Tomás Salvador

"Con las seis orquídeas —una por año y otra por la esperanza—, Kobanya se fue acercando a la calle de Méjico. Llevaba, además del paquete transparente de las orquídeas, buenas intenciones para todo el mundo. Si no la claridad, por lo menos la penumbra sí había encontrado. Era como una puerta, que podía estar cerrada, entreabierta y abierta del todo. Para una cosa se requiere la otra y para ambas la intermedia. Él tenía la puerta de su vida a media luz, si era permitido decir, que sí que lo era, pues para eso había llegado a la conclusión después de batallar con las cosas sencillas que le habían atormentado. A él, a Kobanya —seguir en Kobanya había sido una de sus conclusiones— le pesaban las cosas sencillas. Con ellas se enredaba, se perdía, se complicaba la vida. ¿Existía algo más sencillo que la historia de Estéfana, la hija del militar retirado que había paseado con él por la isla de Santa Margarita? ¿No...? Pues a ella había estado amarrado treinta años. El que en poco tiempo, pocas horas, pocos minutos fueran comprendiéndolo todo, no obstaba para que fuera verdad. No es que le pesara la sencillez de las cosas. Le pesaban aquellos cinco últimos años, años dichosos, ciertamente, pero de los cuales le estaba llegando a pasos agigantados un agridulce sabor a defraudación. Y lo más sencillo era enmendarlo todo, puesto que aún podía y ella, en verdad, se llamaba Zía, lo cual era lo mismo que empezar una nueva histeria.
Kobanya había olvidado algo, lo más sencillo de todo, lo que es tan sencillo, tan tremendamente sencillo como el aire, como la gravitación de la materia a la tierra, y el corazón al amor. Había olvidado lo que por estar tan presente, tan extraordinariamente presente, se había anulado, a lo menos para él, pobre Kobanya que seguía siendo el mismo pobre Kobanya que se irritaba porque Zía no irrumpía en exclamaciones gloriosas de amor por haberle descubierto su amor.
Lo descubrió cuando llegó a la calle de Méjico. En la puerta de la tiendecita un grupo bloqueaba la entrada. Ni siquiera entonces comprendió. Ni siquiera cuando en la primera salita halló a cinco compatriotas, uno de los cuales había comenzado a musitar el Padrenuestro en húngaro: «Miatyán Isten, ki vagy a menneyekben...» Claro que, entonces, la idea ya estaba abriendo la puerta. Y sucedió que la puerta quedó abierta cuando Miska Szabó se volvió para mirarle; y a su costado descubrió el lecho de Zía, y a Zía en él, dormida; pero no, que no estaba dormida, que estaba muerta. Y ésa era la sencilla cosa: la muerte."

Tomás Salvador
Hotel Tánger



"Ellos son todo amor; nosotros, un poco."

Tomás Salvador
sobre los perros en su libro Cachorro



“Estudiando Bachillerato sin título; los pobres, los gratuitos, no teníamos derecho a ello; estudiábamos en un edificio aparte, con horas de recreo aparte.”

Tomás Salvador



"[Había] casuchas que entonces me parecían enormes; un río seco que cuando se enfadaba, lo inundaba todo; mucho campo, muchos saltamontes, mucho pájaro… Y, eso sí, una libertad salvaje."

