Kenneth Bernard

Jiri

Ya no veo mucho a Jiri. A decir verdad, su ausencia comenzó mucho antes de su partida. Ocurrió así: cuando era muy pequeño, su madre tuvo que marcharse lejos durante un tiempo. Poseía una destreza técnica específica que necesitaban en algún sitio. Y en ese sitio hacía mucho frío. Su alojamiento era precario. Ella se quejaba en cada carta. No hubo nada que hacer. La hicieron trabajar demasiado, enfermó y murió. No nos fue posible ir a su entierro. En mis recuerdos y en los sueños en que aparece, siempre es verano, lleva vestidos vaporosos y un toque de sol en la piel. Una consecuencia de su partida fue que Jiri y yo nos volvimos inseparables. Teníamos mucho en común, en especial una pasión por todo lo fantástico. A Jiri le encantaban las historias que le contaba antes de dormir, y a veces inventaba las suyas propias, a mi parecer, realmente buenas. Habíamos descubierto unas viejas colecciones de cuentos de hadas y ambos disfrutábamos de ellas de lo lindo. También éramos camaradas. Los fines de semana dábamos largos paseos juntos —su pequeña mano en la mía— y nos fijábamos en todo. Hablábamos de la gente que nos cruzábamos por el camino, de la gente que conocíamos, de las calles y de los edificios, de los animales, de los insectos, de los objetos curiosos con que nos tropezábamos, como cajas, latas, botellas y envoltorios. Siempre nos llevábamos bocadillos y, cuando nos entraba hambre, buscábamos un portal, una escalinata, una plataforma de carga o una piedra para sentarnos. Si el tiempo acompañaba, cerrábamos los ojos, disfrutábamos del sol y a lo mejor pensábamos en su madre. Una o dos veces lloramos, imaginando el frío que debió de pasar y lo cansada y sola que debió de sentirse. Aunque Jiri era pequeño, era una especie de filósofo de la vieja escuela y se planteaba cuestiones tales como los motivos que se escondían tras las extrañas peregrinaciones de los gatos y si las cosas viejas, como los ladrillos o los tablones de madera, se hacían de alguna forma más sabias gracias a la experiencia. Yo era feliz hablando de estas cosas con él y creo que es posible que dijéramos muchas verdades. No cabía duda de que ciertas calles y paredes parecían hablarnos, contarnos algo de lo que habían sido testigos mudos. A este respecto, las manchas y decoloraciones de las paredes eran como mapas de nuevos reinos para nosotros y los examinábamos con respeto, aventurando a veces una explicación o una descripción, casi siempre bastante sombría, pues ésa era nuestra inclinación. Una pared —de eso estábamos convencidos— había sido testigo de la muerte de toda una familia y fuimos enumerando, detalle por detalle, sus últimos momentos, sus vanas esperanzas y palabras fútiles, su disposición final. Sin embargo, aunque nuestros pensamientos y gustos con frecuencia estuviesen teñidos de oscuridad, éramos inefablemente felices, como en una especie de palpitante comunión con las fuerzas elementales y primigenias que subyacen a todas las cosas. Cada una de nuestras respiraciones iba cargada a la vez de dicha y de dolor, tanto más cuanto que se trataba de un acto original, íntimo e incluso secreto.

Y entonces, cuando Jiri cumplió diez años, el primer doble dígito de su vida, aunque todavía era pequeño y bastante frágil, con una cabeza aún un poco grande para su cuerpo, todo cambió. Tenía como profesora de cuarto a una mujer obesa dotada de una inmensa confianza en sí misma, que ridiculizaba su pasión por los cuentos de hadas tachándola de cosa de niño pequeño, y que criticaba duramente sus dibujos de criaturas fantásticas. Era muy testaruda y se tomaba muy en serio las realidades del mundo. Como profesora, transmitía lo que podía de su filosofía y creo que, en general, tuvo mucho éxito. Desde luego, tuvo éxito con Jiri. Nuestros paseos y conversaciones continuaron como siempre, pero pronto me di cuenta de que sus dibujos se iban convirtiendo en fieles representaciones de hombres y mujeres, de casas, de insectos… y, aunque eran más reales, eran peores que sus dibujos fantásticos, porque eran réplicas sin alma, mientras que sus trabajos anteriores, aunque irreales, eran, desde luego, la esencia misma de las cosas. También dejó de leer cuentos de hadas; en realidad, cualquier tipo de literatura fantástica, y se inició en libros basados en hechos reales. Sin embargo, como no disfrutaba realmente de esos libros, su solución fue no leer nada, salvo si le venía impuesto. Cuando lo animaba a que leyese sus cuentos de hadas, se avergonzaba y se volvía evasivo. Su mente no podía comprender por qué lo alentaba a seguir siendo un niño. Al mismo tiempo, estaba enfadado conmigo porque un placer había desaparecido de su vida y, de alguna manera, yo tenía la culpa.

