Alicia Steimberg

"A los 18 años empecé a escribir con una intención literaria. Me llevó veinte, hasta los 38, sentir que lo que estaba escribiendo estaba bien, que no era un libro de iniciación. Mandé mi primer libro a dos concursos. Al de Barral y al de Monte Avila, en Caracas. Salió finalista en los dos y eso sí fue una especie de diploma para mí. Me sentía segura en ese momento."

Alicia Steimberg



¿Cómo sucede que alguien llega a ser escritor o escritora? Genéricamente se llama escritor a alguien que escribe cuentos y novelas. Es cierto que los historiadores y los filósofos que escriben libros también son escritores. Y los poetas y los dramaturgos son escritores, y los que escriben el texto de una historieta, guiones para cine y avisos publicitarios, pero habría que ver cuánta gente los llama escritores. Yo voy a ocuparme específicamente de lo que vengo haciendo desde hace cuarenta años, debería decir cincuenta, y aun más, si pensamos que desde muy chica ya inventaba dentro de mi cabeza historias completas con comienzo, desarrollo y final, cuando me pasaba algo malo y tenía que consolarme sola (esto no es una queja contra mis padres, también a ellos les pasaron cosas terribles). Vistas en perspectiva, aquellas historias que yo me contaba a mí misma ya revelaban algo, tal vez una habilidad innata para inventar historias, o para convertir una historia trágica en algo más potable, más digerible para la tierna edad de la autora.

Un cachorro de escritor de ficción, con su don, o su soplo divino, de todas maneras tiene que aprender muchas cosas. A caballo del soplo divino, imita a los escritores ya “establecidos”, “reconocidos” o “consagrados” (ninguna de estas palabras es suficiente en sí misma para definir al que escribe; además pareciera que las calificaciones son lapidarias: los que entran en el establishment son despreciados por los que aman a los salvajes y a los transgresores; de los profesionales se dice que se venden por dinero y que pierden la frescura; a los salvajes y a los transgresores se les tiene miedo).

Para escribir, entonces, no hay más remedio que imitar a los escritores consagrados de nuestro tiempo, sumando un ingrediente personal que, si está ausente, cava la fosa del autor a medida que éste escribe. Esta parcial imitación o reescritura de nuestros contemporáneos la hacemos todos (menos Enrique Larreta, el escritor argentino que en su novela La gloria de don Ramiro, de 1908, hizo una reconstrucción del castellano del siglo XVI, cuando en España había moros y cristianos).

En la Argentina y en otros países, los talleres literarios son una invención reciente que celebro, porque ayudan a acortar el tiempo que se necesita para aprender los resortes del oficio. Esto no significa que antes de que aparecieran los talleres los escritores, como suele decirse, aprendieran solos, como aprendemos, aun antes de nacer, a chupar para alimentarnos. El bebé ya sabe chupar cuando sale de la panza de la madre; ahora podemos comprobarlo con las ecografías, donde se ve al futuro ciudadano chupándose el dedo dentro del seno materno. Más tarde caminará, cuando la maduración le permita pararse y andar. Claro que lo ayudaremos amorosamente, pero de nada servirá la ayuda si aún no ha llegado al punto de maduración necesaria. En cambio, a los seis años hay que enseñarle, más o menos laboriosamente, a leer y a escribir. De la misma manera, durante dos milenios y medio, los escritores han aprendido a escribir literatura leyendo libros. Muchos libros. Y siguen aprendiendo de esa manera.

Después de años de ejercer por mi cuenta y en secreto una de las actividades más nobles del hombre, sin mostrarle a casi nadie el resultado de mis intentos materializados en los tipos indecisos de la máquina de escribir de papá, una Remington portátil que dejaba adorables letras en el papel y en las copias con papel carbónico, mandé un original a un concurso. No quiero asustar a aquellos que se interesen por saber cuántos años me dediqué a esta solitaria actividad, porque fueron muchos, aunque no necesariamente el mismo número de años que le dedicaron otros que, como yo, alcanzaron el título de escritor, con más o menos las mismas cualidades, o mayores, en menos tiempo.

¿Quién o quiénes confieren ese título de escritor? Muchas personas, pero también algunas instituciones. Además de los concursos literarios, las editoriales que lo aceptan, el público que lee, que es y no es lo mismo que el número de ejemplares que se venden ni es tampoco un grupo humano homogéneo; los traductores que permiten la difusión del libro en otras lenguas; el tiempo que pasa y sostiene o deja caer el éxito y la popularidad; las modas.

