Ana Clavel

"A mí la literatura me parece una suerte de espejo negro en el que se revelan cosas inusitadas y que suponíamos no estaban allí.  Paul Valéry dijo algo que arroja luces sobre el tema: “lo que llevo de desconocido en mí es lo que me hace ser yo”. Justamente la literatura nos ilumina esas zonas desconocidas que de pronto nos permiten descubrir que hemos vivido una vida falsa y que esos espacios ignorados son los que realmente nos definen. Entonces nos damos cuenta no solo de que podíamos haber tenido otra experiencia vital sino que podríamos haber escrito sobre ella. Creo que a la literatura le corresponde un papel valiosísimo en la conformación de seres humanos más íntegros, más completos y ¿por qué no?, más gozosos en un sentido nietzscheano, es decir, en esta suerte de plenitud de lo humano que se vincula con apropiarse de la dimensión terrenal y sagrada. Y tal vez de una manera no tan consciente, lo he venido indagando de una novela a otra."

Ana Clavel



Después del paraíso, la sombra

Supe que se trataba de un día inusual desde que vi el globo azul posarse ante mis pies como una caricia del viento. Redondo y pleno era la manifestación de un símbolo o una señal. Sentí la tentación de inclinarme a recogerlo pero entonces, la fracción de segundo que dura una duda, el globo siguió su camino, su flotación ligera, y se posó frente a la cochera de mi vecina. Ella salía a dejar a su hijo a la escuela y sin miramiento alguno lo enfrentó. El globo azul cedió a la violencia del ataque y reventó bajo una llanta. Mi vecina se alejó mientras yo me acercaba al agonizante. Lo tomé entre las manos como el despojo de un deseo y, triste, lo arrojé a una alcantarilla.

No quise pensar más en el asunto pero el globo volvía a infl arse en mi memoria negándose a morir. Me imaginaba camino al trabajo con el globo azul en las manos, la cara del vigilante para embromarme al decir que aquel no era el Día del Niño, la expresión burlona de Marita y de mi jefe: “¿Dónde fue la kermés?”

(En realidad, no habría habido ninguna expresión de mi jefe, quien sólo me habría mirado con un gesto de obtuso desdén.)

Subida al metro no cesaba de suponer las difi cultades para mantener la integridad del globo azul entre toda aquella gente, pero por más razones que esgrimiera una parte de mí sabía que todo aquello eran excusas: me había negado a levantar el globo, a recoger su ilusión perfecta y correr el riesgo de que cambiara mi vida.

Todo mundo sabe que la vida está llena de trivialidades, hechos menudos y rutinarios. Un polvo que se acumula a diario sobre nuestros corazones. También, de alguna manera, todo mundo espera que entre ese mar de situaciones que llamamos “vida diaria”, estén las oportunidades del azar, la suerte, esa lotería instantánea que no es otra cosa que el momento de intersección donde nuestros actos encuentran su correspondencia con la circunstancia. Entonces se desencadena una maquinaria invisible: el cambio que podría llevarnos a otra vida, el puente para dejar atrás lo que fuimos y transportarnos a una inalcanzable felicidad.

Mi jefe me ha sorprendido revolviendo irrefl exivamente su café. He percibido una brizna de odio en su mirada: con cada vuelta de cuchara su café ha terminado por entibiarse. Me ordenó que le sirviera de nueva cuenta uno, pero en sus palabras (“Felisa, tráigame otro café… y no lo revuelva tanto”) han surgido feroces los colmillos de la posesión: “Mientras trabaja, usted y sus pensamientos, usted y cada una de sus secreciones, todo lo que salga de usted, me pertenece solamente a mí”.

¿Cómo decirle que soy yo la que lo tiene aprisionado en el globo azul, como un genio malhumorado que tal vez sueña con un anuncio espectacular don-de un hombre joven y vigoroso se vuelca incontenible sobre una mujer que reposa en una playa paradisíaca?

No ha terminado de transcurrir la mañana —apenas el segundo café de mi jefe y la junta de programación semanal de los gerentes— y el globo azul vuelve a dar señales de vida. Desde el conmutador de nuestro piso, Marita me hace señas para que tome una llamada.

—Qué voz más sexy… Cómo se nota que ya tenemos nuevo galán —me dice antes de enlazarme con el desconocido.

Se trata de Miguel. Mi primo. A quien he visto muy escasamente en los últimos años. Sólo alguna fiesta familiar o un fugaz encuentro en casa de sus hermanas cuando tanto él como yo, sin proponérnoslo, estamos de visita en la vieja casa de la Condesa. Me ha pedido vernos. Va a vivir en el extranjero. De la empresa de telefonía donde trabaja, lo envían a la matriz de Barcelona.

—O sea que Mariana y los niños estarán dando de brincos…

Su voz se torna más grave:

—No, ellos no van conmigo. Mariana y yo nos estamos divorciando.

¿En qué momento nos apartamos de la gente realmente importante de nuestras vidas? Como si una puerta se clausurara y después ya no supiéramos ni siquiera que esa puerta existía y que conducía a un lugar. Un lugar amado por cierto: la parte inferior de mi cama adonde Miguel y yo nos escondíamos a jugar, cómplices y ajenos a la mirada de mis hermanos y de sus hermanas. Al principio se trataba de juegos inofensivos (contarnos historias de terror, pegar estampas en el álbum de estrellas de la televisión que coleccionábamos); después, esos otros juegos de la piel tan comunes en las historias privadas de las familias, que más allá de los tabúes y las prohibiciones tienen su origen en la pureza: dos cuerpos nuevos que se tocan y se descubren y se reconocen. Es que desde el principio de los tiempos, el placer siempre ha comenzado por el tacto. La piel que se incendia y cuyo goce es el más profundo de los saberes. Un saber que no nos abandonará jamás: aún puede quitarme el aliento el recuerdo de su verga erecta sonriendo en la comisura de mis nalgas.

