Adalber Salas Hernández

"Creo en el poema como un modo de ejercitar una crítica del lenguaje, de profesar la sospecha activa. Vivimos en un mundo convulso, donde ocurren simultáneamente numerosas formas del desarraigo, donde se ejercen violencias sutiles y obvias. Hay que aprender a decir esta realidad, contra la inercia del lenguaje, del pensamiento ansiolítico, de las costumbres y su modorra. Hay que aprender desde cero a decir esta realidad con cada poema."

Adalber Salas Hernández


“El poema también puede ser una máquina del tiempo.”

Adalber Salas Hernández




“La poesía es la explosión de los futuros posibles de la lengua.”

Adalber Salas Hernández



"Me gusta la ambigüedad de las palabras. Creo que es una forma de resistencia. Cuando las palabras escapan de su sentido convenido, cuando se nos resbalan de las manos, cuando producen sentidos nuevos: allí me encuentro, fascinado. La ciencia de las despedidas, al igual que Salvoconducto y en cierta medida Nuevas cartas náuticas son indagaciones sobre la violencia. Poemas que procuran, como buenamente pueden, responder a la pregunta por el sufrimiento humano, el sufrimiento que nos infligimos. Poemas interpelados por el horror. Y en este sentido son textos que se zambullen en la memoria. En la memoria individual, dando cuenta de hechos violentos que he padecido o atestiguado, y en la memoria histórica. O en otros términos: son textos escritos en la intersección entre la memoria personal, con sus violencias menudas, y la memoria grupal, con sus violencias de proporciones casi míticas."

Adalber Salas Hernández




"No sabría decir a ciencia cierta qué es para mí la poesía. O mejor dicho, se me ocurren varias definiciones. Una crónica vital. Un vehículo de denuncia. Un espacio en el que el lenguaje se mira a sí mismo, como diría Elisa Díaz Castelo. Una crítica del pensamiento automatizado, de los prejuicios y las ideas recibidas. Una cristalización obtenida cuando se somete la materia de la lengua a altas presiones: diamantes vocales. Una manera de enunciar la experiencia y, al hacerlo, transformarla. La poesía es para mí todas estas cosas, aunque no todos los días y no simultáneamente. Es la explotación –o mejor: la explosión– de los futuros posibles de la lengua.

Robert Frost dijo, célebre y desafortunadamente: la poesía es lo que se pierde en la traducción. Como si se tratara de un proceso que manejara una sustancia inestable, volátil, que se evaporara si la miramos con demasiada insistencia. Una afirmación química. Pero la traducción literaria no es un balance de pérdidas ni un juego de traiciones. Antes bien, se trata de una forma más de la producción textual; una peculiar, pues tiene por punto de partida un texto en lengua ajena. Al traducir, escribimos. Y aquello que no podemos llevar de una lengua a otra no se pierde: se reinventa. 

Pero habría que preguntarse, ¿qué texto es del todo original? La originalidad carga nuestros hombros con el peso ingenuo e injusto de los mitos mal comprendidos. Suele esperarse que los autores ocultemos nuestras influencias, que nos presentemos como singularidades –lo desean numerosas editoriales, que así venden mejor; lo desean muchos profesores de literatura, que pueden llenarse la boca hablando de prodigios; lo desean casi todos los autores, con narcisismo mal disimulado. Esta postura me resulta incomprensible. Entiendo mi lugar de autor como un lugar de paso: mis textos son encrucijadas para otros textos, mi voz está hecha de una multitud de voces. Me acerco a este oficio celebrando las influencias, las afinidades, los transvases, las contaminaciones."

Adalber Salas Hernández



Penélope

(Toma 1)

Lleva años así, dicen. Años
ya sin cáscara, enjutos.
Trabajando en la misma tela
demorada, sus manos
han aprendido a moverse
como peces sin ojos, sin
necesidad de que algo
las guíe. Años tejiendo
un larguísimo tapiz,
escena tras escena,
a puerta cerrada. Años,
demasiados,
hilando figuras con el escrúpulo
de quien ensarta venas
en un cuerpo, con el cariño
demacrado de quien trata
a un huérfano. Desteje
cada noche la tela, dicen.
Pero se equivocan.
La tela se alarga y se alarga
igual que todos estos
años flacos, sumando
nuevas figuras a su
historia sorda: hombres
echados que apenas
se alimentan de flores,
gigantes de un solo ojo
de madera, criaturas brutales,
mitad mujer, mitad pájaro,
boquiabiertas. Marineros
perdidos, ahogados, devorados,
convertidos en cerdos. Y,
en medio de todo, Odiseo
navegando preciso y cansado
hasta llegar a las costas
desmemoriadas de su isla,
disfrazándose de mendigo
para entrar a su propia casa,
traspasando la puerta justo ahora.

