Moacyr Scliar

"Golpearon en la puerta. Era la madre, que le llamaba para cenar. No quiero, dijo Benjamin, no tengo hambre. Ella insistió: ven, hijo, ven a comer algo, ya sé que estás triste por Iossi, pero tienes que alimentarte.
Tanto insistió que Benjamin acabó saliendo de la habitación. Se sentó a la mesa junto a la familia, pero no podía comer, no le entraba la comida. Los padres y los hermanos le miraban, inquietos, sin decir nada. Por fin, se levantó. Perdonad, dijo, pero no me encuentro bien.
Entró en la habitación, se desnudó, se acostó. No consiguió, claro, conciliar el sueño. El dilema continuaba torturándolo: ¿Iba o no iba? ¿Cumplía la misión, abandonando a su amigo, o ignoraba la petición y se quedaba a su lado? Mientras se debatía en esta duda, le vino a la memoria una historia que contaba su padre, sobre un dibbuk, el alma en pena de un hombre que no podía descansar por culpa de una promesa de boda no cumplida. Encarnado en el cuerpo de la amada, casada ahora con otro, el dibbuk repelía con furia a los exorcistas, gritando Ich guei nicht arois, no me iré. A ratoncillo siempre le parecieron tontas esas cosas, las supersticiones judías, pero ahora, y por alguna razón, la historia no se le iba de la cabeza. Cuando finalmente se durmió, tuvo un sueño muy inquietante. Soñó que Iossi había muerto y que su espíritu se había encarnado en él, Ratoncillo. Poseído por ese dibbuk, corría por las calles de la aldea, gritando no imprecaciones judías, sino consignas comunistas: Proletarios del mundo, uníos.
Se despertó temblando, desconcertado. Normalmente habría dicho que era un sueño disparatado, residuo de una supersticiosa historia judía; ahora veía en aquello un mensaje claro: tenía una deuda de honor, de solidaridad, con Iossi. Tenía que saldarla inmediatamente. Se levantó, miró el viejo reloj: las tres de la madrugada. Todos dormían, los padres y los hermanos. En silencio, se vistió, metió unas mudas de ropa en la vieja maleta de cartón de la familia, cogió su zurrón, guardó en él el sobre destinado al escritor junto con su ejemplar de Manifiesto, abrió la puerta y salió.
Atravesó, furtivo, las callejuelas de la aldea adormecida y enseguida se encontró en la carretera, camino de la frontera. Caminaba deprisa, la nariz y las orejas anestesiadas por el frío cruel. De repente, y en medio de la espesa niebla, estalló un resplandor: era el sol que nacía, una visión que le llenó de incontenible júbilo. Como si hubiera roto una barrera invisible, como si hubiera cortado los lazos que le unían a su pasado de temores paralizantes. Lo conseguí, gritaba, voy a cumplir la misión."

Moacyr Scliar
Los leopardos de Kafka




"Les gustaría invertir, importar y exportar, necesitaban informaciones; les dije lo que sabía, que no era mucho. Por alguna razón, entretanto, se quedaron impresionados conmigo. Me entregaron tarjetas, me pidieron que les escribiese.
En diciembre de 1959 estábamos listos para volver a Brasil. Recibimos entonces una carta del capataz de la estancia que decía que doña Cotinha había fallecido súbitamente. Aquello nos entristeció profundamente; hasta entonces habíamos mantenido correspondencia, y la teníamos informada de nuestros progresos, incluso con fotos: nosotros en el jardín de la clínica, nosotros en un mercado árabe, nosotros con el médico. Pobre doña Cotinha, no nos vería andar como personas normales, su mayor deseo. (Más conmovidos nos quedaríamos más tarde, al saber que nos había destinado parte de la herencia; el resto lo dejó a su hijo, al capataz, a los peones y a las mujeres.)
Nuestros planes tuvieron que alterarse. Vivir en la finca sin doña Cotinha y con su hijo que se había mudado allí, no nos atraía. ¿Y si fuésemos a Porto Alegre?
Les escribí a mis padres. Era la primera vez que lo hacía, después de mucho tiempo. Les hablé de la operación, de Tita; les dije que nos gustaría vivir en Porto Alegre. Venid, nos contestaron, venid enseguida, os estamos esperando con los brazos abiertos.
Y así, en vísperas de la Navidad de 1959, cogimos el avión de regreso a Brasil. En el aeropuerto, llamábamos la atención, sobre todo por la estatura y por la elegancia. Yo, con pantalones de terciopelo y camisa estampada, Tita con una blusa de seda y pantalones vaqueros, lo que desde entonces convirtió en su ropa característica. Y las botas, naturalmente, que tendríamos que usar durante mucho tiempo, tal vez para siempre. Pero qué importa, decía Tita, radiante, mirando por la ventanilla del avión que despegaba.
Me recliné en el sillón, cerré los ojos. El avión se deslizaba entre las nubes, yo me sentía bien. Era bueno viajar en avión. Nunca más necesitaríamos ser transportados en camiones o carromatos. Nunca más tendríamos que ocultarnos en la bodega de un barco, ni en cualquier otra parte. Nunca más galoparíamos.
De pronto se adueñó de mí una extraña sensación, un sobresalto. Abrí los ojos, miré por la ventanilla. No: no había ningún caballo alado acompañando el avión.
Nubes, sí, y algunas con extrañas formas, que recordaban a ciertos animales. Pero un caballo alado, no."

Moacyr Scliar
El centauro en el jardín


"¡Qué tiempos aquellos! Por insistencia de Lea, Meyer se hizo socio del Círculo Social Israelita; pero como no sabía bailar tuvo que tomar lecciones con un profesor italiano, que se comprometió a enseñarle el foxtrot, el maxixe, la rumba, el tango y la conga en menos de una semana. Las clases se daban en la casa del profesor, en la calle del Duque de Caxias, y eran siempre a media luz. El profesor enlazaba a Meyer por la cintura y trataba de pegar su rostro al suyo. «Es sólo una semana», pensaba Meyer, enojado. Sólo una semana.
Así eran aquellos tiempos, Meyer Guinzburg pasaba en la tienda todo el día; a la noche recogía el dinero de la caja, iba a su casa, comía y se ponía el pijama. Sentado en la cama, contaba lo que había entrado en el día, mojando los dedos en un vaso de agua puesto especialmente allí con ese fin. Una noche soñó que trabajaba en el campo con un sol abrasador y bajo la vigilancia del camarero de Guaxaim que lo azuzaba con un gran látigo. Se despertó asustado y sediento y bebió toda el agua del vaso. A la mañana, cuando se dio cuenta de lo que había hecho, quiso vomitar, pero no lo consiguió."

Moacyr Scliar
El ejército de un hombre solo



























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