Mario Soldati

"Asistimos a una exhibición triunfal, a una procesión inmensa, a una decoración ininterrumpida de viduños variados y conclusivos. A uno y otro lado de la autopista del Sol y luego, sin solución de continuidad, de la autopista Adriática, el espectáculo, en el esplendor de los colores del otoño, tiene algo de excepcional: sin nada más, en su longitud y su anchura. Y como el temperamento del pueblo emiliano y romañol resume el carácter de todos los temperamentos paduanos, piamonteses, lombardos, vénetos, y los presenta ya con una variedad de racionalismo o escepticismo toscano y del centro de Italia, de esta forma, más o menos, también se presenta el vino. Los italianos de Emilia y sobre todo los de Romaña, si no es que toda Italia, lo personalizan, o lo simbolizan, abundantemente, en dos tercios. Los vinos, cuando genuinos, no son quizás los más preciados de nuestra península: ni tampoco, estoy seguro, que son los más representativos por su humildad, frescura y agresiva vitalidad."

Mario Soldati
Vino al vino



"El vino es como un amigo que te da la mano en momentos de soledad."

Mario Soldati



"La humildad es esa virtud que, cuando se la tiene, se cree no tenerla."

Mario Soldati



"Nosotros estamos aquí. La muralla, resto de una fortaleza o de un convento medieval, circunda el bosque que hemos atravesado, y desde ella nos asomamos ahora, como desde una gigantesca terraza. El espectáculo ya se adivinaba entre las frondas y los troncos, mientras ascendíamos con indolencia: los rizos cándidos e inmensos del oleaje, oculto a nuestra vista por la mole de la muralla, se levantaban hacia el cielo, imprevisiblemente diversos como los fuegos de artificio: y con el acompañamiento, no menos variado e imprevisible, de estruendos, bramidos, vuelcos, chirridos y golpes. Ahora la concha de la bahía estaba ante nosotros, a nuestros pies, dos tercios de círculo: y el otro tercio era el mar abierto, olas largas y potentes que al invadir la concha parecían aún más grandes, como si crecieran desmesuradamente para romperse contra los escollos que había a nuestros pies y ante nosotros, en el otro extremo de la bahía, y para alcanzar las casetas de un pequeño establecimiento de baños, en la playa arenosa que se abre en medio de los escollos, justo en el centro de la bahía. Con movimiento alterno, pero de violencia desigual, el mar embiste y cubre ahora la playa en toda su longitud, casi da la impresión de que puede derribar las casetas, y después, al retroceder, las descubre, y deja ante ellas una pavorosa vorágine. Pero, no sólo las orillas: no sólo el rompiente, con sus enormes masas, rizos, estallidos de manantiales efímeros: no sólo las rocas rugosas y negras, que después de cada oleada, la fugaz espuma adorna por un momento con una maravillosa red de festones plateados, tan similar a la que se ve en mayo en las laderas de las montañas más altas, dibujadas por la nieve y los hielos derretidos: también fascina contemplar el agua y nada más que el agua, como si las orillas estuvieran lejos y nosotros volásemos en un helicóptero. Entre ola y ola, en los amplios y móviles abismos transitorios, casi jirones de viejo damasco, distendidos y alargados por su propio peso, el agua es de un color verdeamarillo, lívido, sucio, aunque el sol arda y brille en el cielo sin una sola nube: por el contrario, en las crestas, en los remolinos, en los choques entre la corriente que avanza hacia la orilla y aquélla, menos violenta, que ha sido rechazada por ella, dondequiera, en suma, que se transforma en espuma, es blanquísima, densa, como enjabonada o como crema montada, y aquí y allí dividida en capas diversas que se superponen, empujadas cada una por su corriente. Nos quedamos mirando, hechizados, y quizá un poco aturdidos, por el espectáculo siempre igual, y, sin embargo, siempre nuevo, del fragor que llena el aire, del brillo despiadado del sol. Hechizados y un poco aturdidos como en las noches de invierno, en el campo, frente a la gran llama de la chimenea. Y sin hacer caso empezamos a ver, al cabo de unos minutos, dos puntos negros en medio del verde y del blanco, casi en el centro de la bahía, colocados alternativamente, durante mucho rato, delante y detrás de la ola que iba hacia la orilla y hacia el mar abierto: como dos pequeños diques o boyas: y tales nos parecieron en el primer momento, hasta que vimos que eran dos bañistas. Con seguridad habían salido de la playa del establecimiento y ahora nadaban para volver a tierra.
El hombre normal intenta, mientras puede, no pensar en su último destino. ¡Figurémonos un grupo de veraneantes, a mediodía de un domingo, después de una charla y de algunos vasos de vino blanco! Por lo tanto, fue poco a poco, y casi contra nuestra voluntad, con desgana, que empezamos a damos cuenta de que los dos bañistas podían encontrarse en una posible dificultad. Ambos eran nadadores expertos y vigorosos: se advertía por el movimiento de sus brazos. Y se adivinaba mediante una reflexión instintiva: ¡de otro modo, tendrían que estar locos para meterse en el agua con aquel oleaje! Además de nuestra disposición de ánimo especialmente festiva, la gloria del sol y la idílica vista japonesa de la bahía inducían a considerar el oleaje como una fiesta, y a no ver ningún peligro en el prolongado baño de los dos valerosos, sí, sin duda, valerosos nadadores."

Mario Soldati
Un hombre en el mar











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