Esto me entristeció, por supuesto. No podía hacer nada al respecto. Estaba totalmente desconcertado. Me había reunido con su profesora varias veces en tutorías rutinarias y había comprobado que, en verdad, se trataba de una mujer estúpida y pagada de sí misma, y que encima olía fatal. Vivía sin dudas, vestía con ropa cara y era condescendiente con los padres, como si éstos fueran criaturas inferiores. Todo lo que engullía alimentaba sus convicciones y a Jiri debió de parecerle formidable, especialmente comparada conmigo. Sin embargo, ella no quería a Jiri. Ni siquiera le gustaba del mismo modo que le gustaban otros niños, porque reconocía en él una debilidad persistente que constituía una afrenta a su misión y a su ser. Era yo quien quería a Jiri, a mí a quien le gustaba. Era yo quien lo adoraba, respetaba y protegía. Pero no era suficiente, a pesar de que, durante un tiempo, creí como un tonto que sí lo sería. Jiri, por alguna razón misteriosa e irrevocable, había decidido que ella tenía razón y que yo me equivocaba, que no se podía confiar en mí en lo que a la vida se refería. ¿Por qué? No lo sé. Era y sigue siendo un misterio. Se necesitaba cierta fe ciega, y Jiri no la tenía. Ni yo se la pude dar. Me sustituyó por un monstruo obeso peor que los que aparecían en sus cuentos de hadas y fue a partir de entonces cuando el mundo cambió de forma para él, cuando, realmente, empezó a alejarse de su hogar.

No ayudó nada el hecho de que empezara a sacar mejores notas en la escuela y que hiciera más amigos. Por mucho que le hubieran disgustado sus nuevas costumbres, éstas eran, a todas luces, las correctas. Todo lo confirmaba. Y como quería, con razón, que todo saliera bien, se obligó a dominar las nuevas técnicas tan rápido como pudo. Y con la misma rapidez, nuestros maravillosos paseos se disiparon. Cuando le hablaba de nuestras paredes, él me miraba con pena y, más tarde, con desprecio, como si a mí me deleitase hablarle como a un bebé. ¿Qué sabía yo? ¿Sabía cuáles eran los efectos de la lluvia, del viento y del frío sobre la piedra? ¿Cómo podían los objetos inanimados ser testigos de algo? Del mismo modo, los objetos curiosos que habíamos encontrado durante nuestros paseos perdieron su peculiar atractivo. Para empezar, se desecharon muchos de ellos porque carecían de interés. Los que quedaron fueron divididos en categorías y clases y luego evaluados cada uno en su grupo. Ya no le interesaba una única mariposa (a pesar de que empezaban a escasear) o un árbol en particular, sino las mariposas y los árboles como especies y, más tarde, sus subdivisiones. Convirtió un mundo de innumerables objetos individuales en un patrón coherente y controlable y empezó a deleitarse en sus poderes, ajeno al holocausto que había perpetrado. ¡Cuánto debió de compadecerse de mí y de mi flácida mente! Lo que más me dolió fue que un día se soltó de mi mano. Pude sentir su repugnancia. Para él, cogerme de la mano era demasiado comprometido. Era falso. Estaba mal. Estuve a punto de llorar. Él no se percató, pues yo seguí charlando y fingí no haberme dado cuenta. No intenté cogerle otra vez de la mano, a la espera de que fuera él quien deslizase la suya en la mía, como un pajarillo que volviera al nido. Tal vez me equivoqué. Sólo tenía diez años, pero nuestras manos nunca más volvieron a tocarse.

Intenté que se interesara por nuestro álbum de fotos, mostrándole a su madre, a él cuando era un bebé, a los tres haciendo cosas sencillas pero maravillosas, como ir de excursión a la playa. No le interesaba. En cierta medida, lo consideraba un argumento poco convincente. Era aburrido y le faltaba fuerza. Además, le hacía sentirse incómodo. Yo, ni que decir tiene, me mostraba debidamente entusiasmado con sus crecientes logros, aunque por dentro me sintiera desesperado, pues a medida que su cuerpo y su reino exterior crecían y se hacían más fuertes, el dulce Jiri de antes, su reino interior se marchitaban, eran destronados. Yo sabía que él percibía, de algún modo, aquella extraña disminución, aquella pérdida de su yo esencial, pero sus avances y sus proezas mentales compensaban su malestar. Desarrollaba teorías irrefutables sobre la personalidad y la vida. Ponerlas en duda era convertirte en su enemigo, reavivar una irritabilidad que acechaba constantemente justo debajo de su extraordinaria superficie.

Ahora, definitivamente, se ha ido, embarcado en una carrera acorde a sus esfuerzos y aptitudes. Me escribe de tanto en tanto, rara vez me visita. Apenas conozco a su mujer. Nunca he visto a sus hijos, ni sé lo que hace con ellos. Me odia, lo sé, porque no le he servido de mucha ayuda. Le he fallado. No importa lo que diga para elogiar su vida, él sabe que no lo digo de corazón. Bajo mi influjo, nunca será feliz ni triunfador. Sólo mi muerte lo liberará de algún modo. Estoy triste pero resignado. Después de todo, no soy un gigante capaz de librar una heroica batalla. Ningún padre lo es con su hijo. Estoy seguro de que, a veces, ecos de mi mundo resuenan en el suyo, probablemente cuando menos se lo espera y, en esos momentos, debe de encenderse de rabia, desesperarse ante su ignorancia e impotencia, despreciar profundamente mi miserable vida. No obstante, siempre le quedará una vía de escape, aunque lo esté matando. Me quedan un número limitado de años y desagradables perspectivas. De vez en cuando, nuestras paredes aún me hablan.A menudo están en blanco y me devuelven una mirada opaca, como un verdugo. También está el álbum de fotos, mi eterno consuelo. De vez en cuando, revivo el vestido vaporoso y siento su diminuta mano en la mía, mientras una voz llena de asombro dice: «¡Mira! ¡Mira!». Y derramo unas lágrimas de absoluta felicidad. Por mí, por Jiri, por todo.

Kenneth Bernard
Entre los archivos del distrito










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