Peter Stamm

"Aunque nos habíamos arrimado a la hoguera, Agnes estaba helada. Dijo que iba a buscar su saco de dormir y se dirigió a la tienda. Se tornó invisible en cuanto salió del círculo iluminado por el fuego. Entonces escuché un gemido y un rumor. Me levanté de un salto y encontré a Agnes tendida en el suelo, a tan sólo unos metros de distancia del lugar donde habíamos estado. Ahora, de espaldas a la lumbre, podía verla perfectamente. Yacía en la arena húmeda, con las piernas extrañamente retorcidas. La levanté trastabillando y la llevé hasta la estera. Al cálido resplandor de la hoguera, su cara y sus labios relucían pálidos como un cirio. Introduje mi mano por debajo del jersey de lana gruesa y sentí los débiles latidos de su corazón. Tenía la frente húmeda y fría. Me senté a su lado, pronunciando una y otra vez su nombre y acariciándole la cabeza.
Me embargaba el pánico. Debíamos de estar a varias horas de distancia de la casa habitada más cercana, y ahora, de noche, habría sido imposible encontrar el camino en medio del bosque. Fui a buscar la cantimplora y vertí unas gotas de agua en la boca entreabierta de Agnes. Enseguida me di cuenta de la tontería que cometía dándole agua a una inconsciente, por lo que la alcé hacia mí y empecé a zarandearla. Ahora yacía en mis brazos, desmadejada y plúmbea. Por fin sentí cómo su cuerpo se resistía a las sacudidas y volvía en sí lentamente."

Peter Stamm
Agnes


"El arte es también un placer estético.”

Peter Stamm



"El arte tiene una especie de vitalidad, el arte trata de dar forma a lo incomprensible."

Peter Stamm



“El estilo no es solo el lenguaje, sino también el contenido, el universo en el que nos movemos."

Peter Stamm



"En su trayecto hacia la ciudad, el autobús cruzó una colina verde. A un lado de la carretera había un cementerio; al otro, un campo de fútbol. Enfrente de Kathrine había tomado asiento un hombre que llevaba cuatro puntos tatuados en el dorso de la mano, y una palabra en el brazo que Kathrine no conseguía leer. Lo vio por un instante, cuando el hombre levantó el brazo para apretar el botón de parada. Bajó en la estación del ferrocarril.
Kathrine siguió hasta el mar y entró en el acuario. For those who love the sea, decía un letrero. Casi todos los visitantes eran padres con niños, y Kathrine se sintió fuera de lugar. Vio medusas, tiburones, extrañas centollas, unos animales enormes de color rosa que una y otra vez trataban de encaramarse por la pared negra del fondo del acuario y resbalaban invariablemente hacia abajo. Por los altavoces se oía un piano como música de fondo. Los atunes tenían caras viejas y miraban seriamente. Había una sala oscura que parecía la cubierta de un barco pesquero. Kathrine fue leyendo los carteles de las paredes, escritos en inglés y en francés. Un mundo alejado del mundo, la captura sólo depende de las decisiones del capitán. Es, después de Dios, el único que manda en el barco. Kathrine pensó en Alexander. Seguro que él no creía en Dios. Como tampoco ella creía en él, ni la mayoría de la gente del pueblo, dijera lo que dijese Ian. Demasiado dura era la vida en el lugar donde vivían, no había tiempo para esas cosas. La profesión es dura, rezaba un cartel, no se vive al ritmo del día y de la noche, sino al ritmo del mar y de los peces.
Cerca de la salida había un tablón de anuncios para que los visitantes escribieran sus comentarios. I loved the spider crab because there big, decía una letra infantil. A Randy también le hubieran gustado, pensó Kathrine. En la tienda de souvenirs le compró una postal con las centollas y un barco para armar, más grande que el Verjneuralsk, el arrastrero de Alexander."

Peter Stamm
Paisaje aproximado



"Había estado nevando desde la mañana, pero la nieve se fundía, apenas tocaba el suelo. «Tengo frío», dijo Sophie, y se deslizó dentro de la galería a través de la puerta que alguien acababa de abrir. Un hombre alto y calvo había salido a través de ella con un cigarrillo en la boca. Se detuvo desagradablemente muy cerca de mí, como si nos conociéramos, y encendió el cigarrillo. «Esos cuadros son totales», dijo. Y al ver que yo no le respondía, se dio la vuelta y se alejó unos pasos. De repente parecía inseguro y algo perdido.
Yo seguía observando a través del escaparate. Sophie había ido hasta donde estaba Sonja, cuyo rostro se iluminó al verla. El hombre atractivo, que seguía de pie a su lado, miró a la niña con expresión algo turbada, casi ofendida. Sonja se inclinó hacia Sophie, hablaron unos instantes y la niña señaló hacia fuera. Sonja puso una mano a modo de visera sobre los ojos y miró con el ceño fruncido y una sonrisa confusa hacia donde me encontraba. Estaba casi seguro de que no podía verme en la oscuridad. Le dijo algo a Sophie y la empujó un poquito con la mano en dirección a la puerta. Por unos instantes sentí el impulso de huir, de dejarme arrastrar por la gente que regresaba del trabajo y sólo aparecía por un momento bajo la luz que salía a borbotones desde la galería.
Los transeúntes echaban un breve vistazo a aquellas personas elegantes y bien vestidas y continuaban andando con prisa, sumergiéndose en la muchedumbre, camino de casa.
No había visto a Antje desde hacía casi veinte años, aunque la reconocí de inmediato. Tendría ahora unos sesenta años, pero el rostro mostraba todavía un aspecto juvenil.
«Vaya», dijo y me besó en la mejilla. Pero antes de que pudiera responder algo, un joven de barbita ridícula se plantó a su lado, le susurró algo al oído y se la llevó tomándola del brazo. Vi cómo la condujo hasta un hombre de traje negro cuyo rostro conocía de vista o de los periódicos. Sophie había retenido al hombre que se había acercado antes a Sonja, y flirteaba con él, lo cual lo hacía cohibirse visiblemente. Sonja escuchaba sonriente, pero una vez más tuve la sensación de que sus pensamientos estaban en otra parte. Fui donde ella y le pasé el brazo por la cintura. Disfruté la mirada envidiosa del hombre, que le preguntó a Sophie qué edad tenía."

