Vikram Seth

"Había llegado a amar también los lieder. Cuando trabajaba en Un buen partido, que tardé varios años en acabar, Schubert salvó mi alma. Me encantaba cantar música clásica india, pero rasguear el tanpura para cantar un raga me hacía pensar de nuevo en el libro, algunos de cuyos personajes eran músicos indios. No me permitía evadirme del trabajo; y sin embargo, si no podía cantar, mi vida era insulsa. Fue entonces cuando una amiga inglesa, Jackie Shipster, que en aquella época vivía en Delhi, me animó a cantar algunas canciones del Winterreise de Schubert con ella al piano. Posteriormente, un amigo austríaco, Christoph Cornaro, también pianista, me tentó a hincarle el diente a Die Schone Müllerin, a la que por alguna razón me había resistido. Me volví completamente adicto a ambas obras, y a muchas otras canciones. Pero fueron las seis canciones que Schubert compuso a partir del poema de Heine las que nunca me abandonaban y siguen acompañándome ahora, desde el irónico encanto de «Das Fischermadchen» hasta la simplicidad y tristeza de «Ihr Bild», y el grotesco horror, cercano a la locura, de «Der Doppelganger».
Estas canciones, que son algunas de las últimas obras que escribió Schubert, forman parte del ciclo de canciones compilado póstumamente con el título de Schwanengesang. De haber conocido más poemas de Heine antes de su muerte, a los treinta y un años, ¿qué otras maravillas habría compuesto? Mis amigos melómanos me reprochan que no aprecie del todo las adaptaciones de Schumann de largos textos de Heine; pero cambiaría todas las canciones y todos los retóricos posludios de Dichterliebe y Liederkreis por un poema más de Heine musicado por Schubert.
Un día, estaba echándole una ojeada a una edición de los ciclos de canciones de Schubert cuando observé que la introducción había sido escrita por Max Müller, el gran estudioso del sánscrito del siglo XIX. Ello se debía a que su padre, que había muerto tan joven como Schubert y a quien el joven Max prácticamente no conoció, fue el poeta Wilhelm Müller, que escribió la letra de Winterreise y Die Schone Müllerin. Aunque se trata de una simple coincidencia, y aunque la introducción en sí misma no era interesante, ese parentesco cercano entre el sánscrito y Schubert me proporcionó un peculiarísimo placer.
Christoph, mi amigo pianista, era el embajador de Austria en la India, y la primera vez que fuimos debidamente presentados fue después de que la boda de mi hermana Aradhana fuera bendecida en la Capilla Vaticana de Delhi. La ceremonia civil en el registro y la ceremonia hindú en nuestro jardín tendrían lugar al día siguiente. La razón de que hubiera una ceremonia católica era que el novio, Peter Launsky-Tieffenthal, era un joven diplomático austríaco y, como casi todos los austríacos, católico;
Y ahí había otro vínculo, ahora en mi propia familia, que me relacionaba con el mundo de habla alemana. Pero ni siquiera mis lazos con un querido cuñado eran capaces de reconciliarme con el idioma tras esos dos días pasados en el archivo de Yad Vashem. Los mismísimos verbos apestaban. No podía escuchar La pasión según San Mateo de Bach, la obra musical occidental que más amo. Ni siquiera podía escuchar lieder. El inglés de Peter es tan bueno como el mío, pero de vez en cuando, aunque de manera titubeante, intercambiaba con él alguna palabra en alemán. Ahora, sin embargo, era incapaz. La lógica y la justicia me decían que era absurdo, pero era como si el propio lenguaje me provocara imágenes que no podía disipar ni soportar. Al escuchar un poema en el que las rosas silvestres y las peras doradas se inclinan sobre un lago frecuentado por cisnes, yo oía: «... Das Vermogen ist nicht verfallen, sondern durch Einziehung aufdas Deutsche Reich übergegangen... [La propiedad no ha quedado abandonada, sino que mediante confiscación ha pasado a propiedad del Reich alemán...].»
Al cabo de unos meses me obligué a leer las cartas que los amigos de la tía Henny le habían escrito tras la guerra, junto con sus propias respuestas, de las que había guardado copia. Lentamente, a través de la humanidad, la decencia, y sí, el cordial pero levemente malicioso chismorreo de estas cartas, el sumergirme en la vida cotidiana de aquellas personas corrientes desplazó, o quizá se sobrepuso, a mi anterior repugnancia. De nuevo era capaz de leer el idioma: mi ciega aversión se había calmado; y con el tiempo incluso mi antiguo amor, ahora más profundo y más afligido, revivió."

