Sarah Holland-Batt

El Jaguar

Brillaba como un insecto en el sendero:
esmeralda iridiscente, escarabajo navideño fuera de temporada.
Puntos metálicos en la pintura como residuos del lecho de un río,
rechinantes asientos de piel de cierva. Verde botella, lo llamaba mi padre,
o también bosque.  Un tormento que trajo sin antes probarlo,
vintage 1980 XJ. Una insurrección contra su tembladera.
El único postor, ganó la subasta sin esfuerzo
al siguiente día que el doctor le dijo que pintara una raya
a sus años de manejo. Mi madre no habló
durante semanas. Resplandecía en el sendero terracota,
un gato salvaje saltando eternamente en el cofre,
depredador, el cromo deteriorándose bajo el sol,
ornamento de la locura de mi padre,
impecable y milagrosa, hasta que empezó a juguetear,
pintó los asientos de piel con acrílico
así que se descascararon y agrietaron, levantó la palanca de cambios,
hizo un hoyo en el tablero con una navaja Stanley,
bajó el asiento del conductor tan bajo
que tú no podías ver por encima del tablero. Durante meses
lo manejó aunque mi madre le suplicara,
lo manejó como si estuviera castigándola,
peligrosamente rápido en los callejones,
luego aceleraba en la autopista, a toda
velocidad, aunque se estaba quedando ciego de un ojo,
aunque mi madre y yo rehusáramos subirnos,
y por primera vez en años mi padre
estaba feliz —estaba feliz de estar manejando,
él estaba feliz de que mi madre y yo
estuviéramos sufriendo. Finalmente sus arreglos
lo destruyeron, el carro que siempre quiso y espero
por tanto tiempo para comprar, ahí estaba como un cadáver
en la cochera, como una lápida, como un ataúd
pero no es símbolo ni metáfora. No puedo ganar nada de esto.

Sarah Holland-Batt




El regalo

Mi padre está en el jardín en su silla de ruedas
adornado con hibiscos del verano
como un santo en una estampa del siglo diecisiete.
Una guirnalda floreciente zumba alrededor de su cabeza
rojo apasionado. Él sostiene el regalo de la muerte
en su regazo: pequeño, oblongo, envuelto en negro.
Ha estado esperando diecisiete años para abrirlo
y está impaciente. Cuando le pregunto cómo está
mi padre llora. Su llanto llega como una visitación,
el cuerpo extrayendo tiernamente lágrimas de sus vasos
como una enfermera contando gotas de calamina
de una botella ámbar, como un adolescente en el lavado de carros
exprimiendo espuma de una gamuza. Es una especie de milagro
ver a mi padre derramando lágrimas así tan libremente, derramando lágrimas
por lo que se le debe. ¿Cómo estás? Le pregunto de nuevo
porque su respuesta depende del microclima de un instante,
sus estados de ánimo florecen y se retiran como una anémona
mientras las corrientes frías giran alrededor suyo
llorando un minuto, sereno el siguiente.
Pero este día mi padre está desconsolado.
Estoy teniendo un mal día, dice, y vuelve a intentar.
Estoy teniendo un mal año. Estoy teniendo una mala década.
Me detesto por notar su poesía —el triplete
que no debería ser hermoso para mis oídos
pero lo es. Día, año, década —escala de terrible economía.
Quiero darle su regalo pero no es mío
para darlo. Estamos sentados como madre e hijo en la noche de navidad
esperando a que llegue la medianoche, anticipando
el momento en que juntos podamos abrir su regalo
primero mi padre llevándolo hasta su oído y sacudiéndolo,
luego yo ayudándole a quitarle el papel,
el peso de su muerte tocando
y una vez que la caja esté desenvuelta será mía,
cargaré el regalo de su muerte interminablemente,
cada día sabré que se abre en mí.

Sarah Holland-Batt




Nessun Dorma

 Cuando veo por primera vez el cuerpo de mi padre
es apenas después de medianoche, su rostro bañado
en muda luminiscencia, una desolada sábana blanca
tirada rígidamente hasta su cuello—y recuerdo
como hacia el final de su vida
todo lo que mi padre quería era ver a Pavarotti,
su rostro malva en la luz lunar de su laptop,
repitiendo un concierto en LA en 1994 una y otra vez.
Al principio los tensos coros murmurando nessum dorma,
nessum dorma, luego entran las vibrantes cuerdas,
Il Principe ignoto, Calaf —ceño lívido,
cabello encrespado por el sudor, ojos cafés
como los de un sabueso —abre su garganta, alcanzando el trino alveolar
en dorma como un redoble de tambor, truenos, cuero, coñac,
tabaco, regaliz, anís, la oscura riqueza emergiendo,
la apertura de su boca no es bastante amplia
para el sonido que brota, la cabeza de mi padre gira
como un girasol para absorberlo todo,
los aldeanos insomnes bajo amenaza de ejecución,
buscando un nombre al amanecer, los jardines nocturnos
erizados de lirios, áster, flor de luna, jazmín
la cámara acercándose al rostro de Pavarotti,
sus hombros duros como el hormigón, la insensible Turandót
arriba en su fría recámara, estrellas como puntas de cuchillos
encima de ella, y Calaf ardiendo en su secreto,
ma il mio mistero è chiuso in me, Pavarotti cantando
ahora desde abajo de su frente, su barbilla hundida
como la de un buzo. Sólo sus cejas como acentos,
tenuto, marcato, moviéndose, el coro ligero como neblina
a la deriva en —debemos morir, debemos morir—
el pozo de la boca de Pavarotti profundizándose,
su cabeza tirada hacia atrás
por la fuerza de su voz —crisol de metal virgen,
derrame ardiente— tramontate, stelle,
y después de alcanzar la cuarta octava culminante,
el heroico Si, y el La sostenido,
reclina su cabeza y cierra los ojos,
la boca muy abierta y extasiada, como la boca de mi padre
estaba abierta cuando murió, sabiendo que la actuación
había terminado, esperando la tenue lluvia de aplausos.

Sarah Holland-Batt


















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