Hans Theodor Storm

A una muerta

Pero no puedo soportar
que, como siempre, el sol ría;
que, como cuando tú vivías,
marchen los relojes, toquen las campanas,
alternen sin descanso noche y día.
Que cuando decrece la luz diurna
llegue, como siempre, la noche 
y que otros ocupen el sitio en que te sentabas
y que nada parezca echarte de menos.
Entretanto, los rayos de la luna, 
filtrados y peinados por las rejas,
se entrecruzan sobre tu tumba 
y animados de una vida turbia y fantasmal
van y vienen sobre tu ataúd.

Hans Theodor Storm



"Allá fuera, en la calle, cerraba ya el crepúsculo. Reinhard sintió en su frente ardiente la caricia del aire fresco de invierno. Aquí y allá se veía, a través de los cristales de las ventanas, un árbol de Navidad ya iluminado; y de las casas llegaba el ruido de los pequeños pífanos y trompetillas de cobre, como también la gritería de los pequeñuelos. Grupos de niños mendigos iban de casa en casa, asomándose a las ventanas cerradas o encaramándose a las barandillas de las escaleras exteriores, con el fin de poder contemplar las magnificencias cuyo goce les era denegado. De cuando en cuando, súbitamente, se abría una de las puertas y una voz regañona, salida del resplandor interior, lograba alejar en la obscuridad de la callejuela a toda una bandada de semejantes huéspedes. Más allá se oía cómo desde el zaguán de la casa cantaban un antiguo villancico: eran unas voces claras de niñas. Pero Reinhard al pasar no las oía. Marchaba rápido de una calle hacia otra.
Cuando llegó a su casa había obscurecido totalmente. Tropezando con sus propias piernas, subió la escalera y penetró en su habitación. Un olor a dulce le sorprendió. Sin saber cómo, recordaba su hogar. Rememoraba el olor de su casa, con su madre, en Nochebuena. Con mano temblorosa encendió una lámpara. Vio un paquete muy voluminoso encima de su mesa, y cuando lo abrió, aparecieron aquellos pasteles de Navidad, que tanto conocía. En uno de ellos estaban las iniciales de su nombre, dibujadas con azúcar. Esto tan sólo podía haberlo hecho Isabel. Apareció luego ropa blanca bordada; puños y pañuelos y, por último, unas cartas de su madre y de Isabel. Reinhard comenzó por abrir esta última. Decía Isabel:
«Las iniciales de azúcar que contiene el pastel, bastarán para indicarte quién ha ayudado a prepararlo. Esta misma persona ha bordado también los puños. Nuestra Nochebuena será muy silenciosa. Mi madre hasta las nueve y media no abandona el torno de hilar. Pero este invierno, en que tú no estarás, nos sentiremos muy solas. El domingo último murió el pequeño pardillo que tú me regalaste. Yo lloré mucho, aunque ya lo temía. Cantaba todas las tardes cuando el sol se reflejaba sobre su pajarera. Mi madre cubría la jaula con un pañuelo, cuando cantaba con todas sus fuerzas, para obligarle a callar. Ahora en mi cuarto todo está más quieto y silencioso. Tu viejo amigo Erich nos visita de cuando en cuando. ¿Recuerdas lo que dijiste un día, que parecía un abrigo marrón? Yo siempre me acuerdo, y cuando entra por la puerta me vienen unas grandes ganas de reír. No lo digas a mi madre, porque se enfadaría mucho. ¿Aciertas lo que he regalado a tu madre por Navidad? ¿No lo adivinas? Pues, yo misma. Erich hizo mi retrato al lápiz carbón. Tres veces he tenido que permanecer sentada delante de él casi una hora. No me gustaba que el muchacho forastero aprendiese tan de memoria mis facciones. Pero mi madre lo ha querido, contra mi voluntad. Decía que con ello causaría un gran contento a la señora Werner.
«En cambio tú no cumples tu palabra, Reinhard. No me has enviado ningún cuento. Muchas veces me he quejado a tu madre, quien dice siempre que ahora tienes cosas más importantes que hacer, y no tales niñerías. Pero yo no soy de esta opinión. Sin duda debe ocurrir alguna otra cosa.»
Reinhard leyó después la misiva de su madre. Y cuando hubo leído ambas cartas, después de haberlas doblado lentamente, le entró una nostalgia aguda y dolorosa. Estuvo paseándose largo rato por la habitación. Hablaba en voz baja y como para sí mismo:

Me había extraviado,
cansado y abatido...
Ella, desde el sendero
me señaló el camino.

