Miguel Sawa

"De todas las enfermedades morales que padece el hombre la única que no tiene cura es la de los celos. Sin tener no ya pruebas si no el menor indicio de la infidelidad de Alicia yo seguía dudando de ella. Nuestra vida era una vida de condenados. Llegué a injuriarla, llegué a maltratarla… ¡Aquellos luceros que brillaban antes en sus ojos se habían apagado; sus labios, de un rojo sangriento, tenían ahora el color morado del lirio!...
Y al fin surgió la catástrofe. Una noche, después de golpearla brutalmente, sin motivo alguno, la amenacé con señalarle la cara, para que aquella herida, reveladora de su ignominia, la sirviera de perpetuo castigo.
[...]
Yo no podré describir nunca la forma carnal de aquel demonio de seducción. ¿De qué color eran sus ojos? ¿Negros o azules? No sé… creo que negros. ¿Era rubia o morena? Rubios son los ángeles, morenas son las mujeres… Si… debía de ser morena.
Deslumbrado ante su belleza, cerré los ojos para no verla. Pero la Mujer habló. Yo no oía sus palabras sino la música de su voz. ¡Oh, qué bien suena en boca de mujer el silbido de la serpiente!
De pronto, la Impura, para acabar su obra de seducción, llegó hasta mí y me cogió una mano. Al contacto de su carne sentí paralizarse la sangre en mis venas, y me pareció que mi cerebro dejaba de funcionar.
¿Qué tiempo pasé en aquel estado de inconsciencia? No sé… ¡Un segundo del valor de un siglo! Cuando volví a la vida, la Mujer seguía allí, mirándome implacable con sus ojos de tentación."

Miguel Sawa Martínez
Historias de locos




Judas

Estaba en el Museo contemplando extasiado el hermoso cuadro de Van Dyck “El beso de Judas”.

De pronto sonó una voz detrás de mí, una voz queda y lúgubre, que me hizo estremecer de espanto.

— ¿Verdad, caballero, que yo tengo cierto parecido físico con el discípulo traidor del Hijo de Dios?

Me volví asustado.

El que me hablaba era un hombre de alta estatura, vestido completamente de negro, el cabello y la barba del color del azafrán, los ojos saltones, la piel colgante, amarilla por la ictericia…

— Y vea usted lo que son las coincidencias —añadió el desconocido— también me llamo Judas como el que vendió a Cristo.

Y sonriéndose tristemente:

— Pero no desconfié usted de mí…

Crea usted que en el fondo soy un buen hombre.

Y agarrándose de mi brazo, como si fuéramos amigos de toda la vida, me invitó a tomar un bock de cerveza.

Yo le seguí maquinalmente, entre asustado y curioso.

Ya en el café, el extraño personaje me contó su historia entre bock y bock de cerveza, hablando siempre con aquella voz queda y lúgubre, que daba escalofríos. No tenia nacionalidad conocida; era judío y había nacido de cualquier madre y de cualquier padre, no sabía dónde. Vivía solo en el mundo, sin mujer, ni hijos, ni amigos. Practicaba la medicina, aunque no era médico —Esto me ha proporcionado el placer —añadió sonriendo— de matar a mucha gente con toda impunidad. —Había viajado mucho, viajaba constantemente. Tenía casi tantos años como la Humanidad. Y le aburría la vida, y ya una vez había intentado suicidare colgándose de un árbol.

— Ya le he dicho a usted —concluyó — que no tengo amigos. Los hombres me inspiran un profundo desprecio. Odio, mejor. Pero usted, sin saber por qué, me ha sido simpático. Tiene usted cara de bueno y de inteligente. Así como yo me parezco al discípulo traidor, usted se parece al Maestro sublime. Y yo necesito, para salvarme, sentir algún afecto noble, amar a alguien, tener un amigo siquiera…

Y cogiéndome las manos y estrechándomelas nerviosamente entre las suyas, heladas como las de un muerto, añadió:

— Sí…, aunque usted no quiera, yo seré su amigo, su hermano… ¡La regeneración del mundo está en el amor! Yo he pasado la vida odiando al Hombre… ¡Si llegase a amar estaría salvado!

Y en voz baja, como si hablara consigo mismo:

— ¡Diecinueve siglos de lucha es ya bastante castigo…! ¡Oh, Padre de todos, ten compasión de mí!

¡Diecinueve siglos! Pensé que aquel hombre estaba loco, y para poner fin a la extraña conversación le ofrecí en términos vulgares mi amistad, y me despedí de él prometiéndole volver pasados tres o cuatro días a aquel café donde habíamos celebrado nuestra primera entrevista.

