Borís Sávinkov

"18 de agosto.
Por tercera vez, Erna ha fabricado las bombas en su habitación. Nos encontramos en nuestras posiciones a las tres en punto. Sostengo una bomba en mi mano. Mientras camino, los fusibles se golpean entre ellos a intervalos regulares dentro de la caja. Envuelvo la caja en papel y la ato con cuerda fina. Parece como si me hubiera pasado la mañana de compras.
Bajo caminando por la parte de la izquierda del callejón Stoleshnikov. El aire caliente huele a otoño. He pensado que en algún lugar las hojas de los abedules empezarán a amarillear. Nubes pesadas cruzan el cielo. De vez en cuando cae alguna gota de lluvia.
Agarro con cuidado mi bomba. Si alguien me golpeara por accidente, el fusible se rompería. En las esquinas de la calle hay muchos espías. Hago como si no los viera.
Me doy la vuelta. Todo está en silencio a mi alrededor. Los detectives consideran perezosamente a los viandantes que pasan a su lado. Tengo miedo de que sea ahora justo cuando pase el gobernador general. Sería difícil arrojar la bomba: me costaría reconocer su carruaje, no me daría tiempo a preparar la carga. Compruebo mis pistolas. Tengo dos, como Fiodor. Una es una Browning, la otra es una elegante arma de caballería Nagant. Las limpié ayer por la tarde y las cargué con cuidado.
Anduve de este modo durante una media hora. De repente, cuando giro la esquina de la plaza Tverskaia por tercera vez, volviéndome hacia la torre del reloj de madera, cerca de la casa de Vargin, veo elevarse del suelo un pilar grueso de humo grisáceo y amarillento, casi negro en sus filos, rizándose hacia arriba en forma de embudo y colapsando la calle. Al mismo tiempo resuena en mis oídos un ruido sordo, extraño, metálico, familiar para mí.
En la esquina de la calle, el caballo de una berlina se levanta sobre sus patas traseras. Frente a mí hay una dama ataviada con un imponente sombrero negro. Gruñendo, cae de bruces sobre el rudo pavimento. El vigilante se cuadra durante un segundo, con la cara blanca como el papel, y a continuación sale disparado en dirección a la calle Tverskaia.
Corro hacia la casa de Vargin. Escucho el sonido del cristal rompiéndose. Huelo el humo de nuevo. He olvidado mi propia bomba, y su fusible se golpea de forma regular y rápida dentro del paquete. Escucho gruñidos y gritos, y soy al fin consciente de la verdad que me golpea:
El gobernador general ha muerto…
Una hora más tarde entregan un bando. Tiene un reborde negro y el dibujo de una cruz. Debajo de la cruz hay un retrato pintado, y debajo del retrato hay una esquela. Agarro el papel entre las manos y mi visión se oscurece."

Borís Sávinkov
El caballo amarillo



"El pueblo ruso no quiere a Lenin, Trotsky y Dzerzhinsky, no sólo porque los bolcheviques los movilizan, les disparan, les quitan el grano y están arruinando sus vidas. Rusia. El pueblo ruso no los quiere por la sencilla razón de que... nadie los eligió.”

Borís Sávinkov




"La melancolía del bosque me devora. Estoy en prisión. No son ramas sino barrotes. No es el susurro de las hojas, sino el tintineo de las cadenas. No es el campamento, sino cuatro paredes desnudas. ¿Saldré alguna vez de este círculo vicioso: Fedia, Yegórov, Wrede? ¿Podré romper alguna vez los lazos que nos unen: látigo, horca y fusilamiento? «La afrenta ha quebrantado mi corazón, y estoy acongojado. Esperé que alguien se compadeciera de mí, y no hubo quién. Busqué consoladores y no hallé ninguno.» ¿Dónde está Olga? ¿Qué ha sido de ella?
[...]
Iván Lukich es un producto al por mayor. Personas como él se fabrican cada día a decenas en toda Rusia. Pero él no ha salido con nuestro membrete. Nosotros hemos crecido en los invernaderos, en prisión o en el «jardín de los cerezos». Para nosotros, los libros fueron una revelación. Conocíamos a Nietzsche, pero no sabíamos distinguir entre el trigo de invierno y el de primavera, «salvamos» al pueblo, pero lo juzgábamos por el estándar de nuestro «Vania» de Moscú, «preparábamos» la revolución, pero damos la espalda con aprensión ante la visión de la sangre. Éramos aristócratas, amantes de la nobleza. Nos han sustituido hombres nuevos, que solo piensan en ellos mismos.
Cae la tarde. Una vela arde débilmente. Iván Lukich pasa la noche en la tienda.
[...]
Camino por un sendero en medio de los campos. Aún no se ha segado el centeno, florecen las amapolas rojas y entre las espigas ambarinas se esconden estrellitas azules, acianos. Es mediodía. Flota el olor dulce y amargo del ajenjo.
Cerca de Mozhar, doblo por la carretera principal. Paso por delante de una granja conocida donde vive un viejo amigo, el comerciante Iliá Korabliov. El huerto está vacío. La cuadra, desierta. En el amplio patio barrido con esmero no hay ni un alma. Solo en el estanque chapotean los patos y salpican agua. Sentado sobre la valla hay un niño, balanceando sus pies desnudos, negros del sol."

Boris Sávinkov
El caballo negro























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