William Sansom

La escalera vertical

Cuando sintió las primeras gotas de sudor humedeciendo las palmas de sus manos, ya que con cada escalón su cuerpo parecía pesar más, este joven, Flegg, lamentó con repentina desesperación, pero aún en vano, los eventos irresponsables que lo habían empujado hacia arriba. Allí estaba él, aislado en una escalera de hierro vertical, plan, al lado de un gasómetro y obligado a subir más y más alto hasta llegar a la vertiginosa cumbre del cielo.

¿Cómo pudo haber deseado esto para sí mismo? ¡Qué fácil había sido reírse de sus temores en suelo firme! Ahora daría las manos que se aferraban a la escalera por un salvoconducto a tierra sólida.

Había sido un fuerte día de primavera, tan cálido como uno de verano. El sol inundó los parques y las calles con un calor repentino. Flegg y sus amigos se habían sentido sofocados con sus gruesas ropas de invierno. El resplandor verde de las hojas nuevas en todas partes golpeó la vista con demasiada fiereza, el aire parecía casi pegajoso por las exhalaciones de los brotes y las resinas hinchadas. Los sentidos del frío invierno fueron vencidos —las chicas se habían quejado de dolores de cabeza— y sus pensamientos se habían vuelto confusos e incómodos como la lana debajo de sus abrigos. Habían salido del parque por una puerta trasera, hacia una zona de calles secundarias.

Las casas allí eran pequeñas y viejas, algunas de ellas ya en mal estado; calles cortas, adoquines, aceras estrechas, esquinas desoladas con el afloramiento de alguna empresa industrial más allá. Al principio, estas calles silenciosas y casi desiertas parecían más tranquilas que el parque; pero pronto un aire polvoriento de yeso descascarado y ladrillos pulverizados, ventanas oscuras los escalones de piedra seca, emitían una sequedad que resultó más fatigante; de modo que cuando de repente las casas terminaron y el suelo se abrió para revelar los patios de un edificio en desuso, una fábrica de gas, Flegg y sus amigos dieron la bienvenida al verde de las ortigas y la agripalma que crecía entre la chatarra y los ladrillos rotos.

Salieron al páramo, las dos niñas, Flegg y los otros dos niños, y se detuvieron ante el viejo gasómetro. Entre los cobertizos en ruinas, esta era la única construcción que aún predominaba sobre los patios, elevándose por encima de otros edificios en cientos de pies a la redonda.

Entonces arrojaron ladrillos contra sus paredes. El óxido se deshizo en copos y el hierro sonó sordamente. Flegg, que deseaba sobresalir a los ojos de la chica de cabello oscuro, comenzó a arrojar sus ladrillos más alto que los demás, sugiriendo además que sabía algo sobre la materia, y reclamando indirectamente el glamour del uniforme. Sintió los ojos de la chica lo seguían. Sus hombros se ensancharon. Tenía los ojos negros, sin sombra bajo los párpados cortos y abiertos; sus labios cubrían con dificultad una serie de dientes irregulares, de modo que a menudo parecía que se estaba riendo; siempre fruncía el ceño, ya que a Flegg le gustaba su expresión seria y decidida. Ella también parecía una chica muy despierta, probablemente la primera en apreciar una especie de hombre activo.

Alguien en el grupo gritó:

—¡Apuesto a que no puedes escalar tan alto como puedes lanzar!

Entonces empezó una de esas bromas inquietantes, inocentes al principio, que tomadas en serio pueden producir una histérica acumulación de despecho. Todo el mundo reconoce este malestar subyacente, se siente claramente; pero precisamente por eso hay que seguir el chiste a toda costa. Sobreviene el susto, entonces uno se ríe aún más fuerte, presionando para ahogar las vergüenzas del peligro y la culpa.

El tercer niño gritó instantáneamente:

—Por supuesto que no puede.

Flegg se volvió, burlándose, de modo que el chico volvió a gritar, riendo estridentemente y señalando hacia arriba. Los cinco ya se sentían incómodos. Luego, en rápida sucesión, todo en unos pocos segundos, el tercer niño había repetido:

—Por supuesto que no puede escalar tan alto.