Luego fue a su mesa, tomó dinero y salió de nuevo a la calle.
Allá fuera todo estaba más silencioso. Los árboles de Navidad habían ido apagándose y el barullo de los pequeñuelos había cesado... El viento barría las calles solitarias y desiertas. Viejos y jóvenes se hallaban reunidos en sus respectivas casas. Comenzaba la segunda mitad de la Nochebuena.
Cuando Reinhard se encontró en las proximidades de la bodega de la Casa del Concejo, oyó el sonido del violín y el canto de la muchacha de la cítara. Al llegar junto a la puerta de la bodega, vio subir una sombra vacilante por la mal iluminada escalera. Reinhard alcanzó las casas vecinas y pasó rápidamente de largo. Poco después llegaba frente a la tienda muy iluminada de una joyería. Después de adquirir una pequeña cruz de coral se volvió por el mismo camino de antes."

Hans Theodor Storm
El lago de Immen



"Así pues, caminó sola por el amplio césped, bajo esos árboles que parecían llegar hasta el cielo, y al poco rato el joven, que hubo de quedarse rezagado, no la vio más. Ella caminó sin parar por solitarios parajes. Pronto dieron fin las arboledas y el terreno comenzó a descender. Reconoció claramente que caminaba sobre el lecho de unas aguas. Arena blanca y guijarros cubrían el suelo; había allí, esparcidos, cuerpos de peces cuyas escamas plateadas resplandecían a la luz del sol. Vio una grisácea y extraña ave en medio del lecho. Le pareció semejante a una garza, pero era de tal estatura que su cabeza, de ser levantada, sobrepasaría la de una persona. El pájaro mantuvo su largo cuello entre las alas y pareció dormir. María sintió miedo. Aparte de la inmóvil y misteriosa ave, no se apreciaba ningún ser vivo, ni siquiera el zumbido de una mosca interrumpía el silencio que la rodeaba. Éste parecía gravitar en aquel sitio como un espanto. Por un momento, el miedo la impulsó a llamar a su amado Andrés, pero no se atrevió a hacerlo: el sonido de su voz le parecía en ese desierto más horripilante que todo lo demás.
De suerte que mantuvo la mirada en el horizonte, donde parecían elevarse otras densas arboledas, y sin mirar siquiera de soslayo prosiguió su camino. No se movió la enorme ave cuando, sin ruido, se deslizó a unos cuantos pasos de ella. Por un instante, algo resplandeció bajo la blanca piel del párpado. Suspiró aliviada. Luego de dar unos cuantos pasos, el lecho del lago se estrechó hasta convertirse en un cauce de medianas dimensiones, que corría bajo un holgado grupo de tilos. El ramaje de estos inmensos árboles era tan denso que, a pesar de ser pocas las ramas, ningún rayo de sol lo penetraba. María continuó caminando por el canal. Bajo la alta y tupida bóveda de árboles se sintió impresionada por la imprevista frescura que la envolvía. Casi le parecía como si caminara hacia el altar de una iglesia. De pronto, sus ojos fueron heridos por una refulgente luz; los árboles habían quedado atrás y, delante de ella, se elevaban unas pardas rocas sobre las que ardía el sol más deslumbrante."

Hans Theodor Storm
La nube de lluvia



"Cuando, pasadas unas semanas, se habían marcado la línea del dique y entregado la mayor parte de los volquetes, llamó el Deichgraf a reunión, en el mesón de la parroquia, a todos los propietarios de las parcelas de tierra que se habían de separar del mar por el nuevo dique, como también a los de tierras situadas detrás del antiguo.
Se trataba de mostrarles un proyecto sobre el reparto de trabajo y gastos, y escuchar probables oposiciones, pues también los últimos verían disminuidos los gastos de conservación del dique viejo por quedar defendidos éste y sus compuertas por el nuevo, debiendo participar por consiguiente igualmente en los gastos de éste. Para Hauke, el proyecto había sido un trabajo pesado y, si no le hubieran mandado un escribiente y un recadero, por orden del Oberdeichgraf, no habría podido terminarlo a pesar de trabajar todos los días hasta bien avanzada la noche.
Cuando entonces, rendido, buscaba su lecho, no le esperaba su mujer fingiéndose dormida como antaño; hoy tenía ella también tanto trabajo, que por la noche caía rendida, como en el fondo de un profundo pozo, con un sueño imperturbable.
Cuando Hauke había dado a conocer su proyecto y había extendido sobre la mesa los planos durante tres días, se hallaban presentes hombres serios que, respetuosos, miraban su consciente laboriosidad y, después de tranquila meditación, se sometían a la propuesta económica de su Deichgraf; pero también había otros que se quejaban de que les quisieran hacer tomar parte en los gastos del nuevo Koog, habiéndose desprendido de sus parcelas, sus padres, ellos mismos, u otros propietarios no tenían en cuenta que, a consecuencia de los nuevos trabajos, sus antiguas tierras quedarían poco a poco libres de pagar tributos; y otros que tenían muchas parcelas en el nuevo Koog, vociferaban que las querían vender y las darían por poco dinero, pues, teniendo que pagar tantos y tan injustificados tributos, no se podrían mantener. Pero Ole Peters, que estaba apoyado en el marco de la puerta, gritó con cara feroz:
–Recordad primero, y después fiaos de nuestro Deichgraf.
¡Él sabe calcular bien! Ya tenía la mayor parte de las parcelas, cuando supo persuadirme para que también le vendiera las mías, y, cuando las tuvo, decidió hacer el nuevo dique.
A estas palabras siguió un penoso silencio en la reunión. El Deichgraf, de pie, al lado de la mesa sobre la que estaban extendidos los papeles, levantó su cabeza y miró a Ole Peters. –Bien sabes, Ole Peters –dijo–, que si me calumnias lo haces para que una buena parte del lodo que me tiras quede sobre mí. La verdad es que tú querías desprenderte de tu parte y a mí me hacía falta entonces para el pasto de los borregos, y si quieres saber más, te diré que aquellas frases sucias que proferiste aquí, de que yo era Deichgraf sólo por mi mujer, me despertaron, y os he querido demostrar que puedo ser Deichgraf por mis propios méritos, y así, Ole Peters, he hecho lo que ya debía haber hecho el Deichgraf que me antecedió. Pero si me tienes rencor porque tus parcelas hoy son mías, ya sabes tú que muchos ofrecen las suyas por poco dinero, sólo porque les parece demasiado trabajo."

