José Antonio Suárez

"Los milagros no existen. Es un hecho unánimemente admitido por la ciencia, y Luria jamás había tenido motivos para sostener lo contrario. Un milagro presupone la existencia de un suceso inexplicable por las leyes de la naturaleza, que se atribuye a una intervención sobrenatural. El hombre ha recurrido a lo largo de la historia a los mitos para tratar de explicar aquello que no entiende. Con el avance de la ciencia, la razón fue ganando terreno a la superstición, el aumento de nuestros conocimientos hizo innecesario apelar a los dioses para explicar el mundo. Desde su sólida formación académica, Luria Ebrehs sabía que el recurso a lo sobrenatural era el fracaso de la razón, una tentativa chapucera de llenar las lagunas de nuestro entendimiento. Ante lo desconocido, el único dios válido es la investigación rigurosa.
Sin embargo, ¿cómo era posible que Paws siguiese vivo?
De acuerdo, había llegado a una caverna poblada de un musgo que al parecer convertía el gas venenoso en oxígeno. Pero ¿cómo había encontrado la cueva? ¿Qué le había hecho desviarse de la ruta en el preciso momento en que la cabina de su vehículo comenzó a despresurizarse? Las probabilidades de que Paws encontrase la caverna por azar eran ridículas. Había dado con ella porque sabía dónde se encontraba. Alguien o algo lo habían guiado directamente hacia allí.
Pero en Nuxlum no había ningún ser vivo que pudiese guiarle. Salvo colonias aisladas de musgo en el interior de cuevas subterráneas, la vida en el planeta era totalmente imposible. Ningún organismo podría soportar el cóctel de gases letales que componía la atmósfera sin desintegrarse. Entonces, ¿quién o qué había salvado a Paws? ¿Y por qué?
La tentación de que la fantasía se desbocara era demasiado fuerte para Luria, y prefería no pensar en sus implicaciones si podía evitarlo; especialmente cuando se hallaba sola en su laboratorio, como en aquel momento. Todavía recordaba el enigmático incidente con Keil hacía tres días. Un hecho aparentemente sin importancia había conseguido que desde aquel suceso sintiese un estremecimiento en la espina dorsal cada vez que miraba hacia la puerta de su laboratorio, como si esperase que en cualquier momento algo fuese a asomar por allí y le pidiese educadamente permiso para pasar. Desde ese día había cogido dos malas costumbres, fruto de sus temores irracionales: la primera, mirar debajo de la cama antes de acostarse, un hábito que creía haber vencido desde su niñez. La segunda, cerrar la puerta del laboratorio por dentro.
Tuvo una sensación parecida en el explorador cuando Keil salió a reparar la taladradora láser. Ella le aconsejaba por radio que cortase el suministro de energía, y aunque Keil no la oía porque la radio de su casco estaba desconectada, siguió exactamente su consejo. Por supuesto, en este caso podría tratarse de una coincidencia: cortar la energía era la acción más lógica. Pero la posibilidad de que no hubiese sido una casualidad la atormentaba.
Luria analizaba unas muestras de gas branio extraídas de la torre de perforación sur, aunque su atención estaba muy apartada del trabajo. El gas se hallaba lleno de impurezas y habría que refinarlo con procedimientos especiales antes de ser apto para su uso. Una nave cisterna aterrizaría en Nuxlum dentro de seis meses para recoger el cargamento, pero al ritmo que iban los trabajos de puesta a punto de la torre, sería dudoso que pudiese llevarse gran cosa cuando viniera. Para colmo, Paws no saldría de la enfermería hasta el día siguiente, y coincidía que era él quien se ocupaba principalmente del mantenimiento.
La aguja del medidor de gas osciló levemente. Luria se frotó los ojos, creyendo que se trataba de un mareo, pero la vibración se repitió, desencadenando lecturas erróneas en los aparatos del laboratorio. El cajón de un archivador se abrió un poco y las luces parpadearon. Luria tragó saliva.
La habitación volvió a la calma. Miró instintivamente hacia la puerta del laboratorio, pero se hallaba cerrada. Confusa, pulsó la tecla del intercomunicador para llamar a Reyan.
—¿Qué ocurre, Allis?
Luria no obtuvo respuesta. Pulsó nuevamente el botón, sin resultado. Probablemente se había quedado dormido en su despacho, no era la primera vez que le ocurría.
Un segundo temblor, más fuerte que el anterior, arrojó parte del instrumental al suelo, llenándola de pánico. Los cajones se abrían y cerraban, las luces se apagaron y durante unos angustiosos segundos todo quedó a oscuras, hasta que las de emergencia se activaron. La estructura de la base comenzó a crujir de un modo alarmante. Luria salió a la carrera del laboratorio.
Si se atenía a la información disponible acerca del planeta, era prácticamente imposible que en Nuxlum hubiese terremotos. Aquel mundo era estable, carecía de placas tectónicas y los escasos movimientos de convección en el manto profundo no llegaban a la corteza. Tampoco existían volcanes ni fallas en la superficie. Nuxlum, un planeta con más de ocho mil millones de años de antigüedad, llevaba muerto la mitad de su existencia. A menos que estuviese cayendo una docena de meteoritos cerca de la base, no había otra explicación a los temblores.
Luria se detuvo a mitad del pasillo, y no porque voluntariamente lo desease. A escasos metros de ella, una nube lechosa se interponía en su camino.
La niebla bloqueaba la visión de lo que había más allá. Al principio creyó que se trataba de un escape de gas, pero cuando intentó cruzarla, la nube se lo impidió.
Luria retrocedió unos pasos, aterrorizada. Aquello no podía ser real. ¿Estaba volviéndose loca? Esa nube no podía estar allí, sencillamente no era posible."