Escuchando con gran interés a una persona que me relataba sus actividades agropecuarias, aprendí la expresión “novillo terminado”. Entiendo que quiere decir que el animal tiene edad, peso y otros requisitos necesarios para convertirse en alimento de seres humanos. Se podría decir que un escritor es un novillo terminado cuando otros escritores de más experiencia eligen su obra en un concurso, o en dos o tres concursos, aunque sea para una mención. ¿Y no hay otra manera?, se preguntarán ustedes. Parecería que esta forma de otorgar el título de escritor, o de comenzar un proceso que terminará por otorgarlo, con todos los defectos que pueda tener, es la forma más aproximada a la ecuanimidad y a la justicia.

¿Cómo es el proceso que convierte a alguien en escritor? No se sabe. Es imposible ver crecer una planta, aunque se sepa por qué crece. Es imposible seguir el movimiento de un rayo de sol que avanza imperceptiblemente por una pared y que, un rato después, al volver a prestarle atención, encontraremos en la pared de enfrente. Tampoco se ve el don inexplicable que permite el aprendizaje del oficio, tanto al escritor como a otros artistas. Es natural que así sea, porque los escritores de ficción deben ser artistas.

Un artista surge de la nada y luego lo descubren en Hollywood, o en una escuela de danza donde aparece con las zapatillas rotas, bailando como los ángeles. Leyendo biografías de escritores vemos que uno fue fotógrafo de plaza, otro dictaba sentencia en un juzgado, otro colaboraba con los nazis durante la ocupación en Francia, a otro lo mantenían los amigos porque el grado de su alcoholismo no le permitía trabajar. Y esto no sucede sólo en la provincia del arte y de las letras. Un ministro de Economía argentino de quien la opinión pública puede decir lo que quiera, pero no que era un asno, fue hasta segundo grado de la escuela primaria. Así como un chico de seis años, cuando le preguntan qué quiere ser cuando sea grande, dice: “¡Quiero ser bombero!”, un número indeterminado de adultos, si se les pregunta qué les gustaría ser si no fueran lo que son, dicen, o guardan en secreto, que quieren ser escritores, y no hay que tomarlos más en serio que al chico de seis años. En cambio, los que no piensan “quiero ser bombero (escritor)”, si sienten el deseo de escribir, escriben, aunque piensen alternativamente que lo que guardan en secreto es una joya o una basura, aunque nunca se animen a compararlo con un texto de un escritor reconocido como tal.

Cualquiera puede sentarse y escribir, salvo que sea analfabeto. Aquí hablamos de escribir algo cuyo propósito sea entretener, conmover... El principiante dirá pomposamente “escribir un cuento”; alguien menos refinado dirá “hacer un cuento”, a la vez que anuncia que tiene pensado escribir una novela. Tiempo después ha aprendido a llamar “textos” a esos escritos que antes llamaba cuentos, y el cuidadoso plan que tenía para la novela será reemplazado por una pequeña historia que le contó su abuelo, del tiempo en que él, el escritor, todavía no había llegado a este mundo.

“La gente escribe por muy diversos motivos”, dijo una vez una escritora al público. “Escriben para hacerse famosos, para perdurar en el tiempo, para ganar dinero, para difundir sus ideas, para hacer la revolución social”, continuó. “Yo –dijo finalmente– escribo para que no me interrumpan cuando hablo.”

Alicia Steimberg
Este texto, “Escribir o ser escritor”, es el primero que figura en Aprender a escribir, publicado por Aguilar en 2006



“Cuando escribo dejo todo de lado y estoy en continua transformación, cambio ideas, intento nuevos caminos. En esos momentos cuando pienso que finalmente encontré el rumbo es cuando me pierdo de nuevo. No tengo nada previsto al empezar a escribir, todo se genera en forma espontánea.”

Alicia Steimberg




“La literatura es un gran recorte porque no se puede contar la vida. La vida se vive y el pensamiento se piensa, ni siquiera llegan imágenes completas porque son casi imposibles de contarlos.”

