Amalie Skram

En uno de los muelles donde atracaban los vapores de Christiania, había hace ya algunos años una casucha de madera, con el tejado plano y sin chimenea, de unos dos metros y medio de largo por algo menos de ancho. En sus dos paredes transversales se abrían sendos ventanucos, uno frente al otro. La puerta, que miraba al mar, se cerraba desde dentro y desde fuera con unos garfios de hierro que se enganchaban a armellas de este mismo metal.

En su día la habían levantado para que los barqueros tuviesen un techo bajo el que guarecerse de la lluvia y el frío del invierno mientras esperaban, ociosos, a que alguien requiriese sus servicios. Después, cuando los vapores pequeños empezaron a engullir más y más tráfico, los barqueros se marcharon con la música a otra parte y la casa pasó a ser refugio ocasional de todos y de ninguno. Los últimos en utilizarla habían sido unos canteros que pasaban a comer de dos en dos un verano que repararon parte del muelle.

Desde entonces nadie había vuelto a prestar atención a aquella vieja casucha, y si continuaba en pie era porque las autoridades portuarias no habían tenido la ocurrencia de echarla abajo y porque nunca recibieron quejas de que estorbase a nada ni a nadie.

Hasta una noche de invierno poco antes de Navidad. Caía una suave nevada, pero los copos se derretían antes de tocar el suelo, dejando aún más empapada y grasienta la capa viscosa que recubría los adoquines del muelle. La nieve se acumulaba en los faroles de gas y en las grúas a vapor como una funda grisácea llena de flecos, y al acercarse a los barcos se entreveía en la oscuridad que colgaba de los aparejos como guirnaldas entre los mástiles. El aire brumoso y gris hacía lucir las llamas de los faroles con un sórdido resplandor anaranjado, mientras que las linternas de los barcos tenían un brillo turbio y rojizo. De cuando en cuando, la campana de un barco rasgaba la atmósfera húmeda como un bramido brutal porque a bordo la tocaban para el cambio de guardia.

El policía que patrullaba por el muelle se detuvo delante de un farol a la puerta de la antigua casa de los barqueros y sacó su reloj para ver si la noche estaba ya avanzada, pero, al acercarlo a la luz, oyó lo que parecía el llanto de un niño. Bajó la mano, escudriñó por todas partes y escuchó con atención. No, no era eso. Vuelta a levantar el reloj. Allí estaba de nuevo el llanto, esta vez confundido con un tenue siseo. Otra vez bajó la mano y otra vez se hizo el silencio. Pero ¿qué tomadura de pelo era ésa? Empezó a olisquear, pero no descubrió nada. Por tercera vez acercó el reloj al resplandor del gas y en esta ocasión pudo ver en paz que ya iban a dar las cuatro.

Continuó con su ronda por delante de la casa no sin cierta extrañeza, aunque acabó llegando a la conclusión de que eran imaginaciones suyas o algo semejante.

Cuando, al cabo de un rato, desanduvo el camino andado y se acercó a la casucha, la miró de soslayo. ¿Qué era eso? ¿Acaso no estaba viendo a alguien moverse dentro? A través de las ventanas, los faroles del muelle iluminaban el interior de tal modo que la luz parecía salir de dentro.

Se acercó a echar un vistazo. En efecto, había alguien: una figura encorvada sentada en un banco debajo de la ventana e inclinada sobre algo que él no alcanzaba a ver. Un paso le bastó para doblar la esquina y llegar hasta la puerta. Estaba atrancada.

—¡Abran! —gritó al llamar.

Oyó el ruido de alguien al levantarse precipitadamente, luego una especie de chillido sofocado y después se hizo el silencio.

Volvió a aporrear la puerta repitiendo:

—¡Los de dentro, abran! Abran de inmediato.

—¿Qué ocurre? Dios mío, si aquí no hay nadie —contestó una voz asustada al otro lado.

—Abran. ¡Es la policía!

—¡Jesús, la policía…! Ay, Dios mío, si soy yo nada más, no estoy haciendo nada, solo estaba aquí, ¿entiende usted?

—Haga el favor de abrir ahora mismo o ya verá lo que es bueno. ¿Quiere…?

No llegó a acabar la frase, porque en ese mismo instante la puerta se abrió y él se apresuró a agacharse, cruzar el umbral y entrar en una habitación tan baja que a duras penas podía mantenerse erguido.

—¿Es que está loca? ¡No abrirle a la policía! ¿En qué estaba usted pensando?

—Perdóneme, señor policía… Ya ve usted que le he abierto.

—Y ha sido lo más juicioso —refunfuñó él—. ¿Quién es y quién le ha dado permiso para acomodarse aquí?

—Soy Karen, nada más —susurró ella—. Estoy aquí con mi hijo.