Flegg dijo:

—Puedo subir a la cima de cualquier cosa.

—Sube a la cima de mi tía Fanny —dijo el otro.

La niña intervino:

—Sube a la cima de la fábrica de gas.

—Eso no es nada —dijo Flegg.

Y la niña, presionando, de repente introdujo el inevitable detalle que hacía realidad estas suposiciones:

—Adelante entonces, trepa. Aquí, toma, ata mi pañuelo en la parte superior.

Incluso entonces, Flegg tuvo una segunda oportunidad. Al instante se le ocurrió que podía reírse de todo el asunto; pero un énfasis histérico se había apoderado de la cara de la niña —bailaba arriba y abajo y aplaudía insistentemente— y esto confundió a Flegg. Comenzó a tartamudear antes de encontrar las palabras adecuadas, pero estas se negaron a llegar. Tuvo que cubrir a toda costa su tartamudez.

—Entonces, ahí voy —dijo.

Y se volvió hacia el gasómetro.

Después de todo, no era tan alto. Difícilmente era un gasómetro de tamaño completo, su barandilla superior de hierro enrejado habría estado al mismo nivel que el techo de una casa de vecindad de cinco o seis pisos. Hasta entonces, Flegg solo había visto el gasómetro como una masa de hierro en bruto, pero ahora todos los detalles adquirían una definición abrupta. Lo estudió con atención, considerando atentamente su tamaño y todos los rasgos de estabilidad, las planchas de hierro marrón oxidadas, manchadas aquí y allá con plomo rojo, una curiosa deformación que a veces desinflaba su masa curvada como si un vacío lo colapsara desde adentro, y las escaleras a los lados, la cuadrícula de vigas, una complejidad de puntales, los pernos.

Había dos escaleras, una sujeta rápidamente a un lado, otra que subía en zigzag por la panza del gasómetro en pendientes accesibles, y provista de una barandilla de seguridad. Ésta debió haber sido erigida más tarde como sustituto de la primera, que exigía una subida innecesariamente rigurosa y ahora estaba en desuso, pues unos seis metros de sus peldaños inferiores se habían desgastado. No obstante, esta dificultad podía ser soslayada con una escalera de madera situada al lado.

Flegg miró rápidamente al pie de la escalera de madera. ¿Estaba bien afirmada a tierra? Luego comenzó a ascender con la mirada hasta la cima, entrecerrando los ojos para notar cualquier falla en los peldaños de hierro más arriba, como los vertiginosos estratos de una cremallera.

Flegg, evaluando rápidamente estas estructuras, nunca dejó de avanzar. Estaba comprometido, de modo que, mientras se paseaba deliberadamente para parecer en control de la situación, sabía que nunca debía vacilar. Los dos niños seguían estimulándolo, a su modo:

—Bajará más rápido de lo que suba.

Pero la segunda chica había permanecido callada todo el tiempo; ya estaba asustada, sintiendo instantáneamente que la culpa por alguna tragedia sería solo de ella, aunque nunca había abierto la boca. Ahora masticaba con pasión un chicle que mantenía sus mandíbulas tensas.

De repente, el coro se hizo más estridente. Flegg se había desviado ligeramente hacia la escalera más segura. Sus ojos naturalmente habían cuestionado esto junto con el resto del gasómetro. Entonces este instinto había emergido a su plena conciencia: tal vez podría usar la escalera más segura. Pero los ojos rápidos detrás de él lo habían visto, quizás moviéndose imperceptiblemente, y el coro de voces se elevó de nuevo:

—¡No, no lo hagas! ¿No irás a subir esas escaleras de marica?

Flegg cambió su curso solo en una fracción de segundo, y retomó la escalera vertical.

—¿Quién dijo que iría por allí? —gritó en respuesta.

Detrás de él todavía se mantenía el estruendo.

—Míralo, no sabe qué camino tomar.

Flegg se dio cuenta finalmente de que no había alternativa. Tenía que subir el gasómetro por la escalera vertical. Y tan pronto como esto finalmente se resolvió, la duda se despejó de su mente.

—Después de todo —pensó—, no es tan alto. ¿Por qué debería preocuparme? ¿Cientos de hombres suben por esas escaleras todos los días, y nadie se cae. Las escaleras son tan seguras como una casa.

