de hoy leen mal y tienen los mismos malos pensamientos, pero con más prejuicios."

Mauricio Wiesenthal



"La cultura es el cultivo (trabajo) y el culto (celebración coral) del espíritu. Por eso exige –como todo aprendizaje– una escuela o técnica de “iniciación”. Hay que elegir bien el suelo, ararlo y limpiarlo, antes de plantar y sembrar. Hay que aprender a seleccionar (“por sus frutos los conoceréis”) las semillas, los esquejes y los injertos, cuando son necesarios.

Es necesario podar en invierno, justo cuando la planta no sufre, porque la savia duerme. Hay que conducir el arbusto, exponerlo a la luz donde encuentre su aliento de vida, defenderlo de plagas, alimentarlo lo justo para someterlo a disciplina y no exponerlo a sobreproducción, cuidar los brotes tiernos, esperar la flor y el fruto, celebrando al fin la recolección."

Mauricio Wiesenthal



"La figura existe y existirá siempre, porque son los que quieren aprender los que –a costa de dolor si hace falta– crean y levantan sus escuelas, sus talleres, sus gremios de aprendizaje y sus maestros, y no al revés. Ese es el problema de los planes estatales de estudio, que se redactan al revés: impuestos por burócratas acomodados que no quieren enseñar, en vez de reclamados y requeridos por alumnos que quieren aprender. Mientras haya madres y padres trabajadores habrá hijos e hijas con oficio. Pero en España –madre de secano y cuesta, país de dehesas solitarias y campos que exigieron a nuestra gente talla de piedra y trabajo duro, tierra de caminos de trashumancia larga, entre trigales, olivares y viñas de tarea difícil– el pueblo más pobre y sencillo, guiado a menudo por miserables caciques locales, se acostumbró a desconfiar del intelectual. A algunos los maltrató la Inquisición, y a otros pretendieron enderezarlos los diferentes regímenes políticos. «Enderezar a un intelectual» fue siempre tentación de demagogos y populistas, peores y más bestias si eran caciques nacionalistas que pretendían actuar por el bien de la patria. Por eso a menudo el «intelectual español» acaba siendo gruñón y algo ácrata, como un puma con boina (pienso en Baroja), o un cura con ojos de mochuelo (pienso en Unamuno), o un bruto genial como Quevedo (cojo por razones éticas, pues no cojeó nunca en razón ni retórica), o como aquella monja brava que repartía higas al diablo (pienso en nuestra buena madre Teresa de Jesús). También es verdad que Ortega y D'Ors consiguieron cultivar el espíritu en España con sombrero y corbata de lazo, pero eso es ya una forma refinada del cilicio que soportamos sólo los más resistentes."

Mauricio Wiesenthal



"La madre es siempre una presencia femenina. La cultura se asienta sobre las ruinas arqueológicas, las bibliotecas antiguas, las inundaciones, la dificultad y la muerte. Los que nacen en los paraísos, bailan mucho (los mejores son maestros en pura alegría) y suelen progresar poco; sobre todo cuando unos miserables caciques les administran músicas y carnavales para entretenerlos y les seducen con un mito selvático e igualitario, les usurpan la libertad, la dignidad y la democracia, les talan los bosques, les roban las riquezas naturales, explotan su belleza saludable, su alegría y su ingenio único, y los abandonan a inundaciones, ciclones y miserias. Otros pueblos menos afortunados, que nacen en aldeas, en arrabales o en estepas más pobres tienen que responder, por el contrario, a los retos de la carencia y la sequía. Deben luchar por la supervivencia. Unos emigran en éxodos épicos buscando una tierra más agradecida para el trabajo y un nido mejor para sus hijos. Otros estudian, labran, investigan e inventan. Para sobrevivir tienen que levantar puentes y presas, caminos, escuelas, hospitales y huertos. Estas mujeres y hombres son los que crean los mitos y fundan la dignidad de los pueblos: el primer pilar de la civilización.