Adalber Salas Hernández




Viajamos: es el espacio que nos deletrea.
Si hubiera un dios que velara por nosotros, un
dios para los tránsitos, las bifurcaciones,
las desviaciones, debería ser entonces un dios
minúsculo. Mientras miro por la ventana
del tren cómo se escapan los edificios, niños
que corren asustados, imagino ese dios cuyo
nombre sería un misterio porque inadvertidamente
lo habría dejado en el asiento de un avión.
No tendría ritos ni templo, no ofrecería consuelos
ni pruebas, no elegiría tribu alguna. Nadie le
daría una palabra en maitines o completas, sus
oraciones serían las madrugadas en blanco
pasadas en estaciones de autobús o en aeropuertos,
con la respiración enlodada porque a esa hora
llueve en los bronquios. No conversaría con otros
dioses que, de todos modos, tampoco existen.
Apenas diría su canción a quien con él fuera.
No castigaría el robo o el adulterio: sabría
que todo camino es un robo y toda palabra
un adulterio. Tendría demasiados hijos como para
escoger a uno que lavara nuestros pecados; en
cambio, nos forzaría a migrar, como si se pudiera
absolver la distancia de su vastedad, de su miedo.
Andaríamos tanto, que ya sólo se nos podría
reconocer desde lejos. Su única función consistiría
en encargarse de que los relojes siguieran trabajando,
para que las partidas ocurran, para que no
se filtrara aquí la eternidad. Sería el dios de los
vuelos retrasados, las taquillas cerradas, el olor
a orina y semen dormido de los baños públicos.
Haría de mí apenas cuerpo entre los cuerpos, ya sin
el suplicio de la abstracción. Cambiaría mis ojos
por carbones amargos, volvería mis manos animales
remotos. Me reduciría a la certeza geométrica
y voraz del movimiento. Me mostraría que la
vigilia no es un estado, sino una tarea de destrucción.

Adalber Salas Hernández



XVIII

El mar es, antes que cualquier otra cosa, una catástrofe. En su sentido original de vuelco súbito, de cambio inesperado, de final repentino.

Un cuerpo abrumador que se desploma. Imposibles de prever su rabia espumante, sus calmas espesas, su docilidad. Temible su quijada.

Es por ello que los mareantes han buscado siempre conjurarlo, aplacarlo, sobornarlo. Es por ello que la historia de la navegación puede ser contada a través de sus supersticiones, sus exorcismos, sus encantamientos.

Antes del radar o el sonar, antes de la navegación satelital, estaba la navegación sacrificial.

Adalber Salas Hernández





XIV – Algunas supersticiones y creencias de los marineros fenicios

(Historia Naturalis, Plinio el Viejo)

El marino que halle sal en su almohada en la mañana en que partirá,
morirá ahogado.

Avistar aves gordas significará pesca flaca.
Vientos suaves indicarán corrientes violentas.

Quien sueña con peces ha sido favorecido por el dios Yam.

Al transportar vino por mar, los mercaderes deberán temer la sed de Lotan, la sierpe de los abismos marinos.

Quien sueña con peces, terminará con la respiración escamosa.

El marino que, lejos de la costa, encuentre arena bajo las uñas,
morirá a manos de otro hombre.

El vuelo de las gaviotas es engañoso:
entregan presagios falsos para luego cebarse en la carne de los marinos muertos.

Para asegurar una pesca abundante, la noche antes de zarpar toma un ojo de pescado, rebana la pupila y cómelo. Luego de pasar la noche en vela, dejr la pupila en la puerta de tu casa.

Quien sueña con peces, verá a su enemigo morir en la arena.

Para asegurar el éxito en una expedición de guerra, las naves deberán ser lavadas con sangre de caballo.

La nave que lleva grillos a bordo no se pierde en altamar.

De noche, si alguna de las estrellas se mueve de sitio, quiere decir que la nave será azotada por la hambruna.

Quien sueña con peces, criará perlas en los pulmones.

El alga roja es la sangre coagulada que los dioses marinos derraman en sus reyertas.

Llevar pan en altamar trae la desgracia, pues todos seremos levadura.

Las ratas de un barco chillarán cuando haya tierra cerca.

En altamar, los fuegos fatuos son las almas de los que en vida no vieron en mar.

Si un miembro de la tripulación muere, será necesario arrancar sus dientes y lanzarlos por
la borda, para que su espíritu no devore el viento de las velas.
El cuerpo deberá ser enterrado en la costa más cercana.

Quien sueña con peces, hallará plumas en la boca de su amante.

Los sacrificios antes de la navegación sólo serán propicios si los realiza un sacerdote que no tenga hermanos en el mar.

Los ahogados cultivan corales en el fondo marino. De ellos se alimentan.

Adalber Salas Hernández



XX

Cuando empieza a manifestarse el escorbuto, pequeñas bolas sanguinolentas brotan bajo la piel. Si las tocas mucho, revientan.

Los brazos se desploman sin previo aviso. Las manos se aflojan y dejan caer lo que estén sosteniendo. Queda el miembro guindando, como si fuera de alguien más.

Manchas púrpura empiezan a colonizar las extremidades inferiores. Al principio son unas pocas, pero crecen con rapidez. Es la sangre estancada y aturdida.

Hemorragias en los intersticios, en las articulaciones, bajo las uñas.

Las encías se hinchan e infectan, los dientes se caen.

Las heridas se niegan a cicatrizar; las pasadas se abren nuevamente. Algunos afirman que parecen bocas tomando aire para hablar.

Edemas atestan el interior de las piernas. La piel y los ojos adquieren una tonalidad amarillenta. Una fiebre sin sol se arrastra por todo el cuerpo.

Adalber Salas Hernández










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