Comenzó a sonreír para sí mismo ante sus preocupaciones anteriores.

Sumado a esto, la niña corrió hacia él y le entregó su pañuelo. Cuando sus ojos negros le sonrieron, él notó que su expresión ya no contenía desdén, sino que se había vuelto más suave, con una mirada de verdadero aliento e incluso admiración.

—Aquí está tu bandera —dijo. Y luego incluso agregó—: Te diré algo, realmente no tienes que ir.

Pero estas palabras llegaron demasiado tarde. Flegg había aceptado el reto, era un hecho, y ya empezaba a sentir una especie de anticipado resplandor de gloria.

Tomó el pañuelo, le lanzó un beso dramático a la chica y comenzó a subir los peldaños más bajos de la escalera.

Sin embargo, Flegg solo había subido unos tres metros, lo que podría haber correspondido a la parte superior de una ventana de un primer piso, cuando comenzó a reducir la velocidad, y se agarró con más fuerza a los peldaños de arriba. Aunque todavía no había medido la distancia de caída, de alguna manera sintió claramente que ya estaba anormalmente alto, con nada más que aire y un precario esqueleto de hierro entre él y el suelo que se alejaba.

Se sentía independiente de un apoyo sólido; sin embargo, según sus ojos, que miraban directamente hacia la plancha de hierro más allá, podría haber estado todavía de pie en los peldaños más bajos junto al suelo. La sensación de altura lo contagió fuertemente, se había convertido en una necesidad urgente de mantener el equilibrio, cada músculo de su cuerpo se volvió anormalmente alerta. Este no era un sentimiento desagradable, casi disfrutaba cada movimiento precario.

Por un momento, Flegg se detuvo. Había apoyado las rodillas contra los escalones y se había agarrado a los dos soportes laterales del hierro oxidado. Entonces, sus rodillas se aferraron lo mejor que pudieron, sus manos sintieron el hierro frío y arenoso. El óxido se desprendió y lo manchó con su polvo rojo; un gran trozo se desprendió y cayó sobre su rostro mientras miraba hacia arriba. Quería apartar esto de su ojo, pero el impulso fue, para su sorpresa, mucho menos poderoso que la voluntad de sujetarse con las manos contra los soportes laterales. Tuvo que sacudirse el óxido con un movimiento de cabeza.

Incluso entonces este movimiento brusco casi lo desequilibró, y su estómago tragó con frialdad por la conmoción repentina. Apoyó las rodillas con más firmeza, y aunque se obligó a reír ante este repentino miedo, su equilibrio realmente regresó. Con todo esto, apenas se había detenido. Ahora tiró de los soportes de la escalera de hierro, tan firmes como si hubieran sido clavados en una roca.

Miró hacia arriba, siguiendo el vertiginoso ascenso de los peldaños hacia el horizonte. Desde este ángulo, el gasómetro parecía más alto que antes. El cielo azul pareció descender y casi tocarlo. El enrojecimiento del óxido se disolvió en una sombra gris cada vez más profunda. Aunque era estable, visto en perspectiva desde unos pocos metros de distancia, este enorme segmento de chapa parecía haber perdido el soporte de su complemento invisible detrás.

Flegg bajó los ojos rápidamente y se concentró en las manos que tenía delante. Empezó a subir.

Desde abajo todavía se elevaban algunos gritos de los chicos. Pero la chica había dejado de gritar, probablemente estaba siguiendo cada paso de Flegg con ojos llenos de lágrimas. Volvió a imaginar su ceño y su boca, y de esta imagen extrajo una nueva fuerza con la que se agarró a los peldaños con más entusiasmo. Pero ahora notó que los gritos habían comenzado a sonar con un eco nuevo y desagradable, como si ya estuvieran lejos. Y Flegg no podía distinguir tan fácilmente sus palabras. Incluso a esta altura parecía haber penetrado en un estrato distinto de aire, porque ciertamente era más fresco, y por primera vez ese día sintió el ligero abanico del viento.