Alicia Steimberg




"Se puede decir que Dios premió a Tártaro por su bondad. No sólo le consiguió una mujer cuya bondad iba pareja con la suya, sino que además le consiguió unos suegros de leyenda, dos seres de tal bondad que convertían en miel todo lo que tocaban. Había cierto problema con las moscas, pero valía la pena soportar esa molestia si se consideraba que, una vez traspasada la puerta de esa casa, quedaban afuera todos los seres malos del mundo.
Pero el mismo Dios que premió a Tártaro le mandó una desgracia. Un día estaba su suegra espantando, como de costumbre, las moscas que se juntaban con la miel de su bondad, cuando de pronto perdió pie y rodó por la escalera. Tártaro la encontró tirada al pie de la escalera, sin conocimiento, y, sin saber qué hacer, se puso a reír.
Años después, en medio de su risa blanda, bondadosa, Tártaro me contó que desde el accidente la señora no había vuelto a levantarse de la cama. Después de cinco años, murió. “Gracias a Dios, pobrecita, fue una liberación para ella y para nosotros”, dijo Tártaro. “La llevamos” (Tártaro se ponía cada vez más alegre) “al cementerio de Azul, su ciudad natal. El traslado nos costó bastante, pero ¡qué alegría tenemos todos de que ella esté donde siempre quiso estar!”."

Alicia Steimberg
Músicos y relojeros



"Yo ya no podía volverme atrás, de manera que aguanté la tormenta y pocos días después tenía un nuevo par de anteojos. Los que perdí, puesto que no podían servirle a nadie, aún deben dormir, cubiertos de polvo, en algún cajón de objetos perdidos del Colegio. Cubiertos de polvo, llenos de asombro, de dudas, y de una curiosidad terrible.
¡Cuántas cosas quería saber entonces y no me animaba siquiera a preguntar! ¿Cuánto dinero ganaría mamá? ¿Papá la habría querido? ¿Qué se sentía al practicar el coito? ¿Realmente se sufría mucho para tener un hijo? ¿La señorita Granate habría practicado alguna vez el coito? ¿Qué servirían de comer en casa de Lucila, la que venía al Colegio en un coche con chófer? ¿Papá me vería desde alguna estrella? ¿Se avergonzaría de su hija? ¿Sabría que yo seguía queriéndolo mucho, a pesar de que estaba muerto?
Y entre tanto yo tenía que aprender cosas: la vestimenta y costumbres de los griegos y los romanos, los tipos de vegetación en las distintas partes del mundo, con qué se desayunan los ingleses, ejemplos de monocotiledóneas, la aparición de la Virgen de Fátima a los pastorcitos, a dibujar el yeso de la flor de lis en una hoja de papel Canson número cinco, la letra de la plegaria, el número de amonestaciones con que se expulsaba a una alumna del Colegio, el sistema de faltas, medias faltas y reincorporaciones y cómo hacer para que la vieja que vendía sándwiches en los recreos la atendiera a una antes de que tocara el timbre que anunciaba que había que volver a clase. Usted comprenderá que era demasiado. Yo salía del colegio mareada, sin los anteojos, me sentaba en un tranvía equivocado y si el día era primaveral la fiesta en el prado estaba más hermosa que nunca; bajo la luna y las estrellas las niñas y los jóvenes bailaban y se reían y yo me sumergía en mi naranjada con fruición mientras cambiaba miradas pícaras con mi festejante de turno. Él me prometía que de allí en adelante iríamos siempre juntos a la fiesta en el prado. Nos sentábamos en el pasto a beber naranjada y comer sándwiches de miga sin cesar, charlando todo el tiempo.
[…]
Me estremecí. Había tomado un tranvía equivocado y en lugar de andar, como yo pensaba, por la calle Gaona, andaba por la avenida Las Heras frente al Zoológico. Bajé, espantada, y busqué en el bolsillo de mi delantal. No me quedaba un centavo, porque había gastado los diez centavos que me daba mamá todos los días «por si me pasaba algo» en tomar otro tranvía por la mañana, para escaparme del Degenerado.
Permanecí unos minutos parada ante el portón del Zoológico, mirando pasar a la gente que caminaba por allí porque tenía que caminar por allí, y no por haber tomado un tranvía equivocado. Habría vuelto a casa caminando, pero no conocía el camino y sabía que era muy lejos. De pronto vi el tranvía ochenta y nueve y recordé que era el que tomábamos cuando íbamos a pasear a Palermo. Pero no tenía dinero para el boleto. Supongo que hice lo que alguien me contó que había hecho en circunstancias parecidas. Detuve a una señora que me pareció seria y bondadosa."

Alicia Steimberg
Su espíritu inocente















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