Don Judas me estrechó las manos conmovido, intentó abrazarme, y me rogó, con frases de la mayor cortesía, que pagara la cerveza que habíamos bebido, “porque —añadió tristemente—su dinero estaba maldito y no se lo admitían en ninguna parte”.

***

Desde aquel funesto día don Judas fue mi amigo, mi camarada, mi compañero de todas las horas, mi hermano…

Y desde aquel día comenzaron mis desgracias. Don Judas debía poseer un don siniestro, eso que los italianos llama la jettatura, y vivir con él era vivir en la trágica compañía del infortunio y del dolor.

¡Lo que yo he padecido en los tres meses que ese ser maldito ha sido mi amigo!

Yo soy muy débil de carácter, y don Judas se había apoderado de tal modo de mi voluntad, que yo no me atrevía a hacer nada sin su consentimiento y su consejo.

Por mandato imperativo de él coloqué mi modesto capital en acciones de la Sociedad "La Honradez", y la tal Sociedad quebró a poco, dejándome en la miseria.

A sus manos murieron, en el espacio de siete días, mi madre, mi mujer y mis cuatro hijos, atacados de una enfermedad extraña, para la que los médicos no encontraban remedio.

Don Judas, que, como le he dicho a usted antes, practicaba la medicina, asistió solicito a mis enfermos, cuidándolos con cariño de madre, actuando a la vez de médico y de enfermero.

A la muerte de mi último hijo, don Judas, completamente desesperado —más desesperado en apariencia que yo— se arrojó en mis brazos declarándose responsable de todas las desgracias que me ocurrían.

—Yo soy un ser funesto… yo soy el genio del mal… Estoy maldito de Dios y de los hombres… He querido regenerarme por el amor y he sido tu amigo leal, tu hermano… Y te he traido la desgracia, y he traído la desgracia a esta casa. ¡Dios no me perdona! Por mi has perdido a tu madre, a tu mujer y a tus hijos. Por mí te has arruinado. Nadie puede ser feliz en mi amor. La cólera de Jehová persigue implacable a todos los que amo.

Y lloraba y rugía, y se arrancaba furioso los recios mechones de su barba roja.

Loco de angustia pregunté:

— ¿Pero quién eres tú entonces?

Se echó a reír. ¡Qué risa la suya! Así deben reír los diablos, si es que ríen.

— ¡Imbécil! ¿No me has conocido? Yo soy la traición, el engaño, la perfidia, la maldad… ¡Yo soy Judas, el que vendió a Cristo por treinta monedas!

Y agitando en sus manos una bolsa:

— ¡Aquí tienes el precio de mi traición! Por eso te decía que mi dinero estaba maldito y me lo rechazaban en todas partes.

Volvió a reír con su risa infernal de desesperado.

— Mira mi cuello… Aun conserva la señal de la cuerda con que intenté ahorcarme, arrepentido de mi traición. ¡Pero, desgraciado de mí, estoy condenado a vivir siempre!

— ¡No! —grité loco— ¡al fin llegado tu última hora! ¡Morirás a mis manos, asesino de mi madre, asesino de mi mujer, asesino de mis hijos!

— ¡Sí! —aulló Judas— ¡mátame por caridad!

Me arrojé sobre él furioso, apretándole el cuello con ambas manos.

Y estuve apretando mucho tiempo.

Por fin le dejé caer al suelo, sin vida, muerto…

Y por haber librado a la humanidad de ese hombre maldito, por haber matado a Judas el traidor, me han traído aquí, a este manicomio…

Miguel Sawa






La máscara del dominó negro

Era, seguramente, por ei aire de misterio que parecía envolverla, la máscara más interesante que había aquella noche en el Real.

De pie enmedio del salón, apoyábase indolente en uno de esos bastones de la época del Directorio, ligeros y frágiles como juguetes, caprichosamente adornado de cintas y flores. Iba sencillamente vestida con un dominó de seda negro, amplio y largo, tachonado de lentejuelas doradas. A través del antifaz, que le cubría por completo la cara, brillaban sus ojos negros como la noche. Sobre el pecho caíale desmayado un ramo de violetas marchitas.

Me acerqué a ella, y después de unas frases banales, la invité a que diésemos una vuelta por el salón. Cogióse de mi brazo sin decir palabra. Su andar era lento y solemne. Si las estatuas tuvieran el don del movimiento así debían caminar. Fue en vano que la interrogase, haciéndola esas preguntas indiscretas propias del lugar y de la ocasión. «¿Cómo se llama?» «¿Esperaba a alguien?» «¿Había ido al baile sola o acompañada? » «A juzgar por la gentileza de su cuerpo debía de ser muy bonita». Pero mi desconocida, indiferente a mis palabras, callaba obstinada, sin contestarme más que con impertinentes monosílabos:— «Sí... No...»