Miró hacia abajo. Sus amigos parecían sorprendentemente pequeños. Sus cuerpos habían desaparecido y solo veía sus caras vueltas hacia arriba. Quería saludar, demostrar de alguna manera una actitud despreocupada; pero luego instantáneamente se sintió frustrado cuando sus manos se negaron a soltar su agarre. Se volvió hacia los peldaños de nuevo con una sonrisa muriendo en sus labios.

Tragó con dificultad y continuó subiendo lentamente, mano tras mano, pie tras pie. Había subido diez peldaños cuando sus manos comenzaron a sentirse húmedas por primera vez, cuando de repente, como si una catástrofe lo hubiera alcanzado no gradualmente sino en un segundo abrumador, se dio cuenta de que tenía miedo.

Ya no podía taparlo, lo admitía con todo el cuerpo. Sus manos apretadas con lastimosa ansiedad, ahora estaban alerta hasta el punto de temblar, como si los nervios dentro de ellas se hubieran tensado durante tanto tiempo que ahora se volvían incontrolables. Sus pies ya no pisaron con firmeza los peldaños de debajo, sino que primero se acercaban tímidamente. De esta manera, su cuerpo perdió gran parte del equilibrio que había ganado. Los músculos de sus piernas y brazos parecían trabajar de forma independiente, ya no integrados con el ritmo del cuerpo.

Su cuerpo colgaba flojo de la escalera, sin nada debajo, salvo una caída de varios metros hasta el suelo; sólo sus manos y pies se alimentaban con la seguridad de un apego, la mayor parte de él descansaba colgando en el aire; sus brazos se rebelaron ante la tensión del ángulo de agarre, como si fueran patas de mosca que negaran todas las leyes naturales.

Por primera vez, cuando el miedo se apoderó de él, sintió que lo que había intentado era imposible. Nunca podría alcanzar la cima. Si a esta altura, aproximadamente la de un tercer piso, sentía este miedo, ¿qué sentiría cuando duplique esa altura? Pero su miedo todavía no poseía el matiz de la desesperación. Temía cada paso, pero se obligó a sí mismo a creer que en algún momento terminaría, no tardaría mucho.

Un recuerdo cruzó por su mente.

Se le ocurrió vívidamente, luego se desvaneció, porque sus ojos y su mente estaban continuamente concentrados en las barras de hierro oxidadas y los nudillos blancos de sus manos. Pero por un instante recordó haber caminado por su cuarto y haber visto que las ventanas estaban iluminadas, como si reflejaran la frialdad de la luz de la luna. Solo que no estaban tanto iluminados por la luz como por una sensación de espacio. Las ventanas parecían resonar con el espacio. Se había levantado de la cama y se había subido a una silla que estaba debajo de la ventana. Fue como había pensado. Fuera había espacio, nada más, un área ilimitada de espacio; sin embargo, esto no era antinatural, porque pronto sus ojos le habían proporcionado a lo que al principio parecía un infinito imposible la imagen de una inundación: una vasta llanura de agua tranquila continuaba hasta donde alcanzaba la vista. Las canchas de tenis y las casas más allá habían desaparecido. El agua plana e inmóvil se extendía hasta el horizonte distante. Lamía silenciosamente los lados de la casa y, a la luz de una luna invisible, parpadeaba y se lavaba oscuramente, ocultando grandes bestias misteriosas bajo su superficie negra y tranquila.

Esta agua lo atraía, deseaba saltar por la ventana y sumergirse en ella y dejar que su cabeza se hundiera lentamente. Sin embargo, estaba encaramado demasiado alto. Se sentía, solo en la ventana, infinitamente alto, de modo que la inundación parecía estar en miniatura a una gran distancia de abajo, ya que más tarde en su vida, cuando estaba enfermo, había visto los objetos de su dormitorio hacerse pequeños e infinitamente remotos en el febril reflejo detrás de sus ojos. Aislado en la ventanita, le había asustado el vacío que lo rodeaba, el cielo y el agua y el muro de piedra amarillento de la casa; había estado aterrorizado.

Entonces había pasado un acorazado. Se había despertado, salvado por la aparición del acorazado. Y ahora en la escalera tuvo la repentina esperanza de que algo tan grande y estable volvería a intervenir para ayudarlo.

