Rafael Alcides Pérez

Agradecido como un perro
                  
A mi hijo Rubén

 Dentro de tres horas voy a cumplir 44 años
y me recuerdo de mí mismo cuando pálido, en otro tiempo, cumplí los 30.
Con ese orgullo excesivo del que es todavía muy joven
lloré ese día de 1963, al llegar la noche, y cortando una flor
que introduje en un sobre y guardé con una foto,
silenciosamente dije adiós a la juventud. Fue como si al llegar
a una frontera remota me estuviera despidiendo de mí mismo.
Fue como dos soldados que habiendo hecho juntos una campaña muy larga tomaran de pronto por senderos diferentes
en la seguridad de no volverse ya nunca más a encontrar; y es de noche
y llueve todavía y el bosque está minado y a lo lejos
siguen tronando los cañones del enemigo.
Fue como haber despertado de repente en medio de un planeta desconocido
y no saber aún cómo pudo suceder.
Fue como cumplir 30 años
cuando nunca se habían cumplido 30 años. Y adiós,
muchacho. Hasta siempre.
Hoy en cambio no le digo adiós a nada
ni a nadie digo adiós. Por el contrario:
hoy doy la bienvenida a todo lo que tengo
y a todo lo que soy.
No estoy alegre pero estoy contento.
He vivido. Me he quedado calvo
de vivir. Como las grandes cumbres que bate el huracán
en las alturas, me he quedado apenas con unas yerbitas calcinadas encima.
Fue la erosión de vivir.
No me quejo. Mías han sido el hambre
y la gloria de ya no pasar hambre.
En esa colosal superproducción de guerra con un final feliz
que ha sido la historia de mi vida,
he sacado mi papel
por lo menos lo mejor que pude.
No fue fácil. Además del papel de hijo de la cocinera
me dieron un corazón que hoy juzgo demasiado blando
pero un corazón con el que he llegado a encariñarme,
por lo que agradecido lo conservaré hasta que me muera.
Lo demás lo puso la Revolución,
lo demás lo puso la fortuna
y entre los dones de la fortuna
(sin olvidar aquel corazón), los amigos.
Porque a pesar de mi origen humilde,
algunos de los mejores amigos de la tierra
los he tenido yo; algunos (lo he dicho en otra parte)
casi tan buenos que se podrían comer.
Ellos fueron el hallazgo sorprendente de la noche
y las conversaciones en el camino. Después,
por último,
cuando ya cansado de escribir poemas por amores que pasaban
                            sin calmar mi eterna sed de eternidad
me había entregado con dedicación sincera a mirar fijamente los astros,
apareció una tarde fisicamente en la tierra
Teresa.
No sé si la inventé o bajó Teresa
porque quiso
desde su constelación lejana.
Esta historia en todo caso me confirma
lo que ya habla sabido por mi abuela desde los años de Barrancas:
“El secreto —decía mi abuela— consiste en desear,
desear profundamente hasta que la cosa suceda.”
Mucho he deseado yo en mi vida
y todo ello, poco a poco, a su debido tiempo
se ha ido cumpliendo.
Hasta el sueño de Teresa.
Y entonces
¿Para qué volver a escribir poemas de amor
si ha sido el poema en lo adelante
un acto material y cotidiano? Sin soledad que engañar,
hoy Teresa y yo nos comemos y nos bebemos el poema
hecho potaje y hecho café que es como alimenta,
y nos reímos de ver cómo se calientan en un jarro
o se fríen en una sartén con manteca
nuestras próximas Obras Completas.
Y de esta manera
cuando Teresa por la mañana barre
o se dispone a lavar las sábanas
o va con su plumero de jarcia sacudiendo los muebles,
no es el suyo entonces un trabajo
sino que es, para ambos, una lectura apasionada.
Por el solo hecho de haber participado de nuestra dicha del día anterior,
hasta las cucarachas muertas de cada mañana
son hoy partes del poema
que en casa vive, y versos invisibles
y por eso mismo más creíbles
el polvo cuando se acumula en las repisas
y el tizne de las cazuelas.
Fue lo que vi en la casa sonada de mi infancia,
lo que después he visto en los hogares maduros
donde el acto no se deja sustituir por la palabra.
En Barrancas vivieron un hombre y una mujer que se amaron
hasta morir de viejos,
sin saber uno de los dos leer ni escribir.
Y no tenían aire acondicionado. Ni conocieron la televisión.
Para que nada falte en ese poema no contaminado de papel
ni estorbado por utensilios inútiles
donde azules y lilas hemos decidido envejecer Teresa y yo,
esperando estamos ahora un hijo cuya primera lección
será aprender él también a no convertir la dicha en literatura,
aunque sobre la dicha escriba; y la segunda,
aprender desde temprano a desear,
a desear con todo el corazón,
como sólo quien ha de morir alguna vez pudiera desear.
Y así,
ante la inminencia de la fecha
que en otro tiempo hubiera creído espantosa,
veo que mi suerte ha sido grande,
acaso demasiado grande para quien como yo nació en Barrancas
y le dieron en aquel film
al parecer el último de los papeles.
Como dijo Darío con tristeza: “¿Fue juventud la mía?”
Si por jóvenes entendemos ser o haber sido felices,
yo entonces he sido joven ahora por primera vez.
Y de esta manera
yo el extraviado de otro tiempo,
me siento como quien regresa adonde nunca había estado
pero donde sin duda faltaba, habiendo sido por ello mi aventura
mucho más maravillosa que la de Ulises.
Y ya se escuchan las campanas.
Es Ia dicha anunciando que todo un viaje de calamidades
fue para llegar a este día azul,
a esta edad magnífica,
a esta madurez del corazón,
a este país invisible pero blindado
donde, al fin, el azaroso viaje ha adquirido explicación.
EI pasado ya es cine, y por ello, sin rencores,
y si dejar con Teresa de seguir alimentando la candela
con versos que jamás se escribirán,
puedo decirme a mí mismo desde aquí,
con el juicioso entusiasmo de un joven con hijas ya mujeres:
                                                                           gracias,
gracias. Gracias a todos
por el bien y por el mal que me hicieron dar conmigo mismo.
Gracias. Feliz aniversario, padre, hijo, Alcides, criatura mía.
Nada turbe tu sueño. Con la Revolución, tus hijos, el mundo y
tus amigos,
tuyos sean perpetuamente Teresa y la paz.