Sobre las huellas que dejaron nuestros abuelos y nuestros padres —a veces en el mismo lugar donde cayeron los viejos en su lucha y en su esperanza—, los hijos mejores sienten la exigencia de guardar su memoria, regar y cultivar su tierra y completar y mejorar sus granjas y caminos. El reto de nacer en tierra difícil y pobre estimula a ciertas mujeres y hombres a dar una respuesta de vida, sembrando, amando y creando. No hay elección, o construimos y creamos, en ese sueño social de progresar como humanidad inteligente, trabajadora, valiente y ennoblecida por un corazón desinteresado, caritativo y solidario, o morimos en una vida inútil. Siempre hay también impotentes incurables que, llenos de rencor, deciden apostar por el terrorismo y las ruinas.

Instaurada una base social y civilizada, la cultura se asienta también sobre el deseo y el instinto humano y procreador de la alegría y de la felicidad, pues la vida repara a quien la da. “Y fuiste reparada donde tu madre fuera violada”, dijo nuestro poeta místico San Juan de la Cruz, aquel que encontraba espárragos escarbando entre las piedras del campo de Jaén (recordemos una vez más que humildad viene de humus, la tierra que nos alimenta y que se cobrará un día lo que nos dio). Por eso buscamos la esperanza, la fe, libertad y el amor, porque reparan. Y por eso detestamos a los aprovechados y a los caciques, y aborrecemos la explotación humana, la injusticia, el acoso asambleario, el escrache, el desorden y el abuso, porque violan."

Mauricio Wiesenthal



"La mejor cultura europea se fundamentó en el espíritu. Pero, a diferencia de otras civilizaciones, como algunas teocracias del mundo precolombino, los imperios aborígenes de África o las dinastías celestes de la Ciudad Prohibida, los europeos nos distinguimos por el empeño de dar utilidad social y dotar de contenido crítico a nuestra religión, a nuestra cultura y a nuestras ciencias.

En China se inventaron la imprenta, la brújula, la pólvora o el reloj mucho antes de que los europeos convirtiesen estos descubrimientos en herramientas de navegaciones, conquistas, avances científicos y progreso social. Con la imprenta (un invento que servía a los mandarines para estampar vestidos lujosos o hacer papel moneda) extendimos el saber del Renacimiento. ¡Qué arma tan poderosa para la difusión del espíritu!

Debe objetarse con vergüenza y rabia que no todos los hombres y mujeres tenían el privilegio de saber leer, pero esa injusticia cruel encontró precisamente en Europa a los mayores enemigos de la ignorancia: misioneros, maestros y religiosos que fundaban monasterios y escuelas, universidades y talleres, academias e instituciones de ciencia y educación. Y no olvidemos el aporte de judíos y musulmanes en esa misión de ilustración, civilización y cultura."

Mauricio Wiesenthal


“La religión nos da un horizonte de compañía y ternura, una presencia en el corazón, un derecho a vivir nuestra pequeñez.”

Mauricio Wiesenthal



"Lo he dicho y escrito muchas veces: podemos ser discípulos de cualquier clásico, sin temor a contaminarnos, igual que es mejor seguir a un maestro de sabiduría antiguo antes que hacerse socio de una secta o seguidor de un “gurú”. Cuando uno ignora la escuela clásica y sigue a un genio rupturista, “moderno” y revolucionario” acaba imitándolo y plagiándolo. Todos los cubistas se parecen a Picasso y todos los futuristas y dadaístas acaban hablando como Tristan Tzara y Marinetti. Es más modesto inscribirse en la academia de los clásicos humanistas: pues esa escuela permite seguir siendo original (buscarse a uno mismo) y enseña a hacer obras muy interesantes. Entre los clásicos humanistas ya hay también algunos modernos, y por lo tanto no estoy estableciendo exclusiones, sino proponiendo un método de aprendizaje, desde el fundamento hasta la cúpula, pero empezando siempre en los cimientos. Me parece afectado y banal el miedo que sienten algunos para que no vayamos a olvidarnos del “presente”. Que no se preocupe nadie, que no tenemos el “peligro” de componer ya la música de Mozart o de Bach, ni volveremos a escribir como Cervantes o Quevedo porque —como decía Stefan Zweig— “todos, lo sepamos o no, estamos siendo arrastrados por la corriente”. Eso hace tan ridículos a los que pretenden tener mérito por ser “modernos”. ¿Qué otra cosa se puede ser viviendo en el año 2021 y en las ciudades y en los barrios donde vivimos? No sé si alguno habita en un lugar paradisíaco y extraño (quizás la casita de Juan Jacobo Rousseau) donde todavía no se ha descubierto el teléfono, ni la electrónica, ni la disonancia ni la relatividad. Y por eso no nos hace falta repetir lo que ya está hecho y al alcance de todos; es decir “la modernidad”. Sólo el pasado puede explicarnos por qué inventamos el teléfono móvil y si lo estamos usando demasiado, bien o mal. En alguna encrucijada de ayer consideramos innecesarias alguna otra cosa que hoy necesitamos. Y en algún momento del pasado permitimos una perversión moral que hoy nos ha hecho tan irresponsables y ricos.