Nunca supe cómo nos descubrieron pero a veces he pensado que los celos de mis hermanos o la envidia de mis primas tuvo que ver con la acusación. Sí, así fue como se clausuró la puerta. Avergonzados ante el resto de la familia, salimos expulsados de ese paraíso de debajo de la cama para ya no reencontrarnos jamás.

Apenas he tenido tiempo de pasar al súper para ofrecerle algo de cenar a Miguel. Fue como si mi jefe hubiera percibido la inquietud con que miraba el reloj que cuelga a espaldas del escritorio de Marita. El caso es que, cinco minutos antes de la hora de salida, me ha pedido un inusual reporte de ventas por correo que ni siquiera es de nuestra área.

—Felisa… —me dijo entrecerrando los párpados como si apuntara con una escopeta en el tiro al blanco de una feria—. El reporte lo quiero mañana mismo por la mañana.

El tiro al blanco por supuesto no es una diana común y corriente, sino un círculo de globos blancos en cuyo centro luce pleno, perfecto, aún intocado, un globo azul.

Y he acometido la tarea asignada a sabiendas de que no podría terminarla a menos que cancelara la cita con Miguel. Pero entonces, el tiempo justo para pasar corriendo al súper y llegar al departamento antes que mi primo, he abandonado el reporte a medias. Mañana y la oficina y el remedo de Jehová de mi jefe resultan universos tan lejanos y prescindibles como todo aquello que, de súbito —un pinchazo que libera la presión del globo—, deja de tener importancia.

¿Cómo atreverse a desear cuando se ha arrojado la lámpara mágica en algún lugar del camino? ¿Cómo arriesgarse a hacer realidad ese deseo cuando se está sitiado en el interior del miedo, la respiración tan silenciosa para que los demás no se percaten que aún permanecemos vivos, el cuerpo rígido como un sarcófago de uno mismo?

Pero ha bastado la ilusión del globo azul para salir de la caverna, saber que si no lo tomo entre mis manos volverá a perderse esta vez irrevocablemente. Miguel se ha mostrado sorprendido al escucharme decir sin mayores preámbulos una vez que ha traspasado el umbral de mi departamento:

—Vamos a la recámara. De pequeña no me dejaron decidir. Pero ahora te digo: terminemos lo que nos quedó pendiente.

Confieso que no fue la Felisa de los últimos años la que dijo esas palabras. Tampoco la que ha tomado la mano de Miguel para guiarlo hasta el fi nal del pasillo. Con esa otra yo, con sus palabras en mi boca, podría bromear:

—¿Prefieres encima o nos metemos debajo de la cama?

Ahora todo es incierto. Apenas amanezca sabré si es posible sobrevivir al paraíso

Ana Clavel



"El tema de la tentación resulta un pretexto para hablar de la función de las metáforas. En la vida cotidiana apelamos constantemente a su uso porque tal pareciera que a pesar de siglos de menosprecio del cuerpo, esta constituye nuestra primera puerta de conocimiento y de contacto con el universo. En ese sentido todo lo que intentamos incorporar, incluso a un nivel muy conceptual, se facilita a la hora de hacerlo pasar por el tamiz del cuerpo. En El amor es hambre, se narra cómo el acto de comer, devorar, nos vincula desde muy pequeños, bien sea a la boca, a los labios, a los poros, que siempre nos indican una manera de abrevar en el mundo. Como seres que somos, nos bebemos la constelación del pecho materno siguiendo la manera de Antonio Machado, quien escribió que el hambre es el primero de nuestros conocimientos.

Todo esto para darle una dimensión al cuerpo, porque justo hay un momento en que todos los deseos que se pueden manifestar por debajo de la piel o fuera de ella, se encuentran en la  aproximación a lo que nos tienta, a lo que nos hace desear, casi como si se tratara de un tacto, de unas manos que nos hurgan.  Allí está toda esta capacidad que, a menudo –debido a la religión, la sociedad  o las ideologías–  dejamos de lado y en realidad se convierten en el verdadero paraíso al que tenemos acceso de una manera mucho más real. Esta dimensión terrenal, es el goce de nuestro propio cuerpo. Es el bagaje conceptual que maneja la novela porque va haciendo exploraciones de lo que es abrevar en el mundo y devorar a los otros, bien sea a través de las texturas, de actos simbólicos como la  eucaristía o, en un sentido mucho más físico: en la cuestión amorosa."

Ana Clavel



"Nuestra capacidad para abrevar del mundo tiene que pasar por el cuerpo por eso necesitamos el uso de la metáfora y en ese sentido el corazón es una gran metáfora de lo que está detrás de nuestros claroscuros."

Ana Clavel



"Sin habérmelo propuesto de unaforma deliberada, mi literatura es  muy original y  transgrede ciertos cánones. Subvierto nociones convencionales de la escritura misma; a veces  a través del  uso de la metáfora o con propuestas más transgresoras. Temáticamente, los canales más importantes que  se me han ido  abriendo  son la indagación del deseo y su relación con el mundo de las sombras. No fuealgoplaneado. Soy una escritora que de una manera providencial siempre ha sido guiada por sus sombras. Como digo en Cuerpo náufrago, se trata de dejarse ser una sombra en las manos de las sombras de uno mismo. Me definiría como una escritora de deseos y sombras."

Ana Clavel



"Tendríamos que encontrar los modos para sacralizar el deseo."

Ana Clavel














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