Rafael Alcides Pérez


Canción para los dos

Eres tan frágil
que me gustaría
darte la comida
yo mismo,
lavarte la cabeza
yo mismo,
con una mano muy limpia
peinarte
yo mismo
y de ser posible
(si se pudiera),
morirme en tu lugar.

Oh extraña
flor desvalida,
criatura que hasta el viento
de una tarde azul
pudiera arrastrar,
y sin la cual
ya voy siendo
bastante menos
que
nada.

Rafael Alcides Pérez




Carta a Rubén

Hijo mío,
harina, ternura
de mis ternuras,
ángel más leve que los ángeles:
desde hoy en adelante
eres el exiliado,
el que bajo otros cielos
organiza su cama y su mesa
donde puede,
el que en la alta noche
despierta asustado y presuroso
corre por la mañana
a buscar debajo de la puerta
la posible carta
que por un instante
le devuelva el barrio,
la calle, la casa
por donde pasaba la dicha como un río,
el perro, el gato,
el olor de los almuerzos del domingo,
todo lo bueno y eterno,
lo único eterno,
cuanto quedó perdido
allá atrás, muy lejos
cuando el avión como un pájaro triste
se fue diciendo adiós.
El que deambula y sueña
lejos de la patria, el extraño,
el tolerado -y, a veces,
con suerte, el protegido
al que se le regalan abrigos
y los zapatos que se iban a botar.
Pero nosotros,
nosotros los solos,
los tristes,
los luctuosos,
los que medio muertos
hemos visto partir el avión
-sin saber si volverá
ni si estaríamos entonces-,
nosotros, esos desventurados
que fuman y envejecen
y consumen barbitúricos,
esperando al cartero,
nosotros, ¿dónde,
adónde,
en qué patria estamos ahora?
¿La patria, lejos de lo que se ama…?
¿La patria, donde falta un cubierto a la mesa,
donde siempre sobra una cama…?
Dios y yo y el sinsonte
que cantaba en la ventana
lo sabemos, niño mío, que fuiste a dar tan lejos:
donde se vive entre paredones y cerrojos
también es el exilio, y así,
con anillos de diamantes
o martillo en la mano,
todos los de acá
somos exiliados. Todos.
Los que se fueron
y los que se quedaron.
Y no hay, no hay
palabras en la lengua
ni películas en el mundo
para hacer la acusación:
millones de seres mutilados
intercambiando besos, recuerdos y suspiros
por encima de la mar.
Telefonea,
hijo. Escribe.
Mándame una foto.

Rafael Alcides Pérez



El agradecido

A Nati Revuelta

Toda mi vida ha sido un desastre
del que no me arrepiento.
La falta de niñez me hizo hombre
y el amor me sostiene.

La cárcel, el hambre, todo;
todo eso me ha estado muy bien:
las puñaladas en la noche,
y el padre desconocido.

Y así de lo que no tuve
nace esto que soy:
bien poca cosa, es verdad,
pero enorme, agradecido como un perro.

Rafael Alcides Pérez




El juego

A Daniel

El juego está marcado desde el comienzo.
El niño, con esa oscura intuición de niño,
lo sabe,
y entra en la vida
haciendo de policía o de bandido,
o de ambos alternativamente
si es un niño complicado.
El juego
ya no se detendrá más.
Tal vez el niño no sepa
que luego las balas serán de verdad
y amargos los días de la cárcel,
más amargo aún el engaño de los del resto de la banda,
y que el que cae muerto o asalta una diligencia
lo hace para toda la vida;
pero el niño entra en el juego,
como uno más,
disparando al corazón.

