Alicia Salinas

Con ojos de niña

La cofradía verde de los árboles
vuelve a enamorarme. Esas copas
acompañándose como al compás
de una mazurca de Chopin
son las del barrio obrero de la niñez.
Toda la familia estaba viva
y dispuesta.
Hablo de las ramas
cuando se entrelazan
como la sangre.
De las cosas que uno se olvida
o ni siquiera conoce.
Y aun así sostienen el nido,

Alicia Salinas




Duda
 
de dejar esta piedra en la orilla o llevarla conmigo.
Una lengua de luz la dora, otra hace brillar la mica.
El agua devora los contornos. 
¿Puede la mano alzar de su cuna milenaria 
un pequeño gajo desprendido del continente?
Duda de alterar el destino del mundo, el curso  
universal de las cosas perfectas. Sin embargo 
tanto la deseo: nuevas e invisibles membranas 
nacen en el cuerpo. 
El aura en ascuas inquieta todo. 
Vocación de atesorar lo ajeno, de no permanecer 
indiferente. Creer que por levarla la poseo; no
conformarse, en fin, con el recuerdo.

Alicia Salinas



El color de las luces
                            
Tan fácil nombrar las cosas sin nombre, 
¿pero qué palabra del aire o de la tierra 
dar al cuenco de tus manos?

Pasa algo sin existencia en el lenguaje.
Lo verdadero se revela. 
Me inclino.

Llovizna sobre las mieles 
del verano. Y no aparece 
esa palabra.

Para qué explicar 
el color de las luces
si por fin relumbran.

Bajo su halo, en silencio,
esperaré 
a que termine la lluvia.

Alicia Salinas




“El objeto artístico es en realidad un organismo vivo.”

Alicia Salinas




La cicatriz

Un hilo atraviesa el campo,
de poste a poste corta
el cielo con su filo. Tanza
indómita desangra el progreso
del próximo pueblo.

Noche de estrellas perfectas
a la salida de la ciudad.
Fuimos a comer lejos del ruido,
se hizo tarde sobre el negro mar
sin horizonte ni puntos cardinales.

Dónde buscar ya no el daño
sino la cicatriz.

Alicia Salinas



Opresión en sepia

Cuando la casa reposa de sus ruidos y hechuras

los relojes traman estrategias.

Durante el dí­a cualquier cosa los oculta

y aquieta. Viento en los cristales, puertas

que los espí­ritus abren, pájaros y niñas

al lado en disputa

por el color más bello del mundo.

Si la naturaleza calla y los monstruos urbanos

por derrota o cansancio se repliegan,

bajo los techos acometen

con sus espadas los relojes.

Es preciso por azar despertarse

a la hora que la serenidad invade y las terrazas

se manifiestan apenas por el paseo de un gato,

para descubrir el uní­sono. Irrefrenable

coro, letaní­a perfecta.

Un minuto tras otro cae a ningún sitio, lejos,

mientras en el lecho tranquilos olvidamos

la traición que se acentúa cada noche.

Los relojes se alimentan del silencio y el descuido

de los humanos

para correr su eterna carrera contra el universo.

Nosotros, convidados de piedra.

Ví­ctimas de antiguos y nuevos mecanismos,

de lo que en la pared pende o en la mesa de luz

poco a poco

nos horada y despoja.

Ya las niñas no dicen turquesa o azulado.

Son mujeres retratadas en sepia, el color que los relojes

inventaron

Alicia Salinas























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