El policía inspeccionó más detenidamente a su interlocutora. Era una mujer menuda con el rostro fino y pálido, marcado por una profunda cicatriz escrofulosa en la mejilla y que estaba más derecha que una vela; no parecía aún adulta. Llevaba una prenda de abrigo de color castaño claro —una especie de capote o chaquetón cuya hechura denotaba que había conocido tiempos mejores— y una falda más oscura, reducida a jirones por abajo, que le llegaba a la altura de los tobillos y dejaba entrever unos pies enfundados en unas botas militares agujereadas y sin cordones. En el brazo sostenía un hatillo de harapos apretado contra el regazo, y por uno de los extremos del hato asomaba algo blanco: la cabeza de una criatura que chupaba un pecho escuálido. Se tocaba con un retazo de pañuelo anudado a la barbilla y por la nuca le asomaban unas guedejas. El frío la estremecía de la cabeza a los pies y, cada vez que se movía, de sus botas escapaba un sinfín de chapoteos y crujidos, como si caminara sobre una sustancia pastosa.

—No creía que molestara a nadie —continuó en tono quejumbroso—, estaba aquí el cobertizo…

El policía se sentía acongojado. Su primera intención había sido echarla de allí con contundencia y dejarla marchar después de amonestarla. Sin embargo, ver a esta pobre niña con su criatura miserable entre los brazos, pegada al banco, pero sin atreverse a sentarse por miedo y por humildad, lo conmovió.

—Pero en el nombre de Cristo… ¿qué haces aquí, niña mía?

Al percibir la ternura de su tono, el miedo de la joven dio paso al llanto. El policía cerró la puerta.

—Anda, siéntate —dijo—, que el niño pesa mucho para tenerlo en brazos. Ella se dirigió lentamente al banco.

—Bueno, bueno —intentó alentarla él mientras tomaba asiento en el banco de enfrente.

—Se lo pido por Dios, señor policía… deje que me quede aquí —le rogó la mujer entre lágrimas—. No molestaré a nadie… a nadie… Lo dejaré todo limpio… Ya ve usted… aquí no hay suciedad… Eso de ahí son mendrugos de pan —añadió señalando un atadijo de trapos que había en el suelo—. De día salgo a pedir… En la botella tengo un poco de agua… Deje que me quede aquí por las noches hasta que recupere mi puesto… si volviese la señora…

Se interrumpió y se sonó con los dedos, que luego se limpió en la falda.

—Y ¿quién es esa señora? —preguntó el policía.

—Yo servía en su casa… Tenía una colocación muy buena; cuatro coronas al mes y el almuerzo, pero entonces di un mal paso y tuve que marcharme, claro. La señora Olsen fue en persona a procurarme una plaza en la casa de maternidad; es tan buena la señora Olsen… Seguí sirviendo hasta el día que tuve que ir a la maternidad y guardar cama, porque la señora Olsen está sola y dijo que me tendría en su casa hasta que ya no pudiera. Pero entonces la señora Olsen tuvo que salir de viaje, porque es comadrona, y cayó enferma estando en el campo, y ahora dicen que no habrá vuelto hasta el día de Navidad.

—Pero, por el amor de Dios, no puedes ir de acá para allá con esta criatura mientras esperas a la señora. ¿Qué sentido tiene eso?

El policía la miró con aire contrariado.

—No tengo adónde ir —se lamentó la mujer—. Desde que murió mi padre ya no queda quien me ampare cuando mi madrastra me echa.

—Pero ¿y el padre del niño?

—El padre, claro —dijo con un gesto apenas perceptible—. A ése no hay quien lo meta en vereda.

—Pero sabes que puedes hacer que lo condenen a pagar por el niño, ¿verdad?

—Sí, eso me han dicho. Pero ¿cómo, si no lo encuentran?

—Dime cómo se llama y te garantizo que aparecerá —aseguró el policía.

—Quién lo supiera —dijo la joven con calma.

—¡Cómo! ¿No sabes cómo se llama el padre de tu propio hijo?

Karen se metió el dedo en la boca y empezó a chupárselo. Su cabeza cayó haciadelante. Una sonrisa boba y desvalida se pintó en su rostro.

—N… o… —susurró alargando las letras y sin sacarse el dedo de la boca.

—En mi vida he oído cosa igual —dijo el policía—. Y ¿cómo, en nombre del cielo, trabaste relación con él?

—Nos encontrábamos en la calle cuando oscurecía —le explicó ella—, pero no duró mucho porque desapareció y ya no volví a verlo.

—Y ¿no has preguntado por ahí?

—Sin parar, pero nadie sabe darme razón de él. Lo más probable es que haya encontrado trabajo en el campo, porque siempre andaba con caballos o con vacas; lo sé por el olor que traía.

—Pues sí que estamos listos —murmuró el policía—. Tienes que ir a registrarte en la Beneficencia —añadió en voz más alta— para que pongan orden en todo esto.

