Ernő Szép

"Cuando trataba de escribir de noche, a altas horas de la noche, me entraba una fiebre nerviosa, luego no lograba conciliar el sueño hasta la madrugada. Ahora no escribiré, solo tomaré notas.
Empezaría la novela por el pasado mes de septiembre, cuando acudí al teatro. Subo las escaleras. Soy un mar de problemas, soy sólo asco.
Aún no tengo la pieza terminada, es lo que quiero anunciar. Ni siquiera he empezado, he pasado todo el verano titubeando. De todos modos, mentiré con que ya estoy acabando el primer acto, entonces confiarán en que la terminaré. Me volverán a pagar algo de dinero, espero.
En el rellano de la escalera está a punto de echárseme encima una chica. Baja a brincos, como un pájaro.
Me detengo un instante, no sea que choquemos. La chica, al vuelo, se agarra a la barandilla. Me mira a la cara. Es rubia.
Antes de emprender el siguiente tramo de la escalera, se me ocurre volver la vista atrás. Sí, he sentido que la chica se ha vuelto hacia mí. Aún resopla. Tiene los labios entreabiertos. Se ríe porque es joven.
—No me reconoce.
No, querida. ¿Quién es usted?
—Ay… nos presentaron en mayo, cuando teníamos el examen.
En otro teatro. Habló usted conmigo.
Qué gentil de mi parte.
Se llama Iboly tal y cual. Está en segundo."

Ernő Szép (Szép Ernő)
La manzana de Adán



"Fui Ernő Szép."

Ernő Szép



"La puerta por la que salíamos era la puerta de una casa de la calle Pozsonyi. Allí vivía yo con mis hermanos desde finales de junio, desde que habían mandado a los judíos a vivir juntos (para que se pudieran apoyar aún más). De la puerta, colgaba una gran estrella de seis puntas, la estrella de David. La gente había tenido que abandonar la Isla Margarita el domingo mismo, el 19 de marzo, el día en que los alemanes habían invadido el país. Ese mismo día, alojaron a doscientos setenta oficiales alemanes en el hotel Palatino. Yo fui el único al que le permitieron quedarse hasta el lunes; yo no sólo tenía un par de maletas, como los visitantes y los pacientes, sino que mi habitación estaba repleta de libros, cuadros y de todas mis pertenencias; tenía conmigo mi vida entera. Había pasado treinta y tres años en la Isla Margarita. Cuando a las ocho de la mañana me disponía a salir, tomando asiento en un carro, sobre una maleta colocada longitudinalmente, el conserje, el bueno de Misley, se despidió de mí diciéndome que no me afligiera, que en dos semanas podría volver. Aquello no era una ocupación verdadera, dijo, ni mucho menos, era un paso transitorio para asegurar el suministro de líneas: se lo habían confiado los señores del cuartel. Me lo creí, me lo creí de verdad: me hacía tanta ilusión creérmelo. Divulgué la buena noticia por la ciudad, y todos se rieron de mí. Fui a vivir a casa de mis hermanos, a la calle Thököly. De allí nos trasladamos en junio a aquella casa de la estrella amarilla; a un piso compartido de la cuarta planta. Pasamos dos semanas llenas de dificultades, hasta que, a última hora, nos dieron un alojamiento aceptable. La mudanza nos adelantó lo que sería el porvenir: los mozos del transportista nos limpiaron, con admirable habilidad, muchas prendas y ropa interior costosas; dos de mis hermanos vigilaban el transporte, sin embargo no se dieron cuenta de nada. Incluso había invitado a aquellos gamberros a tomar unas copitas de coñac, porque hacía una mañana muy fría; además, les di cien pengis porque, en la calle Pozsonyi, llevaran el piano vertical a la cuarta planta.
En aquel piso ocupamos el minúsculo cuarto de la criada, y una bonita habitación grande, con balcón, que daba al Danubio. El balcón lo compartíamos con el vecino, un señor muy culto y agradable, Dr. László Bakonyi, que era un notario de tribunal jubilado, hijo de Samu Bakonyi, secretario de la comunidad judía y antiguo diputado, por Debrecen, del conocido partido de la oposición. Había un tercer inquilino en aquel espacioso piso. Él era un hombre más sencillo, con una familia pequeña, su habitación también tenía balcón, y el baño, que por supuesto también era de uso común, daba a su cuarto. El doctor Bakonyi vivía con su mujer, su hija pequeña y su madre de ochenta años; a esa edad las mujeres vuelven a ser unas muchachas graciosas. Me gustaba mucho el típico acento de Debrecen que tenía la señora Bakonyi. Vivía con ellos además una tía, que dormía sobre un cajón en el vestíbulo, y se pasaba allí, sentada o tumbada, casi todo el día. Esa tía no era consanguínea: la pobre era una institutriz huérfana y venida a menos, a la que los Bakonyi habían acogido por misericordia hacía unos diez años."

Ernö Szép
Olor humano


"Yo, por lo que a mí respecta, parece que ni siquiera creo en la muerte. A mí también me soplará, desde luego, como una cerilla, pero no tendré conciencia de ello; yo lo único que sé es vivir, yo solo creo en la vida y no me puedo imaginar otra cosa. La vida no acabará nunca, tras mi último suspiro no contraeré los pulmones ni pondré un punto después de mi pensamiento final: idea y aliento huirán al infinito, a lo intemporal."

Ernő Szép

























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