Los clásicos se llaman así porque están “liberados” de la cárcel de su tiempo. Se indultaron ellos solos, al buscar un camino estrecho, por donde no caían los aludes ni los aluviones de las tendencias y los pensamientos correctos. Los más interesantes de los antiguos fueron los heterodoxos, y de los modernos los “antimodernos”. Por eso —pues están vacunados contra las plagas del oportunismo y del pensamiento políticamente correcto— podemos seguirlos todavía sin riesgo.

Pocos son los que ofrecen a los jóvenes el camino difícil (cuanto más arduo más apasionante, como una escalada) y el método disciplinado para asumir la maestría en nuestra vieja escuela humanista. El espíritu de vencer la dificultad es lo primero que debe reclamarse a un estudioso, igual que un deportista —como un artista o un científico— se valora por su carácter agonístico y obsesivo.

Me rebelo contra la idea de que nuestra Europa se convierta en un parque temático y que nuestra apasionante historia se exhiba en barracones y reservas para los turistas, mientras que se enseña manipulada y mal a los nativos. ¿O hace falta que nos llamemos “indígenas” para que nos respeten?"

Mauricio Wiesenthal




"Los peregrinos medievales recorrían el Camino de Santiago siguiendo el curso de las estrellas. Y ese fue también el sueño de los pioneros cuando cruzaron los mares. Llevaban en su memoria: oscuridades, injusticias, ideales, promesas, esperanzas y el recuerdo doliente de los sueños difíciles. Emigraban, llevando a sus hijos en brazos. Pero escondían en su corazón el tesoro que acompaña siempre a los peregrinos y emigrantes: una fe poderosa.
Siento aún esperanza y fe cuando los emigrantes africanos, latinoamericanos o asiáticos llegan hoy a nuestra vieja Europa pensando que aquí hemos guardado el espíritu de la libertad. La doctrina capitalista, que tiene un concepto ruin del ser humano, está convencida de que estos muchachos –a veces niños- vienen al primer mundo buscando sólo el paraíso material del dinero. Pero tengo razones para pensar que muchos de ellos vienen a buscar en Europa algo más serio, verdadero y profundo: un mundo que ha cometido todos los errores y crímenes imaginables pero que también ha dado mujeres y hombres que han trabajado por preservar la dignidad y los derechos de nuestra especie; un mundo donde se ha luchado y hay quien lucha, todavía, por la libertad, la justicia, la fe y la cultura.
He conocido en muchas partes a hombres como éstos que han hecho desde su infancia experiencias terribles: la persecución racial, la discriminación, la guerra o el terror de dictadores sanguinarios. Ahora, cuando los encuentro en Europa, sé reconocer en sus ojos el polvo de los desiertos africanos y la nube de color índigo de las muchachas fulbé que, en mi juventud, he visto caminar por las tierras del sol del Níger –junto a sus rebaños de cebúes negros- con sus calabazas de leche sobre la cabeza. Estos jóvenes nos traen la memoria de los atardeceres en los grandes lagos, el griterío alegre de los niños de Ecuador que se hacen balsas con la madera de los árboles de sus bosques, el terror de los mares que atravesaron en frágiles embarcaciones… Y les vemos adentrarse en los suburbios de nuestras ciudades, en los túneles del metro donde pasan continuamente trenes que los llevan a ninguna parte, en las calles donde se encienden las luces de neón que anuncian tantas cosas inútiles para quien creyó que, en nuestros mercados, se vendían la sabiduría y la libertad.