Tomás Salvador



"Hasta que se consumieron las retamas y quedaron los rescoldos no encontraron en el fuego la hospitalidad deseada. Aguardaron pacientemente. La mujer, mientras, había preparado unas sopas y frito el conejo con un poco de manteca rancia.
Comieron en silencio, repartiendo el yantar con Garayo. La mujer miraba tímidamente y cuando le tocaba el turno al detenido, sin saber a ciencia cierta por qué, se sobresaltaba. Pero no se atrevía a preguntar nada. Tampoco ellos tenían el menor deseo de informarla. En uno de los viajecitos visuales los ojos se le cerraron y dio una cabezadita. Se disculpó en seguida.
—Quedé transpuesta...
—Váyase a dormir.
Se retiró a una habitación adyacente, separada de aquella por una arpillera. Garayo, que no había dejado de mirarla, suspiró y se las arregló para extender su cacho de manta en el suelo, tumbándose encima.
Ellos tendrían que velar, por descontado. Sería una tontería hacerlo los dos. Podían repartirse la noche.
—Yo primero-insinuó.
—Muy bien. Son las diez... Llámame a las tres —aceptó Pedroso.
Y extendió su manta junto al rescoldo, colocando bajo la cabeza su mochila de espaldas.
—Ten cuidado —murmuró antes de cerrar los ojos.
Tendría cuidado... Se levantó para buscar el fusil. Se sentó junto al fuego, frente al preso, con el arma entre las piernas. Tendría cuidado.
¡Peregrina situación! El preso dormía, o parecía dormir, satisfecho. Y él tenía que velar su sueño. ¡Las cosas!... Empero, no se estaba del todo mal allí. Cuatro paredes y un fuego encendido... Un simple y animal cobijo, sí... Pero afuera, escuchaba, soplaba incansable el viento haciendo crujir la hojarasca del techado.
¡Pobre casucha! ¡Pobres aldeanos!... Dura y primitiva vida la suya. Los hombres..., allá, lejos, con los rebaños... Las muchachas... ¡Caramba!... Recordaba él a las mujeres montañesas que bajaban a su pueblo, pueblo del llano... Entonces, como todos...
¿Cómo rezaba aquel dicho?... ¡Ah! "Vienen a las vendimias vírgenes, se van de las vendimias madres..." Muy cierto... Extraña atmósfera de animalidad y deseo... Todos los mozos... Se excitaban durante el día... bromas..., lagaretas... Y al llegar la noche... Había muchas lagartas, pero también... Las mozas del pueblo, las novias formales... ¿qué podían hacer? Cerrar los ojos, resignarse a perder los galanes durante aquellos días... lo abandonaban todo. También las muchachas, venidas de lejos, quedaban abandonadas...
Empero, ¿a qué pensar en ello?... La realidad estaba allí... Una noche más... Se estaba bien delante del fuego... Afuera, la negrura inquieta de las sombras, la agreste lozanía de las montañas, la fatiga de ir desvelando caminos... Todo era cierto..., muy cierto, como su cansancio... Pero allí, junto al fuego."

Tomás Salvador
Cuerda de presos



"Leo Carey descubrió una chispa burlona en los ojos de Julius Daonte y sólo el frío dominio de sus nervios impidió que derribara al intruso de un puñetazo.
—Lléveselo a la sentina. Y que le pongan cadenas —dijo el capitán, volviendo la espalda.
—Capitán —quiso decir el segundo.
—¡Es una orden!
—Sí, señor.
—No te preocupes, Julius —dijo el miserable— tengo mucho sueño y me echaré a dormir. Pero voy a engordar más...
—¡Que se calle! ¡Fuera!
Las leyes del espacio eran muy severas. Indudablemente, el capitán Leo Carey tenía razón. Encontrar un polizón a bordo habría supuesto, en tiempos no lejanos, un peligro total, puesto que desnivelaba el equilibrio del «salto». Aunque ahora el peligro era menor, podía suponer, como había ocurrido, una desnivelación del rumbo. Además, era un engorro jurídico muy pesado. No era ninguna broma encontrar un polizón a bordo.
El capitán Carey se levantó de la mesa después del frugal almuerzo e hizo una seña a su segundo para que le siguiera al puente de mando, lugar donde el «Viejo» se pasaba la casi totalidad de las horas. Daonte, sabiendo lo que le esperaba, no estaba muy tranquilo. Por fin, Carey habló lentamente.
—Estuve reflexionando, señor Daonte. Un polizón no es posible a menos de contar con uno o varios cómplices. Ese hombre tiene amigos en la nave y usted me aclara el asunto o yo me encargo de que sea degradado. ¿Me entiende?
—Le entiendo perfectamente.
—Bien, pues empiece usted.
Julius Daonte adoptó una postura menos reglamentaria y hasta sonrió levemente. No parecía estar asustado.
—¿Sabe usted que ese hombre es ciego, capitán?
Leo Carey disimuló su asombro. Dijo:
—¿Ciego? Imposible. Tenía una absoluta seguridad de movimientos. Incluso me miraba a la cara.
—Pues es ciego. En una palabra: es Marsuf.
—Lo dijo él mismo.
—Cierto. ¿Es que no conoce usted a Marsuf?.
Por unos momentos el capitán se encontró inferiorizado. Entreveía un lejano recuerdo que no podía precisar. Su dedicación al estudio había sido tan intensa, su teoría tan brillante, que apenas había tenido tiempo para divertirse, para frecuentar el trato de sus compañeros. Nunca pisó las borrascosas tabernas de los espaciopuertos, ni hizo caso de viejas historias. Cierto, se había sacrificado; pero era capitán a los veinticuatro años.
—Algo recuerdo —dijo, vagamente humanizado, como si entonces se le cayeran encima tantos años de sacrificio.
—Si le preguntara al grumete le diría quién es Marsuf. Se lo dirán todos los cantineros, todos los guardas, todos los aventureros del espacio. Se lo dirán todos los tripulantes del «Bandeirante»."

