Elizabeth Strout

"Alargó la mano y tiró del bolso amarillo de piel hacia ella, buscó el móvil y se puso los auriculares; Elvis cantó I’ve Lost You. Dos años mayor que Mary, y de la misma pequeña ciudad de Misisipi en la que Mary había nacido, Elvis Presley siempre había sido su amigo secreto, aunque no lo había visto ni una sola vez, pues se la habían llevado volando a las tierras agrarias de Illinois cuando solo era un bebé para que su padre pudiera trabajar en una gasolinera que su primo tenía en un pueblo llamado Carlisle. Una vez, Elvis actuó a dos horas de donde vivía, pero con las niñas tan pequeñas no pudo ir a verlo. Oh, Mary había pasado más tiempo pensando en Elvis del que nadie podría haber imaginado, y de esa manera el placer de su imaginación –porque era su imaginación y nadie más podía saberlo– se había desarrollado muy pronto en su matrimonio. En su imaginación, había estado entre bastidores con Elvis; lo había mirado a sus ojos tristes y le había dejado ver que lo entendía. En su imaginación, lo había consolado por el comentario de que era «gordo y cuarentón» que un estúpido cómico había hecho en la televisión nacional; en su imaginación, habían pasado tiempo solos mientras él le hablaba de su ciudad natal y de su madre. Cuando murió, lloró en silencio durante días.
A Paolo le había contado sus fantasías con Elvis, y él la había mirado, con un ojo medio cerrado, había abierto los brazos y la había abrazado. La libertad. ¡Dios mío, la libertad de que te amen…!
[...]
Bueno, Mary lo hizo. Esperó hasta que sus cinco hijas fueron mayores, esperó hasta haberse recuperado del ataque al corazón que le dio cuando se enteró de que hacía trece años que su marido tenía una aventura –trece años con aquella mujer tan gorda–, luego esperó mientras se recuperaba del derrame cerebral que tuvo después de que su marido encontrara las cartas de Paolo –ya casi hacía diez años–, oh, él había gritado, con la cara encendida, la horrible vena de la sien a punto de reventar, pero en cambio había reventado dentro de ella, suponía que eso era parte del matrimonio, se le habían pegado sus venas hinchadas, y después esperó hasta que él superó el tumor cerebral que pareció desarrollar justo después de que le dijera que iba a dejarlo; así que esperó y esperó, y su amado Paolo también esperó, y ahí estaba.
¿Cómo se sabía? Nunca se sabía nada, y quien creyera que sabía algo iba a llevarse una buena sorpresa."

Elizabeth Strout
Todo es posible



“Cuando una persona se entusiasma de verdad con algo puede ser contagioso.”

Elizabeth Strout



"En el Museo Metropolitano de Arte, que se yergue enorme y con muchos escalones en la Quinta Avenida de Nueva York, hay una sección en la primera planta que llaman el jardín de las esculturas, y yo debo de haber pasado muchas veces al lado de esa escultura concreta con mi marido, y con las niñas cuando se hicieron mayores, pensando sólo en comprar comida para mis hijas y sin saber realmente qué hacía una persona en un museo de esas características en el que hay tantas cosas que ver. En medio de esas preocupaciones y necesidades hay una estatua. Y hace poco –en los últimos años–, cuando la alcanzaba la luz cubriéndola de un tinte magnífico, me detuve a mirarla y dije: ¡Ah!
Es una estatua de mármol de un hombre con sus hijos al lado, y el hombre tiene una terrible expresión de desesperación, y los niños parecen aferrarse a sus pies, implorantes, mientras que él mira el mundo con ojos atormentados, tirándose de la boca con las manos, pero sus hijos sólo lo miran a él, y cuando al fin me di cuenta, dije para mis adentros: Ah.
Leí el letrero, que explicaba que los niños se ofrecen como comida a su padre, al que están matando de hambre en la cárcel, y que los niños solamente quieren una cosa: que desaparezca el sufrimiento de su padre. Dejarán que se los coma, contentos, muy contentos.
Y pensé: Ese hombre sí que sabía. Me refiero a la escultura. Sí que sabía.
Y también el poeta que escribió lo que muestra la escultura. Él también sabía.
Me acerqué al museo unas cuantas veces expresamente para ver a mi hombre-padre hambriento con sus hijos, uno de ellos aferrado a sus piernas, y cuando llegaba allí no sabía qué hacer. Era tal y como lo recordaba, y me sentía confundida. Más adelante caí en la cuenta de que conseguía lo que quería cuando lo veía como a escondidas, cuando tenía prisa por ir a ver a alguien en otro sitio, o si estaba en el museo con alguien y decía que tenía que ir al servicio, para escaparme y verlo a solas. Pero no a solas de la misma manera que cuando iba completamente sola a ver al hombre-padre asustado y muerto de hambre. Y siempre está allí, salvo una vez que no estaba. El guarda me dijo que estaba arriba, en una exposición especial, ¡y me sentí insultada por que otros tuvieran tantos deseos de verlo!
Ten piedad de nosotros.
Se me ocurrieron estas palabras más tarde, al pensar en mi reacción cuando el guarda me dijo que la estatua estaba arriba. Pensé: Ten piedad de nosotros. No quisiéramos ser tan insignificantes. Ten piedad de nosotros: se me pasa por la cabeza muchas veces. Ten piedad de todos nosotros."