De pronto, estrechándome el brazo instintivamente y juntando su cuerpo al mío, me dijo con voz queda, dulce como un suspiro de amor:

—¡Tengo frío, mucho frío!

Cogí sus manos y sus manos estaban heladas. ¡Y en el salón había un calor de cuarenta grados sobre cero! Pensé que se habría puesto repentinamente enferma, y cada vez más interesado por aquella extraña mujer, la invité a que pasáramos a un gabinete del restaurant, donde haríamos encender un buen fuego y beberíamos juntos, si tanta era su bondad, unas copas de champagne.

La máscara del dominó me estrechó la mano en señal de agradecimiento.

—¡Oh!—dijo.—Es un frío de muerte —al hablar sus dientes castañeteaban y su cuerpo se extremecía con temblor nervioso. — ¡Un frío de muerte!

Una vez instalados en el gabinete y encendida la chimenea, mi desconocida se sentó ante el fuego, contemplando, pensativa y muda, el fantástico vaivén de las llamas.

Me acerqué a ella galante y la invité a que se quitara la máscara y bebiese conmigo una copa de champagne.

Movió la cabeza en señal de negación, y luego, después de una pausa, me dijo con voz grave y solemne, clavando en mí sus ojos que brillaban febriles:

—No quiera usted saber quien soy... ¿Para qué? ¡Maldito afán del hombre por averiguarlo todo! La verdad es causa de la desilusión... Piense usted de mi lo que quiera... Piense usted de mí que soy joven y bonita y alegre y complaciente... Crea usted que no hay otra verdad positiva que la mentira.

Quedó otra vez silenciosa, y luego, con voz triste:

—Hace usted mal en acompañarme... Ya ve usted que soy una máscara muy poco divertida...

Y suspirando:— Es imposible que podamos entendernos... Hace ya mucho tiempo ¡mucho tiempo!, que las pasiones del mundo no hacen latir mi corazón. Cuerpo muerto, alma muerta, estoy incapacitada lo mismo para el amor que para el odio.

Un poco excitado por el champagne y deseoso de descubrir el misterio que rodeaba a aquella mujer, la interpelé irritado y nervioso.

—¡Basta ya de engaños! ¡Quítate esa careta para que mis ojos te vean! ¡Hagamos del Carnaval fiesta de la verdad! ¡Tengo necesidad de saber quien eres, tengo necesidad de saber lo que piensas, tengo necesidad de saber lo que sientes!

Mi desconocida seguía silenciosa, fija toda su atención en el llamear de los troncos.

—Yo no sé que pensar de ti— seguí increpándola.—Eres un enigma, eres el Enigma. ¿Por qué gozas así en el engaño y en el misterio? ¡Habla, mujer, habla y justifícate!

La máscara movió los labios como si rezara, y luego, con toz solemne:

—¡Cúmplase tu Toluntad, Dios mío!

Y poniéndose en pie se arrancó con ademán violento el antifaz y me miró decidida a la cara.

—¡Aqui me tienes!

La miré espantado. Aquella mujer parecía una muerta, era una muerta. Pálida, de una palidez mate, los ojos apagados, sin brillo, las labios blanquecinos, las mejillas flacidas y exangües, el pelo lacio, cayéndole desmayado sobre la frente, la máscara del dominó se me imaginó como un cadáver que se hubiese escapado de su tumba.

—Aquí me tienes—siguió hablándome con su voz tenue y dolorida.— ¿Te parezco hermosa? ¡Ay, un tiempo lo fui! Pero ya no puedo inspirar sino horror o compasión.

Y después de un silencio:

—Voy a contarte mi historia, toda mí historia... Va a hablar por mi boca la voz de la verdad. Dios me lo manda. Que Él me perdone. Pero permítame que continúe calentándome en el fuego. Estoy helada... Tú no puedes imaginarte lo que es el horror de este frío... Ya te lo he dicho antes: es un frío de muerte, que me penetra hasta los huesos, que paraliza mis movimientos, que me congela la sangre en las venas... ¡Y no hay fuego que pueda darme calor!