Ahora ciertos políticos se lamentan de que algunos de estos muchachos protagonicen escenas de indignación y violencia. ¿Quién ha intentado explicarles que en la memoria de Europa existe también una fe, una filosofía para darle sentido a la vida, una forma de organizar la democracia, una voluntad de progresar indagando? ¿Quién se ha preocupado de explicarles lo que representa nuestra Plaza Mayor –el lugar que muchos de ellos eligieron como mercado para vender pañuelos de marcas falsas sobre una manta- y enseñarles que su instinto no les ha traicionado cuando buscaban el zoco de nuestra cultura? ¿Pero quién les ha dicho que nuestro zoco no fue sólo un lugar de comercio sino que, ante todo, fue el ágora donde discutíamos las cosas importantes de nuestra vida? ¿Quién se ha tomado la molestia de explicarles que ser europeo no fue nunca ser rico? “No se han integrado”, dicen algunos, para explicar que hay que detener sus desmanes cuando se amotinan. ¿Pero integrarse en qué, dónde, por qué?
Quiero creer que alguno de estos jóvenes emigrantes a los que hemos ofrecido sólo una play station, unos jeans, un televisor, una entrada en un cine de barrio y mil cosas que no hay en los poblados de África, habrá encontrado en un lugar de nuestras ciudades una calle que conserva un nombre sagrado para la memoria europea; habrá podido leer en una página rota de un libro –hay siempre libros en los contenedores de la basura- que algunos de nuestros maestros vivían en un arrabal como Diógenes o en una pensión como Kafka, de alquiler y de prestado como Rilke o en ninguna parte como Rimbaud; o se habrá preguntado a quién veneraban nuestros padres cuando levantaron una estatua a Mozart, que él ha conocido ya rota y llena de pintadas; o quién compuso una canción que –aunque no esté escrita en la lengua de los fulbé- le recuerda la mirada de su madre cuando los dos caminaban de la mano junto a los cebúes negros.
Ese será mañana un hombre de la memoria europea y nos contará cuál es el verdadero tesoro de nuestra cultura. Dejadme soñar, que dentro de medio siglo, uno de esos emigrantes escribirá su autobiografía y podrá decir que Europa le permitió recuperar el respeto a la memoria, a la justicia, a la democracia y a la fe, como una reivindicación de la dignidad y de la libertad humanas."

Mauricio Wiesenthal
I’m the son of the dream



"Los vinos son la materia carnal del recuerdo, la vendimia del tiempo perdido, el terciopelo de la memoria, la burbuja de las niñas en flor. Un buen vino es la “obertura” insustituible de la fiesta gastronómica, el estímulo de los sentidos, el mejor pretexto para la convivencia cordial de la buena mesa, y el más elegante adorno que puede lucir una mujer en sus manos. El vino es el rey de la mesa: el símbolo de la cultura más arraigada en nuestro legado histórico mediterráneo. Y, de la misma forma que saber comer es un exponente de buena educación, saber beber es una manifestación de buen gusto."

Mauricio Wiesenthal
Manual del vino


"No he podido nunca en la vida pensar que encontraría una novia en una vecina. Me horripila, parece como si fuera a acostarme con mi hermana. Cuanta más lejana sea la figura que encuentre resulta más sano, más higiénico y más bello. Tengo ese concepto del mundo, no puedo evitarlo."