Peter Stamm
Siete años



"Por fin aclaró y Thomas pudo ver que había estado caminando todo el tiempo en paralelo al lago en dirección al oeste. Tomó entonces el siguiente camino vecinal que lo llevaba hacia el sur, cruzando una cumbre boscosa. Al borde de un claro pantanoso había varios robles muy antiguos cuyas ramas torcidas parecían, bajo la luz crepuscular, las garras de unos seres de fábula. Otra vez el camino ascendía, más tarde el silencio del bosque cedió paso de repente al rumor del tráfico, y Thomas se encontró en un mirador con una cruz y unos bancos, desde el cual podía ver, enfrente, el lago, mientras que a su derecha se extendía una amplia zona industrial con una ciudad de fondo. Había querido bordear el lago por su extremo oriental, pero ahora cobraba conciencia de que se había alejado varios kilómetros de la ruta planeada.
La empinada pendiente que tenía delante estaba toda edificada con casas dispuestas en terrazas. Se apresuró a atravesar la zona residencial. Luego enfiló por el llano rumbo al lago, pasando junto a edificios comerciales y bloques de viviendas. Allí, en el juncal, podría ocultarse durante el día mejor que en el bosque situado en la colina. Delante de un edificio residencial bastante deteriorado había un huerto con trazas de abandono. En uno de los canteros crecían algunas plantas de calabacines, y bajo las hojas blanquecinas a causa del rocío había una docena de frutos enormes, ya teñidos de amarillo. Thomas miró a su alrededor, trepó la valla y arrancó uno. Lo escondió bajo la chaqueta y siguió andando en dirección al lago.
Junto a la orilla había un camping. En el edificio de la recepción las persianas metálicas estaban bajadas. En un papel había un número de móvil al que se podía llamar durante las horas de apertura indicadas. No se veía a nadie en los alrededores. La mayoría de las caravanas parecían pertenecer a arrendatarios de larga estancia, estaban calzadas sobre tacos, tenían marquesinas, antenas de satélite en los techos y pequeños jardines delanteros con flores. Thomas había tenido la intención de echar una ojeada en busca de algún refugio, pero al ver en el borde de una franja de juncos un pequeño bote de remos, tomó una rápida decisión y se planteó llegar remando a la orilla opuesta del lago, en la que había menos edificios.
En ese punto el lago no tenía más de un kilómetro de ancho, pero le costó mantener el rumbo con aquel pequeño bote y avanzar. Unos aislados velos de niebla flotaban sobre el agua en calma. Incluso a esas horas de la mañana, el lago irradiaba un cansancio, una inercia y una gravidez que contagiaban a Thomas. Cuando se volvió para comprobar el rumbo, vio no muy lejos una embarcación de motor con una pescadora a bordo que recogía una red sostenida en el agua por una extensa hilera de bidones de plástico de color blanco. Thomas meditó acerca de lo que diría si la pescadora se dirigía a él, pero la mujer ni siquiera le prestó atención, iba recogiendo la red con movimientos repetitivos de la mano, al tiempo que liberaba los peces, que se sacudían mientras su barca se iba alejando con un tenue traqueteo.
A pesar del esfuerzo que le suponía remar, Thomas temblaba debido al frío que ascendía del agua. Pero antes de que alcanzara la otra orilla, el sol salió y el ambiente se tornó más cálido. Había puesto rumbo a un punto cubierto de bosque, pero no fue hasta aproximarse a él que descubrió que se trataba de la desembocadura de un río. Estando incluso a cierta distancia podía percibirse el ligero movimiento de la corriente, el agua turbia del río se mezclaba poco a poco con el agua clara del lago.
No consiguió remontar la corriente, que era demasiado fuerte. En una playa de grava rodeada de maleza y algunos árboles, bajó de la embarcación y la arrastró a tierra. Se sentó sobre un tronco sin corteza arrojado por las aguas y, con la ayuda de su pequeña navaja, cortó en pedacitos el calabacín y fue retirando las semillas."