—No, no iré —replicó ella, repentinamente terca.

—Siempre será mejor ir a la casa de misericordia a que te den comida y cobijo que vivir como vives ahora —dijo el policía.

—Sí, pero cuando vuelva la señora Olsen… es tan buena la señora Olsen… me dejará servir en su casa, lo sé con seguridad porque me lo prometió… y conozco a una mujer que nos dará alojamiento por tres coronas al mes. Ella cuidará del niño mientras yo estoy en casa de la señora Olsen, y luego haré sus tareas cuando vuelva de trabajar con la señora. Todo se arreglará en cuanto haya vuelto la señora Olsen, y dicen que volverá para Navidad.

—Sí, sí, hija mía, cada quien es muy dueño de sus actos, pero aquí no puedes quedarte.

—Si solo estoy por las noches, ¿a quién le puede importar? Por Dios, déjeme, que el niño no chillará. Solo hasta que vuelva la señora… buen policía, solo hasta que vuelva la señora.

—Pero os moriréis de frío el pequeño y tú —dijo él contemplando sus míseros andrajos.

—Siempre estaremos mejor aquí dentro que en plena calle. Ay, señor policía… solo hasta que vuelva la señora.

—Mira, lo que tendría que hacer es llevarte a comisaría —dijo el policía, dudoso, rascándose detrás de la oreja.

La joven se abalanzó sobre él.

—No, por favor, por favor —sollozó agarrándose a su manga con los dedos helados—. Se lo suplico… en nombre de Dios… solo hasta que vuelva la señora.

El policía reflexionó. Tres días para Navidad, calculó.

—Bueno, bueno; de acuerdo —dijo al ponerse en pie—. Puedes quedarte hasta Navidad, pero ni un día más. Y fíjate bien: no debe enterarse nadie.

—Dios lo bendiga, Dios lo bendiga. ¡Muchísimas gracias! —exclamó ella.

—Pero tienes que marcharte a las seis en punto de la mañana, antes de que empiece a haber movimiento —añadió él al salir por la puerta.

A la noche siguiente, al pasar por la casucha, se detuvo a echar un vistazo. La joven estaba inclinada, recostada en el alféizar de la ventana. El perfil de su cabeza con el pañuelo anudado se dibujaba, tenue, contra el cristal. El pequeño mamaba de su pecho. No se movía, parecía dormida. Al romper el día, el tiempo cambió y empezó la helada. En las horas siguientes, el termómetro bajó de cero hasta doce grados. Hacía un frío lacerante y el aire estaba limpio y sereno. Las ventanas de la casa de los barqueros quedaron recubiertas de una gruesa capa de escarcha blanca que volvía los cristales totalmente impenetrables.

Para el día de Nochebuena el tiempo volvió a cambiar. A causa del deshielo, caían goterones por todas partes y casi era necesario ir con paraguas a pesar de que no llovía. Abajo, en el muelle, las ventanas de los depósitos quedaron libres de hielo y el estado del pavimento era peor que nunca.

Por la tarde, hacia las dos, llegó el policía. Había librado las dos últimas noches, con el visto bueno del médico, por unas fiebres pasajeras, y ahora iba a ver a alguien en uno de los vapores.

Su camino lo condujo por delante de la casa. A pesar de que ya había empezado a oscurecer, aun desde una distancia de varios pasos vio algo que lo impulsó a detenerse presa de una extraña inquietud: la mujer continuaba sentada exactamente en la misma posición en que la había dejado dos noches antes. El mismo perfil exacto contra el cristal. Cierto es que no hizo reflexión alguna, solo se quedó horrorizado ante esa exactitud petrificada. Lo recorrió un escalofrío. ¿Le habría ocurrido algo?

Corrió hacia la puerta; estaba cerrada. Rompió entonces un cristal, se hizo con una barra de hierro que pasó por la abertura y sacó el garfio de la armella. Después entró despacio y con mucha cautela.

Estaban muertos los dos. El niño, sobre la madre, aún en la muerte sujetaba el pecho con la boca. Le habían resbalado por la mejilla, desde el pezón, algunas gotas de sangre que se habían secado en su barbilla. Ella estaba terriblemente consumida, pero en su rostro se dibujaba una suerte de sonrisa tranquila.

—Pobre muchacha, bonita Navidad ha tenido —murmuró el policía secándose los ojos−. Aunque tal vez haya sido lo mejor para los dos. El Señor habrá tenido sus razones.

Volvió a salir, cerró la puerta y enganchó el garfio. Luego se apresuró a regresar a comisaría para dar parte del incidente.

El primer día laborable después de Navidad las autoridades portuarias dieron orden de derribar la vieja casa de los barqueros. No podían permitir que siguiera ahí, sirviendo de refugio a vagabundos de toda ralea.

Amalie Skram
La Navidad de Karen su nombre de soltera era Berthe Amalie Müller


















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