Mauricio Wiesenthal


"No, jamás me sentí un disidente. No me sentí parte de mi propia generación, tan rebelde sin causa ella. Sin embargo, releyendo algunos textos míos me di cuenta de que había existido siempre una distancia mía con respecto a mi tiempo-"

Mauricio Wiesenthal




"No soy un profeta ni me interesa serlo. Si fuese tan clarividente no sólo le daría esos nombres, sino incluso su número de teléfono para que los entreviste a ellos y no a mí. Ya se puede figurar que los que rechazaron y no quisieron editar los originales de Proust o los que quemaron los libros de Zweig, o los que fusilaron a Ramiro de Maeztu y a Lorca –por no salirnos de España– siguen estando representados por la incompetencia, la envidia y el odio en los tribunales que reparten la gloria."

Mauricio Wiesenthal



"Nuestro tiempo posee armas letales contra el espíritu. La dispersión informativa, que se practica sin selección, multiplica los virus y facilita su poder infectivo. En apoyo morboso de esta pandemia actúa el populismo con su programa de cancelación de la memoria: una aberración biológica que –al cortocircuitar los códigos naturales de herencia– anula las defensas transmitidas.

Y, para colmo, los mecanismos críticos y humanistas que nos ofrecía el espíritu van siendo sustituidos por una pedagogía alternativa que indoctrina a los jóvenes, sometiéndoles a una “dialéctica simple e inmediata” que –al no verse contrastada por una auténtica cultura– permite a los poderes establecer una “dictadura de la ignorancia”."

Mauricio Wiesenthal



"Observo a los viajeros que suben al tren y que serán mis compañeros de viaje hasta Estambul. Pensaba encontrar sólo gente mayor, pero veo algunas parejas jóvenes. Y me llama la atención una muchacha rubia con un vestido estampado de seda cruda, que parece especialmente diseñado para este Orient-Express de la Belle Époque. Es alta, y el plisado de su falda la hace parecer aún más estilizada. La miro con discreción, porque me parece realmente elegante, con ese estilo que sólo da una educación esmerada en una mujer especial. La acompaña un señor mayor, también con gran empaque y un mostacho a la húngara, que tiene aspecto de ser un viejo militar. No sé por qué le encuentro cierto parecido con Eduardo VII, el hijo de la reina Victoria; seguramente porque viste un traje príncipe de Gales y lleva un homburg gris. Y observo que ella lleva en las manos un par de libros antiguos, encuadernados en piel: un detalle que me resulta fascinante en este momento, mientras paseamos delante de los vagones que, como trofeos del tiempo, guardan tanta historia.
Me detengo delante del Phoenix, que fue el vagón favorito de la reina madre Elizabeth. Le dieron este nombre cuando «renació de sus cenizas», ya que lo restauraron a partir de un vagón que había quedado maltrecho en un incendio. En 1953, formó parte de los vagones que transportaron a los invitados a la coronación de Isabel II.
La familia real británica fue siempre fiel al Orient-Express, cuando visitaban a sus parientes que reinaban en Grecia y Rumanía. Especialmente el príncipe Felipe de Edimburgo viajaba a menudo en el expreso de Atenas para ver a su madre. Me entristece pensar que pocas personas deben de recordar hoy a la princesa Alice de Battenberg, una mujer admirable—hablaba media docena de idiomas—que dejó una leyenda de justicia y de caridad; todo ello venciendo las limitaciones de su sordera congénita.
Observo los detalles del Phoenix. Deslumbran sus ventanas de bronce dorado. Viajé en él, hace veinte años, y reconozco sus preciosos medallones de marquetería con diseños de flores. Su interior huele a cera fresca, como si las maderas estuvieran vivas, prontas a florecer en las selvas y bosques donde nacieron. Hace cuarenta años este vagón parecía haber acabado su vida. Adquirido por la cadena hotelera Mercure se utilizó como restaurante en los alrededores de Lyon, pero fue rescatado a tiempo para formar parte del nuevo Orient-Express.
Me detengo también delante del Cygnus y, sin querer, escucho las explicaciones que da a la muchacha el señor del bigote imperial. Comenta que este vagón formaba parte en 1965 del convoy que transportó los restos mortales de sir Winston Churchill. Fue un cortejo impresionante: uno de los últimos momentos en que los europeos pudimos rendir homenaje a un personaje heroico y digno de nuestra historia."