Rafael Alcides Pérez




En el entierro del hombre común

A Raúl Luis

Cuando un entierro con dos máquinas solas
pasa y nadie se fija, yo tiemblo, me estremezco,
palpito; siento miedo de ser un hombre.
Pero me sobrepongo.
Algo muy importante acaba de suceder en el mundo
y empiezo a tararear el himno nacional.
A estas alturas mi corazón no puede más.
Había seguido con la vista el entierro.
De pronto echo a correr,
me reúno con los que están junto al hoyo,
tomo valor yo también para dejar caer el terrón.
Ese muerto es para mí el triunfo de la especie,
ese muerto anónimo que fue el alma del combate
sin embargo,
pero, ahora,
ese muerto solo:
sin más victoria que el silencio.
Y lloro militarmente en la tumba de mi único general.

Rafael Alcides Pérez




Epigramas (1)

Los pactos entre bandidos y caballeros no funcionan
y llevan a la cárcel al caballero.
El bandido nunca se hará caballero
pero el caballero termina convirtiéndose en bandido.

Rafael Alcides Pérez




Epigramas (2)

Polemizar con Calvino
costó a Servet la vida.
Los dos eran protestantes,
pero Calvino era el jefe.

Rafael Alcides Pérez



Epitafio

Un pañuelo, unas aspirinas,
dos o tres palabras misteriosas,
pero suficiente
en la ciudad. Ningún vaso de agua.
Eso os dejo. Lo demás
es mi secreto, mi derecho.
Mi estampido final en los periódicos.

Rafael Alcides Pérez



Los ministros

Cada vez que oigo hablar de un amigo
al que van a hacer ministro,
alguien borra una parte de mi vida.
Me quedo solo en el parque Aguirre
con aquella camisa Mc Gregor que jamás llegué a tener,
conversando en la noche con nadie.
El poder no siempre corrompe a los hombres,
pero los separa.
Entre un ministro y yo hay algo más que un escritorio
de por medio:
Los ministros sueñan.
Avanzan en su máquina cargados de sueños,
con sueño. Sin tiempo siquiera
para poseer a su mujer, acariciar a sus hijos.
Un ministro no es un tipo cualquiera del pasado,
es alguien que ya está en la Historia.
De él depende todo el día de mañana.
Y sueña.
Firma documentos.
Discute. Toma su corazón y lo pone de maquinaria
donde hacían falta piezas de repuesto.
No sale al teléfono.
No tienen derecho a estar tristes los ministros.
No beben cerveza
en público. No van al cine.
Jamás los encontramos en un ómnibus.
Un ministro es tal vez el ser más infeliz del mundo.
El más solo.
Sus amigos de antes, los más desgraciados.

La memoria no debiera alimentarse del recuerdo.

Los ministros debieran nacer ministros,
es mi última palabra. Entre las lágrimas.

Rafael Alcides Pérez




"Los orígenes pesan. Buenos o malos, quienes no hemos bajado del cielo estamos marcados como las reses por el hierro del lugar al cual pertenecemos, allá donde nos hicieron. Todavía hoy Barrancas (que ya no existe) sigue siendo para mí una pauta además de un planeta muy particular donde existieron una vez un rey y una reina, carentes en lo material hasta del pan para amanecer vivos al día siguiente pero que sin embargo hicieron de mí y de mi hermano Rubén los príncipes más felices de este mundo. Porque, aquí entre tú y yo, Carlos, la Felicidad no es un pueblo a donde se va los domingos."

Rafael Alcides Pérez




"Sí, amigo mío: dar testimonio de su tiempo es la función del poeta. Torres de Dios, pararrayos celestes, les llamó Rubén Darío. Hoy sabemos más del mundo helénico por Homero que por sus ruinas arqueológicas. Si la Biblia se perdiera nos habríamos perdido el primer gran manual de historia de la humanidad. Tal vez por eso Salomón y sus compañeros de escritorio fueron tan claros, tan precisos, tan coloquialistas en definitiva, de modo de escribir para todos los tiempos los hechos que de otro modo el tiempo habría borrado. Gracias a ellos, ahora podemos ver todos los días a Jehová haciendo el mundo sin equivocarse ni una vez."

Rafael Alcides Pérez




Solo de gatos

Este gato está pidiendo amor.
Maullando llega, levanta la cola,
se arquea como un joven guerrero,
se aplana contra el piso, se tiende
boca arriba con la sinceridad
de quien ya ha perdido la vergüenza,
da vueltas, no deja de maullar
y se va, por fin se va
sin que le hagan caso.

Yo también maullé a lo largo
de mi vida, señor gato. Yo también
levanté la cola; yo también
me contorsioné como un acróbata
en su noche de debut; yo también
me aplané contra el piso
hasta ser una alfombra
volando en los cielos de Simbad.
Yo también,
fui payaso, telépata, electricista,
príncipe desterrado que arregla cocinas a domicilio
para olvidar, y al cabo yo también
me marché sin que me hicieran caso.

Es el destino de esta ciudad.
Acostúmbrese. (Está escrito.)
En overol de herrero
o con fanfarrias de monarca,
por los siglos de los siglos
pasarán los moradores de este lugar
maullando igual que usted.

Rafael Alcides Pérez







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