Pero diez peldaños más arriba empezó a sudar con más violencia que nunca. Sus manos fluían con óxido húmedo, la carne dentro de sus muslos se teñía. Otro copo de óxido cayó sobre su frente; esta vez se quedó atascado en la humedad. Se sintió físicamente agotado. El miedo le agotaba las fuerzas y la precaria posición de su cuerpo le exigía un esfuerzo incómodo. De sus brazos extendidos dependía la mayor parte del peso de su cuerpo. Cada músculo estresado le dolía. Su cuerpo pesaba más a cada paso, se hundía bajo sus brazos como un saco de plomo. Sus piernas ya no le proporcionaban el apoyo adecuado; parecía como si necesitaran cada tirón de sus músculos para forzarse, como miembros independientes, cerca de la escalera.

El viento soplaba más rápido. Arrastró su abrigo, sopló alrededor de él, y emitió un eco extraño:

—No mires hacia abajo —le susurraba la sangre en las sienes—, no mires hacia abajo, por el amor de Dios, NO MIRES HACIA ABAJO.

A tres cuartas partes del gasómetro, Flegg comenzó a desesperarse. Todas las demás consideraciones lo abandonaron de repente. Solo quería llegar al suelo lo más rápido posible, solo eso. Nada más importaba. Dejó de trepar y se aferró a la escalera, jadeando. Muy lentamente, bajando los ojos con cuidado para poder levantarlos instantáneamente si veía demasiado, miró hacia abajo un peldaño, y otro más allá de su axila, más allá de su cintura, y los enfocó en el suelo debajo.

Volvió a mirar rápidamente hacia arriba.

Se apretó contra la escalera. Las lágrimas brotaron de sus ojos, rojos de vértigo. Los cerró, dejando fuera todo. Luego los abrió instantáneamente, temiendo que algo pudiera pasar. Debía vigilar sus manos, vigilar los peldaños, vigilar la plancha de hierro oxidada; ningún movimiento debía escapar de él; los puntales podrían soltarse crujiendo, todo el edificio podría balancearse. Aunque una razón que se desvanecía le decía que el gasómetro había permanecido firme durante años y seguía tan firme como un acantilado, sus sentidos horrorizados sospechaban que este era el único momento en la vida del edificio en el que soplaría un viento demasiado fuerte para él. El puntal defectuoso se rompería, todo el edificio se doblaría y se estrellaría contra el suelo.

Esta imagen se volvió tan clara que pudo ver las láminas de hierro doblarse como una tela cuando el enorme peso se hundiera en la tierra.

El suelo había retrocedido horriblemente, la caída ahora parecía aterradora, desproporcionada con la altura que había alcanzado. Desde el suelo, tal altura habría parecido indigna de importancia. Pero ahora, mirando hacia abajo, la distancia parecía haberse duplicado. Cada objeto familiar para sus ojos cotidianos —sus amigos, los postes de luz, una pared de ladrillos, un desagüe— se habían vuelto infinitamente pequeños.

Sus sentidos exigían que estos objetos fueran de un cierto tamaño acostumbrado. Alternativamente, el mundo de las chimeneas, las ventanas del ático y las molduras de los techos se volvían desagradablemente gigante a medida que se acercaban a sus ojos criados en el pavimento. Incluso ahora, las láminas de hierro que se extendían a ambos lados y arriba y abajo parecían haber crecido, él estaba perdido entre dimensiones enormes, cada vez más pequeño y aferrado como un niño perdido en un monstruoso desierto de óxido rojo.

Estas sensaciones desconocidas conmovieron sus nervios más que el peligro de caer. La sensación de aislamiento era abrumadora. Todas las cosas se volvieron extrañas de repente. Sin embargo, expuesto en los espacios de hierro, con los vientos interminables que soplaban a su alrededor, se sentía encerrado. Temblando y jadeando hasta el punto de sofocarse, dio el primer paso hacia abajo.

Abajo comenzó una conmoción. Una confusión de gritos se apoderó de él. Por encima de todo, podía oír la única voz de la chica que hasta ahora se había mantenido callada. Ella estaba gritando, un chillido agudo que se elevó en el aire incisivamente.