José Antonio Suárez
El despertar de Nuxlum




"Sebastián llamó aquella mañana a su hermana Clara, justo antes de coger el avión a la Palma. No sabía por cuánto tiempo estaría fuera, ni si volvería alguna vez a su trabajo, y antes de abandonar la Tierra quería despedirse de su familia. Su hermana no se lo puso fácil. Clara vivía con la madre de ambos, una anciana en silla de ruedas. Su estado de salud había empeorado hacía meses y Clara tuvo que contratar a una mujer que cuidara de ella cuando ella estaba ausente del domicilio. Desde que Sebastián se trasladó a Barcelona en busca de nuevas aventuras, su madre se había resentido mucho, le dijo Clara con el evidente propósito de hacerle sentir culpable. Su hermana se había quedado sola en Madrid con ella y, aunque Sebastián le enviaba dinero todos los meses para ayudarla con los gastos, Clara no le había perdonado que se marchase.
Quiso saber adónde se dirigía y cuánto tiempo iba a estar fuera, pero Sebastián no le dio detalles, por su propia seguridad. Si Anica estaba en lo cierto, la policía iba a remover cielo y tierra buscándoles. Fue una conversación tensa, en la que Clara renovó sus reproches, le acusó de ser un egocéntrico al que no le importaba otra cosa que progresar en su carrera, a costa de utilizar conejillos de indias en sus investigaciones, y que bajo la fachada de ayudar a los enfermos que no podían pagar a un médico escondía algo oscuro y sucio.
Sebastián se arrepintió de haberle comentado sus estudios con EMT en patologías cerebrales. Sus enfermos, desahuciados de la sanidad pública, no podían costearse un tratamiento por carecer de recursos, pero Clara no quería entenderlo.
O tal vez le conocía demasiado bien.
Sebastián se preguntó qué habría sido de los pacientes que atendía en su clínica privada si no hubiese hallado aquellos extraños quistes de calcio dentro de sus cabezas. ¿Habría perdido el interés por ellos, o los habría seguido tratando gratis? La realidad, debía admitirlo, era que se había especializado en este tipo de pacientes y apenas atendía otros enfermos.
Ojalá no hubiese llamado a Clara. Su hermana había hurgado dentro de él para mostrarle una personalidad de la que creía estar a salvo. ¿Era mejor persona que Claude, un tipo que firmaba certificados para que los ricos con taras genéticas pudieran procrear? Bien, Claude lo hacía por dinero y Sebastián no; y también era cierto que Claude se había montado un negocio dentro del hospital en su jornada laboral, mientras que él atendía a sus pacientes especiales en su tiempo libre. Pero analizándolo fríamente, le costaba encontrar una razón que le colocase a una altura moral superior a su compañero. Claude se aprovechaba de una legislación fascista para ganar un sueldo extra; él experimentaba con pacientes que no tenían dónde caerse muertos. Potencialmente, su actividad era más peligrosa que la de Claude, aunque a la larga pudiera ser beneficiosa, y carecía del derecho a exigirle cuentas y denunciarle a las autoridades.
Sebastián se había situado al otro lado de la línea, y buscó colaboradores aranos para no tener que compartir sus datos con compañeros del hospital o centros de la competencia. La biotecnología arana estaba mucho más avanzada que la terrestre y sus médicos podrían encontrar respuestas donde otros solo verían incógnitas, pero en realidad, Sebastián desconfiaba de sus compañeros, del sistema y del gobierno. Tarde o temprano, sus investigaciones habrían sido desnaturalizadas y empleadas por las compañías farmacéuticas en perjuicio de los ciudadanos.
Ya lo habían hecho antes.
Todo comenzó un cuarto de siglo atrás, al desatarse en la Tierra la gripe negra, una enfermedad causada por una bacteria resistente a cualquier antibiótico conocido. Se decía que un intento de replicación ilegal de nanomáquinas aranas fue el origen, pero proporcionó la excusa perfecta a la industria farmacológica para mover sus peones. Dado que Marte era poseedor de las patentes en biotecnología, las empresas aranas acabarían dominando con el tiempo el sector farmacéutico. Las biomáquinas podían prevenir las enfermedades antes que apareciesen, reparar los daños causados en el cuerpo humano por virus o bacterias y prolongar la vida del individuo. En unos pocos años, la industria de medicamentos terrestre se vería abocada al cierre si no hacía algo."

José Antonio Suárez
Almas mortales










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