Vikram Seth
Dos vidas


"Las ramas están desnudas, el cielo esta noche es de un violeta lechoso. El viento riza el agua negra hacia mí. No hay nadie alrededor. Los pájaros están quietos. El ruido del tráfico en Hyde Park llega a mis oídos como un ruido blanco.
Me siento, perdido en mis pensamientos como el día anterior y miro el agua de la Serpentine.
Ayer, mientras caminaba de vuelta por el parque, me detuve en la acera. Tuve la sensación de que alguien se había detenido detrás de mí. Seguí andando. El sonido de los pasos me siguieron a lo largo de la grava. Iba sin prisas, al mismo ritmo que yo. Luego, de repente, mi mente se aceleró. El eco pertenecía a un hombre que llevaba un abrigo negro y espeso, muy alto, de elegante porte, aunque no pude verle bien la cara. Su sentido de la prisa era evidente. No quise cruzar en ese estado Bayswater Road, así que me detuve de nuevo, esta vez en el camino con forma de herradura. Oí un leve sonido. Miré a izquierda y a derecha, pero no había nadie.
Al acercarme a Archangel Court, soy consciente de ser observado. Entro en el pasillo. Hay flores, una mezcla de garberas y follaje en general. Una cámara inspecciona el pasillo. El edificio parece extremadamente seguro.
Hace unos días la joven tras el mostrador del Etienne me dijo que parecía un hombre feliz. Pedí siete croissants. Cuando me dio el cambio, dijo que yo era un hombre feliz. La miré con incredulidad y se explicó diciendo que yo siempre estaba tarareando. Con un cierto rictus de amargura le dije, avergonzado, que en realidad ése era mi trabajo. Otro cliente entró en la tienda y me fui.
Cuando puse mis croissants semanales-todos excepto uno-en el congelador, me di cuenta de que estaba tarareando la misma desafinada melodía de una de las últimas canciones de Schubert:
Veo a un hombre que mira hacia arriba
y se retuerce las manos de dolor.
Me estremezco cuando veo su rostro
y lo que la luna me revela.
Puse el agua para el café, y miré por la ventana. Desde el octavo piso pude ver St Paul, Croydon, Highgate. Pude mirar a través del parque marrón ramificado las agujas y torres de las chimeneas de más allá. Londres me perturba en una altura en la que no se percibe campo claro a la vista.
Pero no es Viena. No es Venecia. No es, por lo demás, mi ciudad natal en el norte, al alcance claro de los páramos."

Vikram Seth
Una música constante




"Todos los que conocían a la señora Rupa Mehra sabían lo mucho que adoraba las rosas y, en particular, las fotos de rosas, por lo que en casi todas las postales de felicitación que recibió por su cumpleaños había reproducciones de esas flores de varios colores y tamaños. Esa tarde, sentada con sus gafas de leer en el escritorio de la habitación que compartía con Lata, iba a examinar algunas antiguas postales con un propósito práctico, aunque el proyecto amenazaba con superarla, pues podía despertarle el recuerdo de antiguas emociones. Las rosas rojas, las rosas amarillas, incluso una rosa azul aquí y allá, se combinaban con cintas, imágenes de gatitos y una de un cachorro de perro de aspecto culpable. Manzanas, uvas y rosas en un cesto; ovejas en un campo con un fondo de rosas; rosas en un jarrón húmedo color peltre con un bol de fresas al lado; rosas teñidas de violeta y adornadas con hojas que no parecían de rosas, acompañadas de espinas romas y verdes, casi tentadoras: postales de cumpleaños enviadas por la familia, por amigos y conocidos de toda la India, e incluso del extranjero... Todo le traía recuerdos, tal como su hijo mayor acertaba a señalar.
La señora Rupa Mehra miró por encima los montones de postales de Ario Nuevo antes de regresar a las rosas de cumpleaños. Sacó unas tijeras de un bolsillo de su gran bolso negro e intentó decidir qué postal tendría que sacrificar. Era muy raro que la señora Rupa Mehra comprara una postal para enviar a nadie, por muy querida que fuera esa persona. El hábito del ahorro había calado profundamente en su mente, y a pesar de que llevaba ocho arios privándose de cualquier pequeño lujo, enviar una felicitación de cumpleaños era un deber casi sagrado. No podía permitirse comprar postales, de manera que las fabricaba. De hecho disfrutaba con el rito creativo de diseñarlas. Fragmentos de cartulina, pedazos de cinta, trozos de papel de colores, pequeñas estrellas plateadas y cifras adhesivas y doradas se abigarraban al fondo de la más grande de sus tres maletas, y todo ello iba a serle ahora de utilidad. Las tijeras se pusieron en posición y cortaron. Tres estrellas plateadas se separaron de sus compañeras y acabaron pegadas (con la ayuda de un pegamento prestado: ése era el único elemento que la señora Rupa Mehra, por temor a que el tubo se agujereara, no llevaba consigo) sobre tres esquinas de la parte delantera de un trozo de cartulina blanca sin nada escrito. La cuarta esquina, la del noroeste, podría contener dos números dorados que indicarían la edad del destinatario.
A continuación, la señora Rupa Mehra hizo una pausa, pues seguramente la edad del destinatario sería un detalle ambivalente en el presente caso. Su madrastra, tal como nunca dejaba de recordar, era diez años más joven que ella, y quizá considerara que la acusadora cifra de «35», aun cuando —o quizá precisamente por eso— las cifras fueran de color dorado, denotaba una inaceptable disparidad, quizá incluso unos inaceptables motivos. Las cifras doradas fueron dejadas a un lado, y una cuarta estrella dorada se unió a sus compañeras en una estructura de inocua simetría."

Vikram Seth
Un buen partido








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