—¡Vuelve a ponerla, vuelve a ponerla, vuelve a ponerla! —parecía decir el grito.

De modo que Flegg, pensando que ella trataba de advertirle de algún nuevo peligro, se agarró a la escalera y miró hacia abajo de nuevo, durante una fracción de segundo, pero en ese tiempo vio suficiente. Vio que la chica tranquila gritaba y señalaba la base de la escalera de hierro. Vio que los demás se apiñaban a su alrededor, gesticulando. Vio que ella realmente había estado llorando.

—¡Vuelve a ponerla!

Y se dio cuenta ahora de lo que significaban las palabras: alguien había quitado la escalera de madera.

Estaba claramente en el suelo, con un contorno blanco como el dibujo de una escalera de un niño. Los muchachos debieron haber visto su primer paso hacia abajo, y luego, por diversión o por despecho, le habían quitado su único medio de retirada. Recordó que desde la base de la escalera de hierro hasta el suelo la caída era de unos seis metros. Consideró descender rápidamente y apelar desde la parte inferior de la escalera; pero previó que durante preciosos minutos se burlarían y discutirían, negándose a reemplazar la escalera, y sintió entonces que nunca podría arriesgar esos minutos, nervioso, con sus fuerzas fallando.

Además, ya se había dado cuenta de que todo el grupo se estaba alejando. Los chicos estaban alejando a la chica tranquila, ahora más preocupados por ella que por Flegg. El sentimiento de culpabilidad de la chica había llegado a un punto crítico al quitar la escalera. Ahora estaba histéricamente aterrorizada. Les estaba gritando que devolvieran la escalera. Ella, solo ella, la pasiva, sintió el terror que los esperaba a todos.

Pero sus gritos frustraron su propio propósito. Habían distraído por completo la atención de los demás; ahora era divertido provocar más gritos, fomentar esta nueva distracción, y se olvidaron de Flegg. Se estaban alejando. Lo estaban abandonando, despreocupados de que estuviera solo e indefenso en su amplia prisión de óxido. Su corazón gritó que se quedaran. Olvidó su desprecio en nuevos y terribles tormentos de autocompasión. Una sensación de inquietud se agolpó en su garganta, sus ojos ardían con lágrimas secas.

Pero se estaban alejando.

Ni siquiera sabían que estaba en dificultades. Así que Flegg no tuvo más remedio que subir más alto. Desesperadamente trató de deshacerse de su miedo, en realidad negó con la cabeza. Luego miró fijamente los peldaños que estaban inmediatamente frente a sus ojos, y trató de imaginarse que no estaba en lo más alto.

Subió un peldaño, luego otro, y de esta manera se arrastró más y más alto; hasta que debió haber estado a unos diez peldaños de la cima, sobre el quinto piso de una casa, y ahora quizás sólo tenía un piso más para subir. Imaginó que entonces podría estar acercándose a la plataforma de la cumbre, y para medir esta última distancia miró hacia arriba.

Sintió por primera vez un pánico más allá de la desesperación. Sus sentidos gritaban para soltarse, pero sus manos se negaban a abrirse. Estaba estirado sobre un perchero hecho por estas manos que no soltaban su agarre y por el terrible deseo de caer. Los nervios habían abandonado sus manos de modo que podrían haber sido huesos secos agarrados alrededor de los peldaños, ganchos de hueso fijados tal vez con la fuerza suficiente para agarrarse. Sus empeines fueron quemados por un calambre. El sudor le producía escalofríos. Sus riñones se aflojaron. Se mojó los pantalones. Se estremeció, se sintió mareado y se arrojó como un sapo sobre la estrecha escalera de hierro.

La vista de la parte superior del gasómetro había resultado endémicamente más espantosa que o que había debajo. Había una sensación de peligro material, no de caerse, sino de algo alejado e inhumano: una sensación de aislamiento espantoso. Soplaba un viento que nunca había conocido el calor de la carne ni la suavidad de las fibras verdes. Sus ojos ciegos se elevaron por encima del mundo. Era como el visor de hierro, sin ojos, de un dios antiguo. Era una presencia inconmensurablemente antigua, fuera de la connotación del tiempo; inhumana.