Hans Theodor Storm
El jinete del caballo blanco


"El mundo se volvió cada vez más hostil hacia él; siempre que necesitaba de los demás, escuchaba como respuesta un reproche por el acto deshonroso de su juventud; y pronto escuchó esto allí donde ningún otro habría podido oírlo. Habrían podido preguntar: "Tú, que tienes brazos fuertes y puño poderoso, ¿por qué toleras esto, por qué no les impones silencio?" ¡En una ocasión, cuando un marinero maleducado insultó a su mujer diciendo que era una pordiosera, él había arrojado al hombre y casi le había destrozado el cráneo; y el alcalde, que se mostraba tan favorable hacia él, sólo con dificultad había conseguido arreglar las cosas entre ambos durante la audiencia de conciliación!
Pero esto era diferente; cuando una mano rozaba despiadadamente aquella herida abierta en su vida, cuando él solo creía que estaba ocurriendo eso, dejaba caer los fuertes brazos a ambos lados de su cuerpo, ya que no había nada que proteger o vengar.
Y sin embargo, en su pobre casa seguía habitando, junto a él, la felicidad. Sin duda, cuando su frente se tornaba demasiado siniestra, y su lenguaje demasiado lacónico y seco, ella huía aterrorizada; pero siempre regresaba, y se sentaba en compañía de ambos padres junto a la camita de la niña, y les sonreía y entrecruzaba sus manos sin que lo advirtieran. La alegría aún no se había ido del todo; la anciana se dedicó cada vez más al cuidado de la niña a medida que esta fue creciendo; de nuevo, Hanna iba, de vez en cuando, a trabajar, y ganaba algo de dinero. ¿Quién tuvo la culpa, pues, de que la alegría se fuera cada vez más frecuentemente, y de que estuvieran sentados cada vez más entre las desnudas paredes sin contar ya con la presencia de la grata compañera? ¿Fue la voluntad de las mujeres, o la ira, que llevaba mucho tiempo dormida en ambos y que, después de las grandes alegrías del amor, paulatinamente emergía desde lo profundo de manera cada vez más indómita? ¿O era la inexpiable culpa del hombre, que despertaba en él una amarga irritación? Hacía ya un tiempo que su antiguo patrón había fallecido de muerte repentina, y las cosas se empecinaban en no salir bien, en esas condiciones de miseria y desventura. John finalmente se resolvió a permanecer sentado junto al camino y ocuparse de picar piedras.
Era una noche de otoño; la niña debía de tener un año de edad; estaba acostada en la camita que el padre le había construido poco después del alumbramiento y dormía de modo tal que las cálidas gotitas perlaban la pequeña frente. Pero Hanna estaba sentada a su lado, malhumorada; tenía extendidos los pequeños pies, y un brazo colgaba sobre el respaldo de la silla: la niña aún no quería dormir, y la vieja madre, que usualmente le aligeraba la tarea, se había visto obligada a guardar cama a raíz de un ataque de gota."

Hans Theodor Storm
Un doble



"Yo sé que soy el más grande de los poetas líricos contemporáneos. Mis poesías vivirán largamente, incluso cuando mis narraciones habrán caído ya desde tiempo en el olvido."

Hans Theodor Storm







































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