—Oye—continuó—mi trágica historia. Seré breve. ¡A.y, solo Dios sabe el trabajo que me cuesta hablar! Hace ya muchos años que vine una noche a un baile de máscaras del Real. Iba acompañada del Amor. Y mi marido, a quien creíamos ausente de Madrid, nos sorprendió aleve, cuando nos entregábamos, confiados, a las ternuras del amor. El drama ocurrió en un cuarto igual a éste, quizás en este mismo cuarto. Mi marido al vernos abrazados, se echó a reir con una risa de dolor y espanto como yo no he oido nunca. Luego; sobre seguro, a quema ropa, disparó primero sobre mi amante y después sobre mí los seis tiros de su revolver. ¡Aun mismo tiempo lanzamos nuestro último suspiro de amor y nuestro último suspiro de vida!

Y desabotonándose rápidamente el dominó me mostró su pecho desnudo, desgarrado por dos anchas heridas, frescas aún, por las que manaba impetuosa la sangre.

—Estas son las dos heridas que me causaron la muerte, y que todos los años, tal noche como esta vuelven a abrirse...

Yo la oía aterrado, sin atreverme a interrumpirla.

—¿La muerte?

—Sí; la muerte. Como castigo a mi delito Dios me manda que venga todos los años a este baile del Real. Por eso me tienes aquí. ¿Comprendes ahora por qué te decía que las pasiones del mundo no pueden hacer latir mi corazón?

Dieron las cuatro. Al sonar la última campanada la mujer del dominó se puso en pie.

—Adiós. Es mi hora. Antes de que amanezca tengo que estar allí... Toma, como recuerdo de esta noche, este ramo de violetas, muertas como yo.

Abrió la puerta y desapareció. Yo la dejé ir, sin intentar detenerla. Y ya de mañana, cuando entró el camarero en el cuarto, me encontró dormido sobre una silla, apretando convulsivamente entre las manos un ramillete de violetas marchitas.

En el suelo había unas cuantas manchas de sangre, fresca aún. Sobre la mesa veíanse vacías dos botellas de champagne.

Miguel Sawa






"Señor doctor, yo soy Tony Garnier, el famoso clown Tony Garnier, que poseí el raro secreto de la risa. Yo soy el hombre que ríe constantemente, perpetuamente… Como el trágico judío de la leyenda, a quien Dios condenó a andar siempre, por los siglos de los siglos, a andar siempre, sin tregua ni descanso, yo también, por mandato divino, estoy condenado a reír.
Y no sé si después de muerto… Doctor ¿cuando el alma se separa del cuerpo, cesa por completo la vida en el organismo humano? ¿No cree usted en la existencia de ese fluido al que Descartes llamaba la «materia sutil»? Porque yo tengo miedo de que mi carcajada siniestra siga sonando en ese más allá que hay después de la muerte.
Doctor ¡soy el hombre más desgraciado del mundo! ¿Qué podría hacer yo para llorar? ¿Por qué Dios me ha negado el don supremo de las lágrimas? ¡Oh, es espantoso! No hay nada que me conmueva, nada que me emocione… Todo me hace reír. No tengo sensibilidad moral alguna. Soy un monstruo.
Créame usted estas palabras de verdad que le digo: no hay dolor que para mí sea dolor. El espectáculo de la muerte, que a todos aterra, también provoca en mí la insensatez de la risa. Una noche, mi compañero Morís, por el que sentía yo cierto afecto, cayó desde el trapecio a la pista, destrozándose la cabeza. Corrí maquinalmente a su lado para prestarle auxilio. El pobre muchacho vivía aún. Roja la cara por la sangre que le brotaba de la herida, los ojos desencajados, saliéndosele de las órbitas, la boca contraída por el dolor, el buen Morís estaba realmente espantoso. ¡Y qué modo de quejarse el del mísero! Haciendo un supremo esfuerzo de voluntad, pudo, al verme, pronunciar algunas palabras. «¡Mala suerte, Tony, mala suerte! ¡Me muero, me muero!»
¿Y lo creerá usted, doctor? Inclinado sobre mi camarada, que yacía en el suelo retorciéndose con las convulsiones del dolor, yo reía como un insensato. El público, que se había dado cuenta exacta de la tragedia, bajó a la pista indignado, con el propósito de lincharme. Yo seguía riendo como un loco, sin hacer caso de los denuestos de la gente. Y todavía —ya ve usted si soy un perfecto miserable— al recordar al pobre Morís siento ganas de reír. ¡Es monstruoso! ¿Verdad? ¡Es espantoso!
¿Cómo se explica usted esta extraña insensibilidad que me hace inferior a los mismos animales? ¿Cómo se explica usted esta horrible predisposición a la risa? Yo creo que todo esto es un castigo del cielo.
Verá usted… Voy a contarle la tragedia de mi vida. Escúcheme y compadézcame."

Miguel Sawa
El hombre que ríe
















No hay comentarios: