José María Sanjuán

"El maestro tenía razón, pero también tenía razón el Nito cuando decía que ellos ya no eran niños. Evidentemente, eso era verdad. Se miró en la cristalera de una tienda. Estaba crecido, tenía pelusa en la cara… Ya no era un niño. Y le dio rabia no haber ido con los otros a la iglesia vieja, a fumarse un cigarro de la petaquita color azufre."

José María Sanjuán Urmeneta



"Mañana se inicia el concurso de las misses. Toda la ciudad se ha vuelto admiración rabiosa, caliente embelesamiento. «El juego de los partidos crea en la mayor parte de las democracias occidentales una peligrosa inestabilidad. ¡Imagínese en nuestro país!; esto es un problema de raíz, de cultura. Con paz y con orden los problemas se reducen al mínimo indispensable...» El calor embota los cerebros de cien mil nativos que sueñan con una sonrisa de la miss de Dinamarca que es rubia como la cerveza, como el trigo, blanca y rosada, alta, esbelta, ordenadamente cadenciosa. «¿Comprende usted bien el problema? Se trata del montaje de un sistema que no rompa el equilibrio. Sin cultura no hay nada, sin orden no existe el progreso; usted es un sociólogo, un profesor, ustedes teorizan mucho, es su oficio, naturalmente, pero nuestro país necesita el orden; el pueblo debe olvidarse de otras aventuras...». Por una sonrisa hay diez gigolós que dejarían el oficio. Una sonrisa fresca de Estocolmo, una mirada azul de Helsinki. «Convénzase, cuando se rompen las estructuras viene el desastre; ¿qué pasó en mil novecientos treinta y seis?, siempre la derecha, siempre... no, no, el fundamento de la estabilidad reside, evidentemente, en un ejecutivo fuerte que domine la organización estamental...». El oporto deja sobre los labios un suave regusto dulce.
Los fotógrafos habían invadido el hall. Las rodillas milagrosamente torneadas de una chica de Milán eran el objetivo de la mirada de un botones regularmente crecido. Cualquier teórico de la política o de las finanzas le dará, al atardecer, una buena propina (que él se gastará en comprar, bajo cuerda, tres revistas pornográficas inglesas) para que lleve un ramo de gladiolos a la habitación 317. Suben los valores, la bolsa se inquieta. La estabilidad se ha producido. El mundo vive en paz, el país vive en orden. ¡Qué maravilla! Las rodillas de la miss que nació en Milán hacen sufrir la concupiscencia (¿se dice así?) del chico de los ascensores, del mozo de recepción.
La mujer del guardarropa (escondida tras una cortina granate) sonríe a medias. Es la triste, vaga, lejana, pudorosa nostalgia de los años perdidos, anclados en el camino de la vida. En su juventud pudo haber sido una miss, pero entonces el mundo no estaba para esas cosas. Hay un tumulto caliente. Entran y salen los organizadores, un torero que no lo es, un jefe de relaciones públicas que tratará de acostarse con la miss de Holanda que tiene una cintura delgada y unos senos posiblemente olorosos (aromas de tulipán), tres periodistas que buscan la exclusiva. La miss nacional sonríe, sonríe, sonríe... ha nacido en Jaén, quizás, y espera que ahora las puertas del cinematógrafo se abran radiantes, espectaculares. Y todo sin pasar por la suite número 220. ¡Una ilusión, un espejismo! La vieja del guardarropa piensa. «Qué guapa, qué ángel tiene, qué candor...». El portalón del cine está medio abierto. Falta echarle valor, nada más."

José María Sanjuán Urmeneta
Réquiem por todos nosotros




"Y detrás su gente, con los ojos cansados, hinchados por el sueño, por el trasiego infernal de los viajes, de las carreteras, del vino y de las mujeres. (Éste acabará toreando casi sin terreno, como Belmonte..., dijeron de él una vez unos tipos en una taberna.) Porque él, Almonteño, también tenía los ojos saltones y oscuros, túrbidos, como dos globos a punto de reventar. Y al igual que su gente sentía dentro el peso del cansancio, de las muchas horas de trasiego, de hosterías, de mujeres, de vida sin pausas.
Encorvó su figura. Realmente no tenía buena planta. Espaldas anchas, cintura estrecha y unas caderas salientes, prominentes. Las piernas ligeramente arqueadas, duras y redondas a la altura de la pantorrilla, que terminaban en unos pies breves. Su piel era morena, casi negra y alrededor de sus ojos se le dibujaban unas bolsas violáceas que le daban a su rostro un aire más trágico, más vago y distante.
Un peón se acercó al Almonteño.
—Acuérdese del cuatrocientosdós, maestro.
Y entonces la música rompió la media tarde, sonaron los aplausos y el patio de caballos se llenó de un ruido de cascos de caballos y de un olor profundo de boñigas y sudor. Las miradas se cruzaron como si fueran cuchillos blancos, de hoja finísima. Y entonces, también, el Almonteño recordó al hombre de la camisa amarilla. Iniciaron el paseo.
Era un tipo sonriente, despreocupado y deportivo. Un buen tipo seguramente. Pero llevaba camisa amarilla y aquello al Almonteño lo descompuso. Fue, en verdad, una mañana bastante desgraciada. El secretario del empresario echó el sombrero sobre la cama y el torero sintió un escalofrío en el cuerpo. Luego, el hijo de don Miguel le dio fuego para encender el pitillo. ¡Y además el tipo de la camisa amarilla! ¡Maldita sea!
Casi al mismo tiempo bajaron sus cabezas recogiéndose las monteras. Saludaron a la presidencia.
Un aficionado, seguramente era un aficionado. Pero, ¿por qué no le habían advertido de la camisa amarilla? ¡Por la Virgen bendita de las Marismas!, si es el color del mal fario. Una vez, allá en Lima, al «Gaditano», que se compró un pañuelo amarillo, le cogió el toro y tuvo para dos meses. Y al hijo de aquel ganadero que se presentó en la tienta con un jersey amarillo lo corneó la vaquilla. ¡Y Ángel, su hermano, el torero que iba para figura... murió en la plaza después de...!
Al cambiar el capote de paseo por el de brega sintió el escalofrío, otra vez metido en el cuerpo.
Sonreía aquel tipo cuando entró en la habitación. Era un aficionado extranjero, lleno de vida, de esos que van echando sonrisas y entusiasmos por el mundo. ¡Claro, era un irresponsable, llevaba una camisa amarilla! ¡Había ido a ver al Almonteño con una camisa...! ¡Igual le pasó a Ángel, el hermano que iba para gran triunfador! Cuando entró en la habitación, sonriente y explosivo, dispuesto a abrazar al matador, al Almonteño le entró un temblor que lo paralizó por entero. Y el nudo en la garganta no le dejó decir ni una sola palabra. Chanito, que lo comprendió todo, tampoco pudo hacer nada. Se le atenazaron las manos, se le encogió el estómago. Y el tipo aquel seguía sonriendo sin darse cuenta de nada."

José María Sanjuán
El ruido del sol













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