Mauricio Wiesenthal
Orient-Express: el tren de Europa



"Soy auténticamente una persona de fe. Lo mejor que me dio la vida es la fe que puse en ella y en los que amo, pues recibí mucho y –si tuve la fortuna, que no creo, de dar de más– es más bello dar que recibir. Sólo soy capaz de pensar en la vida, incluso cuando contemplo la muerte, y cuenta que ya la he mirado a la cara. Los funerales (hoy barbacoas o funerales) no me interesan. Los considero reuniones tristes a las que asisten unos pocos amigos, y todos aquellos a los que no quisimos ver en vida. A los primeros quisiera ahorrarles el trance, y a los últimos pienso hacer todo lo posible por fastidiarles ese perverso momento. Así que tengo el proyecto de sobrevivirles."

Mauricio Wiesenthal



"Soy resistente y libre como un caballo árabe, visto como un inglés y pienso bastante como un judío."

Mauricio Wiesenthal




"-Una pluma perdida en San Petersburgo-
Pensaba en todas estas cosas, saboreando mi amargo café. Los nombres de los poetas muertos se amontonaban en mi memoria. Y estuve esperando dos horas en el bar del Hotel Astoria, pero mi amigo no se presentó a la cita. Quizás había muerto, y yo sin saberlo; porque nunca tuve una idea muy clara del tiempo en que se fueron mis muertos. Se llamaba Fiodor Mijailovich Dostoievski y escribía sombríos folletines de terror, tenebrosos exámenes de conciencia, atormentadas páginas de contrición: maravillosas vidas de idiotas, oscuras figuras de asesinos que se hacen amar porque sienten el dolor de su culpa; almas místicas que parecen lirios en los corredores sombríos donde se mueren los pobres diablos de sus novelas; dolientes retratos de madres que, con el cabello despeinado por el dolor, parecen mujeres caídas, y de mujeres caídas que, con los ojos mojados de lágrimas, parecen madres.
(…)
-El fantasma del monje negro-
Sólo los humildes pescadores de Missolonghi asistieron a su funeral. Se habían reunido todos en la pequeña iglesia de las lagunas griegas. Se oía toser. Y había una vieja gruesa, bajita y grasienta que lloraba. Hacía frío, “pero la pobreza -escribe uno de los presentes- le daba solemnidad al momento”… “Morimos como si no pasara nada -había escrito Byron- y la vida continúa”… El eco de la noche resonaba como un pellejo golpeado por musculosos y antiguos guerreros. Llovía a torrentes. Y el viento arrastraba en su grupa nombres confusos de mujer: Augusta, Medora, Ada, Allegra, Annabella, Carolina, Teresa… Luego cesó el fuego de la tormenta, acallóse el viento, la noche se arrebozó en sus sombras y las plumas blancas se fueron con la lluvia."

Mauricio Wiesenthal
Libro de Réquiems


"Ya lo decía Lord Byron: Quien aspire al amor no debe esperar comodidades. Y nada hay más placentero para el amor que el deleite de irse amando al desvestirse."

Mauricio Wiesenthal



"Yo no soy dogmático, no lo he sido nunca, ni de pequeño: tengo conceptos humanistas y un profundo sentimiento religioso, pero me he sentido ajeno siempre a toda manifestación dogmática, a todas las ideas que emplean la palabra verdad. Le tengo mucho miedo a la palabra verdad. Porque la verdad tiene siempre una alternativa, que es la mentira, y el que se va a la verdad puede irse igual de fácilmente a la mentira, porque los absolutos están comunicados. Mire, yo tengo la idea de que estamos haciendo un camino, y todos mis maestros de ese mundo de ayer me acompañan, me alumbran incluso cuando discuto con ellos. Soy ya muy mayor, pero sigo siendo un hombre de horizontes. Tampoco he tenido nunca la idea de ganar. La verdad, el ganar, eso no forma parte de mi vocabulario. A mí me gusta otra clase de léxico: el relacionado con jugar, por ejemplo. Y quiero acabar jugando mi partida. Esto es lo que me da el optimismo, supongo."

Mauricio Wiesenthal












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