Tomás Salvador
Marsuf. El vagabundo del espacio



“Los hombres que siempre están escapando se agarran al refugio más pequeño: la taberna, la cama efímera de la prostituta, la pensión humilde, la casa del amigo.”

Tomás Salvador
El atentado, 1960




"Luego, todo se acaba bruscamente. La televisión-cosa se apaga. Nosotras nos sobresaltamos. Yuán y Loli, hacen muá a sus padres y se marchan a sus cuevas en la parte de arriba. EL se marcha también, con un libro. ELLA se demora un poco más, arreglando las cosas, que es apagar la estufa, amontonar los sillones —porque dicen que yo los muerdo-, cerrar las puertas, recoger los papeles y cerrar, también, las luces. Y también se sube, al lugar prohibido, donde duermen. Yo he subido dos veces al lugar prohibido. ELLOS y los ELLOS-pequeños están dormidos, tapados con otras pieles. He escuchado su respiración y he tenido miedo, porque ELLOS, durmiendo, son diferentes, están como un poco muertos y ni siquiera nos oyen cuando gañimos abajo. Mi madre me llama enseguida desde abajo. Ella no sube, salvo que la llamen. A mí también me llamaron una vez. Estaban despiertos, pero en esa cosa que llaman cama. Mi madre meneaba el rabo y no estaba a gusto, pero yo me subí encima y les lamí, mientras ELLOS reían y me apartaban con sus zarpas.
Pero me estaba refiriendo a las largas horas de la oscuridad. Sí; son tremendas; nosotros no dormimos como ellos. Nosotros dormitamos, con las orejas tendidas a cualquier rumor, con el olfato siempre preparado. Los coches que pasan por la calle, el crujido de las maderas, el gotear del agua, las palabras-sonido de OTROS que pasan, el silbar del viento o el golpear de la lluvia, nos obligan a levantar la cabeza, tratar de comprender y luego, si puede ser bueno o malo para nosotras. Poco a poco, la habitación antes caliente se va enfriando. La alfombra que es nuestra cama es pequeña y nos duelen los huesos. Me rebujo en mi madre, que al poco se sobresalta y me sobresalta a mí. Ella busca una silla para tumbarse y yo no alcanzo. Me quedo sola, en el suelo. Tengo sed y busco a tientas el cuenco del agua. Llegan más sonidos. Coches, que pasan todas las noches, silbidos, algún perro. Duermo un rato y otro escucho. Oigo, también, arriba, el sonido de ELLOS.
Más tarde, un infinito más tarde, la luz comienza a entrar por la ventana. Apenas un resplandor, que poco a poco se va haciendo mayor. Es la hora de más frío. Y empiezan a subir los ruidos. Muchos coches, aunque ninguno es el de EL, que mi madre me ha enseñado a conocer. Jugamos un poco, sin ladrar. Vamos al pie de la escalera, para ver si bajan ELLOS. Algo más tarde, nos llega la esperanza. ELLOS no tardarán en bajar. Y escuchamos los ruidos de arriba, cuando ELLA se levanta y llama a los ELLOS-NIÑOS, y el rumor del agua. Y los pasos. Hace tiempo ya que esperamos. Baja ELLA y lo primero que hace es comprobar si me he hecho aguas y lo otro dentro. Si lo hice, me refriega los hocicos y casi no me importa, porque estoy contenta. Si no lo hice, nos abre enseguida la puerta del patio, para que lo hagamos. Planto mi río particular y vuelvo. Bajan Yuán y Loli, regañando, como siempre entre sí, o jugando, como mi madre y yo. La casa se llena de aromas fuertes y los cachorros humanos se sientan a comer. Siempre nos cae algo, como pan untado con algo amarillo y dulce, que me gusta mucho."