En esta cumbre, Flegg midió claramente la distancia total de su ascenso. Este horizonte cercano enfatizaba el espacio giratorio debajo de él. Vio claramente a un hombre caer a través de este espacio, ansioso por estrellarse con la fuerza enfermiza de una locomotora en la piedra debajo. El hombre giró lentamente en el aire, pero sus pensamientos corrieron más rápido de lo que caía.

Flegg, agarrando su cuerpo cerca del óxido, emitió pequeños sonidos de llanto a través de su boca. Temblando, estremeciéndose, comenzó a subir de nuevo, moviendo las rodillas y los codos hacia afuera como una rana, de modo que su estómago pudiera sentir los firmes peldaños.

¿Eran firmes?

Sus oídos se llenaron de un rugido caliente. Se apresuró a sí mismo, comenzó a trepar, desgarrando sus últimas fuerzas, susurrando palabras urgentes, sin sentido, para sí mismo.

Subió más alto. Llegó al peldaño superior y se encontró con la cara mirando fijamente una pared de óxido rojo. Parecía loco de terror. ¡Era el peldaño más alto! ¡La escalera había terminado! Sin embargo, no había plataforma.

Faltaban los peldaños superiores.

La plataforma sobresalía cinco pies intransitables por encima.

Flegg miró atónito, dando vueltas alrededor de su cabeza como un animal perdido; luego apretó las piernas en los peldaños inferiores y sus brazos más allá de los codos, hasta las axilas, pasando por los peldaños superiores. Y allí colgó, temblando, sin saber qué más podía hacer.

William Sansom
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




“Londres es un mal hábito que uno odia perder.”

William Sansom



"Mientras tres de las artesanas manipulaban los largos tablones de plástico —casi parecían planchas de asbesto mezclado con cabellos y cáscaras—, las otras dos colocaban un firme enrejado de bronce delante del manómetro, que ya había sido empotrado en una de las paredes internas. Las tres mujeres atareadas con los tablones montaban una especie de guardia improvisada en el umbral, y las dos que estaban adentro podían levantar la vista de su trabajo en cualquier momento para vigilar cualquier movimiento dilatorio de Margherita.
Pero Margherita se había acomodado en silencio en el borde de la cama y parecía contenta de estar allí sentada, mirando ociosa los preparativos de su nueva habitación, una habitación que, por supuesto, nunca había visto antes.
Sin embargo, no era muy diferente de todas las otras habitaciones del convento. Las paredes, pintadas al temple, eran de color verde claro; el linóleo reluciente que revestía el piso tenía el mismo color. Había pocos muebles: sólo su cama, una estructura simple y lustrosa de nogal, cubierta por una colcha de seda verde; un pequeño prie-dieu, tapizado con una tela similar; una mesa; y en un rincón una diminuta estufa eléctrica. Por lo demás, era una habitación despojada; las superficies de una limpieza inmaculada y el orden reinante eran indicios de que nadie la utilizaba. Un aire de melancolía todo, el mismo que aflora en el brillo mortalmente pulcro de las salas de estar de las casas en las afueras; salas pequeñas y cuidadas, que jamás reciben visitas, que día tras día esperan, cuando la luz de la tarde comienza a morir, que les llegue el susurro del polvo o que alguien deje caer un libro en su impoluta monotonía.
Pero era obvio que la luz de la tarde jamás había entrado en la habitación de Margherita, porque no había ventanas por donde pudiera entrar. Sólo en eso se diferenciaba de los otros cuartos, pero la diferencia bastaba y sobraba, porque el carácter de una habitación depende tanto de los ángulos bañados por la luz difusa como de cualquier otro detalle de la decoración. La nueva habitación de Margherita no tenía ventanas, entonces, pero estaba iluminada por tubos ocultos de luz eléctrica de un blanco azulado que daban una luminosidad similar a la luz de la tarde, pero incolora y proveniente de una fuente indefinida, y quizás por eso más monótona, porque su esencia misma era artificial. Esa luz iluminaba con inquebrantable severidad el ramillete de grandes margaritas blancas que la madre superiora había colocado en un florero junto al prie-dieu, como una muestra de su imparcialidad personal."

William Sansom
Una habitación pequeña




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