Elizabeth Strout
Me llamo Lucy Barton



“Es un regalo de la vida no saber lo que nos aguarda.”

Elizabeth Strout




“Es una estupidez que la gente dé por sentado que las cosas, por algún motivo, deberían ser justas.”

Elizabeth Strout



“La pena es algo privado.”

Elizabeth Strout




"Lo había visto por primera vez en un pleno municipal, celebrado en el gimnasio del instituto. Ella y Henry estaban sentados en sillas plegables en la parte de atrás y él se encontraba de pie junto a las gradas, cerca de la puerta. Era alto con los ojos hundidos bajo las pobladas cejas, los labios finos: un cierto tipo de rostro irlandés. Los ojos no amenazadores, exactamente, sino muy serios, mirándola con seriedad. Había tenido la sensación de que ya se conocían, pese a saber que era la primera vez que lo veía. Durante esa noche, se habían mirado en varias ocasiones.
Al salir, alguien los presentó y ella supo que había llegado de West Annett, donde enseñaba en la academia del pueblo. Se había trasladado con su familia porque necesitaban más espacio y ahora vivía junto a la granja de los Robinson. Seis hijos. Católico. Era altísimo y, mientras los presentaron, pareció conducirse con una cierta timidez, bajando ligeramente la cabeza con deferencia, sobre todo cuando estrechó la mano a Henry, como si ya se estuviera disculpando por despojar a aquel hombre del afecto de su mujer. A Henry, que no tenía ni idea.
Cuando Olive salió del instituto aquella noche de invierno para dirigirse con Henry al alejado aparcamiento donde estaba el coche, tuvo la sensación, mientras él le hablaba, de que la habían visto. Y ni tan siquiera había sabido que se sentía invisible.
El otoño siguiente, Jim O’Casey dejó su empleo en la academia y comenzó a enseñar en el mismo instituto que Olive, el instituto al que iba Christopher, y todas las mañanas, porque le venía de paso, los llevaba en coche a los dos y los traía de vuelta a casa. Olive tenía cuarenta y cuatro años y él cincuenta y tres. Por entonces ella se consideraba casi vieja, pero, naturalmente, no lo era. Era alta y el peso que acompañaba a la menopausia solo había comenzado a presagiarse, con lo cual, a sus cuarenta y cuatro años, era una mujer alta y recia. Y, sin una sola señal de advertencia, como un enorme camión silencioso que hubiera aparecido de improviso a sus espaldas mientras paseaba por una carretera secundaria, Olive Kitteridge se había visto arrollada por la fuerza del amor.
[...]
No se habían besado nunca, ni tocado siquiera, solo habían pasado uno muy cerca del otro cuando entraban en el despacho de Jim, un minúsculo cubículo contiguo a la biblioteca —evitaban la sala de profesores—. Pero, después de que él le dijo eso aquel día, ella vivió con una suerte de horror y un anhelo que a veces se le hacía insoportable. Pero la gente soporta las cosas.
Había noches en que no se dormía hasta la mañana; en que el cielo clareaba y los pájaros cantaban, y su cuerpo yacía aflojado en la cama y —pese al miedo y pavor que la embargaban— ella no podía detener aquella insensata felicidad. Después de una noche así, un sábado, se había quedado despierta e inquieta en la cama y luego se había dormido de golpe; un sueño tan profundo que, cuando sonó el teléfono junto a su cama, no sabía dónde estaba. Y entonces oyó que cogían el teléfono, y a Henry diciendo, en voz baja: «Ollie, ha pasado una cosa espantosa. Jim O’Casey se salió de la carretera anoche y se empotró contra un árbol."