Tomás Salvador Espeso
Cachorro


"Mis gentes también sufrían, especialmente el hambre. Hube de contemplar, llorando de pesar e impotencia, verdaderas batallas para la obtención de una piltrafa de carne o un mendrugo de pan; los hombres se volvían bestias, pisoteaban mujeres y niños y se abalanzaban en confuso montón sobre la comida peleando como fieras, hasta que el más hábil o fuerte escapaba llevando entre los dientes el objeto de la disputa. Después se avergonzaban y venían a mí solicitando mi perdón.
La columna perdía mucha gente, mujeres y niños especialmente, aunque también hombres en las disputas. Cada mañana dejábamos detrás tres o cuatro cadáveres, pero no por ello decrecía su contingente: nuevas aportaciones de cruzados se unían a la caravana..., sólo que eran hombres en su mayoría fuertes y decididos, con lo que mis penas aumentaban a medida que iban creciendo las peleas y los saqueos. Empecé a ser desbordado frecuentemente; me roía los puños de rabia y seguía sus pasos implorando su piedad y rogando su vuelta a la razón. Me hacían caso o no según su talante.
Son tan penosos para mí, hijo, estos recuerdos, que permíteme abrevie su conclusión. No podría si no es llorando lágrimas de sangre evocar aquellos recuerdos. ¡Fue horroroso; la muerte de mis ilusiones!
La Cruzada se volvió una horda de bribones andando de un lado para otro disputando, robando, violando. Los pueblos pequeños eran asaltados por los que habían gozado ya de los placeres de la destrucción. ¿Era preciso? Dicen que el río que fertiliza no sólo deja en sus márgenes limo fecundador, sino que también deposita fango. Es posible. Pero aquella no era la Cruzada fervorosa de gentes cantando y rezando que yo soñara. Fui cobarde. Para llegar a mi fin cerré los ojos a todo, tomé la decisión de no darme por enterado de nada, y me dejé llevar por la corriente. Una vez tomado mi partido, los audaces, creyendo contar con mi asenso, fueron los que realidad mandaron la Cruzada; prácticamente dejé de significar en sus filas y me convertí en un cruzado más, mezclándome entre ellos, y, como ellos, siguiendo las iniciativas de los más emprendedores.
Un día llegamos a una comarca extraña: una inmensa llanura verdeante poblada de pastores dueños de grandes rebaños. Hablaban una lengua por ninguno de nosotros entendida, pero eran afables y nos ayudaron. Pudimos haber enderezado nuestra conducta, y yo empezaba a recobrar mis esperanzas, cuando todo cambió de repente y nos fue hostil. Había sucedido una gran desgracia. Los cruzados de Pedro en marcha delante de nosotros habían hallado en su camino una ciudad, Semlin; pidieron alojamiento y comida, y ésta contestó cerrando sus puertas y llenando sus murallas de soldados. Desde la seguridad de sus almenas sus pobladores se burlaron de la harapienta muchedumbre, y cuando en su afán de conciliación el Ermitaño mandó una embajada a la fortaleza, ésta fue muerta y sus restos colgados de los adarves. Los cruzados, enardecidos, arremetieron inermes como iban contra la ciudad, y después de una lucha horripilante que costó ríos de sangre, pudieron abatir el puente levadizo y conquistar la fortaleza, entrando en el recinto amurallado a sangre y fuego. La hecatombe fue espantosa, sacrílega, como lucha entre hermanos, de cristianos contra cristianos. La vesánica furia de los cruzados sólo se calmó después de quince días de pillaje y asesinatos, abandonando entonces la ciudad entregada a las llamas. Aquel hecho repercutió hondamente en Europa entera; era la primera vez que los cruzados atacaban abiertamente y vencían a una ciudad fortificada. Mis hombres perdieron desde entonces la poca serenidad que conservaban, y la marcha de la Cruzada fue desde aquel instante la marcha de una columna de castigo donde se habían dado cita todos los pecados capitales."

Tomás Salvador
Historias de Valcanillo



"Servidumbre humana del camino. Ver y ser visto. Fundirse en el paisaje hasta desaparecer, hasta ser parte del mismo. Andar y sufrir. Tener el alma abierta a las sensaciones del instante y ser, al mismo tiempo, inmune a cualquier otro sentimiento, agobio o sensación que el puramente sensorial de la aguja inmantada del deber, que tiene un solo rumbo y treinta y dos desviaciones."

Tomás Salvador



“Un compañero me dijo: ¿Por qué no te haces de la policía secreta? Aquello me pareció enigmático, aventurero, y efectivamente me hice policía; me destinaron a Barcelona; me quedé sordo al poco tiempo, al cabo de un año, y me refugié en los libros. Y diría yo, llegué a un punto de saturación en el que pensé: que me lean a mí.”

Tomás Salvador






















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