Peter Stamm
Monte a través


"Quiero mostrar la interconexión entre mis novelas. Todas provienen del mismo universo."

Peter Stamm


"Siempre que pienso en María me acuerdo de una velada en que ella cocinó para nosotros. Estábamos ya sentados a la mesa del jardín cuando María apareció en el umbral de la puerta con una fuente llana en la mano. Tenía la cara al rojo vivo por el calor de la cocina, y estaba radiante y orgullosa de su obra culinaria. En ese breve instante sentí una pena infinita por ella y, con ella, por el mundo entero y por mí mismo, al tiempo que la amé como nunca antes la había amado. Pero guardé silencio, y María puso la comida sobre la mesa y cenamos.
Éramos cuatro, Stefan, Anita, María y yo, los que habíamos ido a Italia. Había sido idea de María visitar el pueblo de su abuelo. Éste había emigrado de joven a Suiza, hacía muchos años, y el propio padre de María ya sólo conocía su país de origen de las vacaciones que había pasado allí.
Nos alojamos en una pequeña casa de verano, un tanto desvencijada, en medio de una pineda junto al mar. En el bosque se veían casas diseminadas por doquier, la mayoría de ellas más grandes y más bonitas que la nuestra. No muy lejos de la urbanización había un paseo marítimo con restaurantes, hoteles y tiendas. La parte vieja del pueblo se hallaba un poco más tierra adentro, al pie de las colinas.
Pero como no teníamos coche nos quedamos casi siempre en nuestra casa de la parte nueva. Sólo en una ocasión tomamos un taxi después de desayunar y nos fuimos al pueblo viejo.
En las calles no se veía un alma. De vez en cuando pasaba un automóvil. Desde una ventana abierta oímos ruidos de cocina, y más tarde vimos a dos mujeres vestidas de luto. María iba a preguntarles por su abuelo, pero cuando nos acercamos desaparecieron por un portal. Encontramos un pequeño bar que estaba abierto. Nos sentamos a una mesa y tomamos algo. María preguntó al dueño si en el pueblo vivía una familia con su mismo apellido. El dueño se encogió de hombros y dijo que él era del Norte, y que sólo conocía a las personas que frecuentaban su local. Y aun de éstas, en muchos casos, sólo sabía el nombre de pila o el apodo."

Peter Stamm
Lluvia de hielo


"Veinte años más tarde. El despertador de la radio toca I got you, babe. Una mano golpea sobre el despertador y la música se acalla. Un hombre se levanta, se queda durante un momento sentado al borde de la cama, con el rostro oculto entre las manos. Entonces se pone de pie y sale de la habitación. Lo seguimos hasta el cuarto de baño, luego hasta el pasillo. La cámara da un giro y se aparta de él, se desplaza hacia la ventana y, a través de ella, mira hacia fuera. Hay allí una calle en un barrio pobre. El asfalto está húmedo, pero, a juzgar por la ropa de los viandantes, no hace frío. Como si respondieran a una orden, los extras comienzan a moverse. Un hombre con un ramo de flores pasa como cada mañana, dos mujeres de treinta y tantos años, de largo cabello negro, probablemente extranjeras. Ambas llevan vaqueros y camisetas blancas, una de ellas lleva colgado un bolso pequeño de color azul claro. Caminan a algunos metros de distancia la una de la otra; no obstante, parecen hacer juego, como clones, como hermanas que no saben nada la una de la otra. Se abre entonces la puerta de una casa. El hombre de antes sale a la calle. Lleva el pelo revuelto, y tiene cara de sueño. En la esquina, se compra un vaso de café. Luego camina en la misma dirección que han tomado antes las dos mujeres.
De la acera parten dos escalones que conducen hacia un recinto situado un nivel más abajo. Sobre la puerta puede leerse un cartel: Videocity. Dentro, en el cristal, han colgado otro cartel rojo: Closed. El hombre abre la puerta con la llave, entra y le da la vuelta al cartel. Huele a humo de cigarrillo. El recinto permanece a oscuras aun después de que el hombre encienda la luz. En las paredes hay estanterías llenas de vídeos, y en el extremo posterior del recinto hay un mostrador con una caja registradora y un pequeño aparato de televisión. La puerta que está detrás conduce a un cuarto diminuto con baño, una vieja nevera sobre la que reposa una manchada máquina de café y un armario tambaleante que parece recogido del punto limpio. El hombre conecta el televisor y la caja registradora y pone el café. Sólo entonces se quita la americana.
No viene nadie en toda la mañana. Hacia el mediodía, entra a la tienda una mujer bajita, tal vez de unos cincuenta años, y echa un vistazo. Lleva puestos unos zapatos azules y una chaqueta de hilo. Tiene cierta expresión de consternación en el rostro. Hace entonces como si se hubiera equivocado de puerta. Sin decir palabra, se marcha de nuevo. Es algo que sucede con frecuencia: la gente entra aquí y luego desaparece sin un motivo visible. A veces echan una ojeada a través del escaparate, y otras veces entran con cualquier pretexto."

Peter Stamm
Los voladores
























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