Elizabeth Strout
Olive Kitteridge




"Los días se hacían más largos. Y más cálidos; la nieve se ablandaba poco a poco, dejando posos medio derretidos en los escalones y en las aceras, y en los bordes de las carreteras. Cuando Amy volvía a casa los días que se quedaba en la escuela a hablar con Mr. Robertson (tenía cuidado de salir a tiempo para llegar antes que su madre), la tibieza del día se había ido, y aunque el sol todavía brillaba como una hostia blanca y evanescente en el cielo lechoso, ella podía sentir, al caminar, con el abrigo abierto y los libros abrazados, el frío húmedo calándole el cuello desnudo, las manos y las muñecas. El cielo del final de la tarde sobre el campo de Larkindale, el muro de piedra que desaparecía tras una cuesta blanca, los troncos oscurecidos bajo la nieve que se derretía, todo anunciaba la primavera. Hasta las pequeñas bandadas de pájaros que cruzaban el cielo ofrecían una promesa con la forma silenciosa en que batían las alas.
A Amy le parecía que una barrera se había roto, que el cielo era más alto que antes, y, a veces, si no estaba pasando ningún coche, levantaba el brazo y lo agitaba en el aire. Se sentía llena de alegría al evocar los ojos entrecerrados y risueños de Mr. Robertson, y tenía una noción confusa y apremiante de todo lo que había querido y había olvidado decir. Pero, en su interior, también había pequeños retazos de tristeza, como si algo oscuro y vacilante se asentara en lo hondo de su pecho; a veces, al llegar al paso elevado, se detenía a contemplar los coches que corrían deprisa por la autopista, desconcertada por un sentimiento de pérdida, e intuía que este sentimiento estaba vinculado con su madre. Se apresuraba entonces a volver a casa, ansiando ver alguna señal de su madre en la casa vacía: las medias colgadas de la ducha, el talco de bebé en la cómoda; estos objetos la tranquilizaban, al igual que el ruido que hacía el coche al doblar en la grava de la entrada. Todo estaba bien. Su madre ya estaba en casa.
Y sin embargo la desilusionaba la presencia misma de su madre, sus ojos pequeños y ansiosos al cruzar el umbral, la mano pálida que revoloteaba tras unas hebras de pelo que se habían soltado del gastado moño a la francesa. A Amy le costaba identificar a aquella mujer con la madre que había estado echando de menos. Como se sentía culpable, corría el riesgo de mostrarse demasiado solícita. «Esa blusa te queda muy bien, mamá», decía, y se estremecía por dentro ante la desconfianza momentánea de los ojos de su madre, una desconfianza tan fugaz que ni Isabelle era consciente de ella; pasarían meses antes de que Isabelle recordara aquellas primeras chispas de advertencia que habían titilado en los confines de su mente."

Elizabeth Strout
Amy e Isabelle



“Mucha gente no es capaz de decir lo que les gustaría decir a quienes conoce bien.”

Elizabeth Strout




“Muchos recuerdos que tiene la gente no son exactos.”

Elizabeth Strout



"No se podía fingir. Se notaba en la forma de mirar, en el modo de entrar en una habitación, de subir las escaleras de un quiosco de música. «Sabemos que quedarnos mirando con indiferencia mientras nuestros congéneres, hombres, mujeres y niños, sufren males y humillaciones es acrecentar esos males y humillaciones. Somos conscientes de la vulnerabilidad de las personas que acaban de llegar a nuestra comunidad y no vamos a quedarnos de brazos cruzados mientras les hacen daño.» Bob, consciente de que todas las personas del parque (y ya no cabía ni un alfiler) estaban escuchando a su hermano, no moviéndose, paseando ni susurrándose, Bob, al ver que toda aquella gente parecía atrapada por una suerte de gran pañuelo que Jim extendía a su alrededor, no sabía que lo que en ese momento tenía eran celos. Sólo era consciente de que se sentía mal, cuando antes se había sentido esperanzado por el entusiasmo de Margaret Estaver, se había alegrado por lo que ella hacía y sentía; sin embargo, ahora había vuelto a invadirlo el hondo hastío de siempre, su asco de sí mismo, grandullón, zángano, incontinente, lo contrario de Jim.
Pero, pese a ello, el corazón se le inundó de amor. ¡Aquél era su hermano mayor! Parecía un gran atleta, alguien que había nacido con el don de la elegancia, que no tocaba el suelo al andar, y ¿quién sabía por qué? «Hoy hemos venido al parque, miles de nosotros, hoy hemos venido a este parque para decir que creemos lo que es cierto: que Estados Unidos es un país de leyes y no de hombres, y que protegeremos a los que acudan a nosotros para que los protejamos.»
Bob echó de menos a su madre. Su madre, con el recio jersey rojo que solía llevar. La imaginó sentada en su cama cuando él era pequeño, contándole un cuento para que se durmiera. Le había comprado una lamparita de noche, lo cual parecía una extravagancia en esa época, una bombilla enchufada directamente a la toma de corriente por encima del rodapié. «Marica» dijo Jimmy, y Bob pronto comunicó a su madre que ya no la necesitaba. «Entonces, dejaré la puerta abierta —sugirió ella. “Marica”—. Por si uno se cae de la cama o me necesita.» Era Bob el que se caía de la cama o se despertaba gritando con una pesadilla. Jimmy le insultaba cuando su madre no estaba presente y, aunque Bob sabía defenderse, en el fondo, aceptaba su desprecio. Allí, en el parque Roosevelt, mientras escuchaba el elocuente discurso de su hermano, aún lo aceptaba. Sabía qué había hecho. La bondadosa Elaine, en el despacho de la tenaz higuera, le había sugerido un día con mucha delicadeza que dejar a tres niños solos dentro de un coche al principio de una cuesta no era buena idea y Bob había negado con la cabeza: «No, no, no». ¡Más insoportable que el propio accidente era responsabilizar de él a su padre! Él era pequeño. Eso lo entendía. No hubo premeditación. Ni imprudencia temeraria. La propia ley no haría responsable a un niño."

Elizabeth Strout
Los hermanos Burgess



"Siguió haciendo un tiempo muy desagradable; el viento silbaba a través de las ventanas y llovía, y después nevaba brevemente y volvía a llover. A Cindy le pareció que la cosa se alargaba mucho. Uno de aquellos días recibió una tarjeta de las bibliotecarias con las que había trabajado. Tenía dibujada una flor y en su interior se leía: «¡Que te mejores!». Y todas la habían firmado. Cindy la tiró a la papelera. Llegó la enfermera y le cambió las sábanas, y Cindy se alegró de verla. Charlaron un poco, cordialmente. Pero cuando la enfermera se fue, Cindy volvió a la cama y se tapó con el edredón casi hasta la cabeza. Se puso el Pandora en el móvil, con los auriculares, algo que hacía cada vez más a menudo. Le parecía que ese día no iba a poder leer. No quería leer ningún libro. Y no le apetecía ver ninguna película en el iPad que Tom le había regalado precisamente para eso.
Cogió el teléfono y les envió mensajes a sus hijos, que estaban en la universidad. «Un día más —escribió—. ¡Os quiero a los dos!». Y al cabo de unos minutos ya había recibido las respuestas de los dos: «Nosotros también te queremos, mamá». El mayor le envió un segundo mensaje que decía: «¡Y buena suerte con la última!». Ella le respondió: «¡Gracias, cielo!», y adjuntó el emoticono de un beso. Habría querido seguir escribiendo, decirle: «Pero es que te quiero mucho mucho mucho». Pero no tenía sentido. Había tantas cosas que no podían decirse, y eso era algo que Cindy pensaba cada vez con más frecuencia, y cuando lo hacía, le dolía el alma. Pero estaba muy cansada, cansada de una manera que la ayudaba a rendirse a la fatiga mientras escuchaba música en su móvil. Se quedó amodorrada sin darse cuenta de que se dormía y por eso, al despertar, se sorprendió.
Hacia el final del día, Anita se pasó un momento a verla cuando volvía del trabajo y Cindy fue a sentarse con ella a la cocina. El marido de Anita —hermano de Cindy— podía quedarse sin trabajo y Cindy dijo: —Anita, tienes muchos frentes abiertos."

Elizabeth Strout
Luz de febrero



“Que no os dé miedo vuestra sed. Si os da miedo vuestra sed, seréis tan memos como el resto de la humanidad.”

Elizabeth Strout



“¿Quién sabe por qué las personas son diferentes? Nacemos con cierta manera de ser, creo yo, y después el mundo se encarga de cambiarnos.”

Elizabeth Strout




“Todo el mundo necesita sentirse importante.”

Elizabeth Strout



“Todos somos misteriosas mitologías. Todos somos misterios.”

Elizabeth Strout



“Vivimos en nuestra burbuja y ya no sabemos cómo viven y piensan los otros.”

Elizabeth Strout

















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