Ana Castillo

Algo de ti

Algo de ti
me recuerda a casa;
no la de hoy,
la de otros tiempos–
Las tortillas de la abuela
sobre su comal ardiente;
el perfume de la bugambilia
en el jardín.
Tus pestañas estrelladas–
de niñez
como las estrellas mismas
que contemplaba yo, me parece
hace siglos ya.

Ana Castillo




El legado de Coatlicue

(Para las discípulas)

Soy hija de Coatlicue
y princesa reinante,
pero a veces lo olvido.
A veces alguien levanta una mano
que golpea mi cara con saña
y olvido
que en mi interior
tengo la palabra y
mañana él estaría muerto.
Ningún médico lo habría evitado.
Su madre mortal, fuera de sí.

A veces olvido
que todo cuanto necesito es decirla
pensarla
respirarla
soñarla
y la vida habitará el borde de mi falda de piedras,
una pluma a la deriva
con la fuerza de cuatrocientos guerreros.
Esperando a que abra mis piernas
como una araña palpitante
EMPUJAR
del cielo al infierno
EMPUJAR
el alma de Dios a través de mí
EMPUJAR
el sol hasta la China
EMPUJAR
el eje de la Tierra
hasta que ruede cual peonza.

Y la vida está en mis manos,
chupando de mi pecho,
creciendo al ritmo de mi corazón latiente,
al calor de mi barriga palpitante.
Muerde ese cordón o no lo hagas
escupe los esqueletos de chicos malos
—o cágalos—
que no aprendieron a honrar
a la Mujer,
pero La temen por igual.

A veces olvido,
cuando he sido abusada y violada
hasta la muerte,
que la mía es una cólera terrible.
Y que la sangre empieza
y acaba entre mis piernas.

Ana Castillo



Petra. la noche, tú

Atardece.
Se viste la luz de blanco
a estas horas, en Jordania.
Una extraña impaciencia me posee.
Petra aguarda tras las colinas.
Aún no conozco su rostro,
pero ella, seductora, se insinúa
con prodigios que anticipan su belleza:
se diría que es mar el horizonte
donde se sumerge el sol
mientras un ángel
devana sobre el cielo
un concierto inaudito de colores,
sorprendente cadencia de matices
que antes sólo a tu rostro atribuía,
al naranja azulado de tu voz,
gaviota huida,
recobrada en la bruma
de este espejismo de agua
que me envuelve.

Ana Castillo



Pido lo imposible

Pido lo imposible: ámame para siempre.
Cuando se extinga el deseo todo, ámame.
Ámame con la firme obstinación de un monje.
Cuando el mundo entero
y todo lo que estimes sagrado te advierta
contra ello: ámame aún más.
Cuando una furia innombrable te sobrecoja: ámame.
Cuando cada paso de tu puerta a tu empleo te canse…
ámame; y de tu empleo a tu hogar de nuevo, ámame, ámame.
Ámame cuando estés hastiado…
Cuando cada mujer que veas sea más bella que la última,
o más triste, ámame como siempre lo has hecho:
no como un admirador o como un juez, sino
con la compasión que reservas para ti mismo
en tu desamparo.
Ámame tanto como te deleitas de tu soledad,
la anticipación de tu muerte,
los misterios de la carne, sus desgarros y enmiendos.
Ámame como al más atesorado recuerdo de tu infancia…
-y si no hay ninguno a recordar-
imagínalo, y déjame habitarlo contigo.
Ámame marchita como me amaste plena.
Ámame como si Yo fuese para siempre…
y yo, haré de lo imposible
un simple acto,
amándote, amándote como te amo.

Ana Castillo




Por la ilusión de la paz

Dondequiera que viaje estos días
de universidad en universidad,
hay un equipo de vítores esperando en el aeropuerto,
no para la poeta, por supuesto, sino para un héroe.
Hay banderas de plástico ondeando, globos llenos de
helio, esposas embarazadas, padres, madres, amigos,
recién nacidos, todos para dar la bienvenida
a casa a sus héroes. Los propios.
Quienes defienden la libertad en algún lugar lejano.
Un lugar del que nunca habían oído hablar antes: la
mágica tierra dorada de Shahrazad, donde todo puede
suceder y ha sucedido.
En Kentucky y Oregon, los descendientes de los
puritanos apenas me sorprenden.
El Paso y Albuquerque son otro asunto, al igual que
Chicago y Los Ángeles.
¿Quiénes eran estos hispanoamericanos convencidos
de que Kuwait merecía
Liberación, pero El Salvador devastado no?
¿Quiénes eran estos nuevos patriotas que ahora juran
lealtad a la bandera en reuniones familiares y apoyan
las negociaciones de libre comercio entre Estados
Unidos y México?
¿Qué ley económica les asegura que mujeres y
adolescentes expuestos a desechos tóxicos y productos
químicos por un salario de tres dólares al día
significa algún tipo de progreso?
¿Habrán oído de casualidad del ranchero de flores al
norte de Los Ángeles que mantuvo bajo llave a ciento
cincuenta trabajadores mexicanos?
Les afeitaron la cabeza.
Les vendían productos a crédito en la tienda de
la empresa.
Trabajaban dieciséis horas al día, seis días a la semana
–o de la cantidad de mujeres que intentan cruzar la
frontera y que son robadas para la extracción de sus
órganos que luego usan en trasplantes en Estados
Unidos– o
¿De los niños baleados por funcionarios fronterizos de
Estados Unidos en territorio mexicano?
Se distinguen a sí mismos como buenos hispanos al
lado de los malos: los pandilleros chicanos,
reyes colombianos de la droga, consumidores
puertorriqueños de crack, guatemaltecos oscuros, los
ilegales buenos para nada sin derecho a estar aquí,
sin derecho a ser,
sin derechos.
Pero no sé de dónde han venido estos buenos hispanos.
No es el lenguaje lo que nos une ahora ni nuestra
historia común.
No queda nada entre nosotros, aquellos a quienes
alguna vez llamé tan agridulcemente mi gente.

Ana Castillo



Vuelos de Eternidad

Recuérdame feliz con mis coletas,
y mis leotardos rojos y aquel brillo
del charol del domingo
en mis zapatos nuevos.
Y recuerda también
la misa perfumada de las once,
tu presencia distante, pero cierta,
la breve curva del agua rendida,
la cita con el puente y sus regatos,
la nobleza de un aire
festejado de soles.

-Ahora cabalgo nubes que no nombro
y está el puente poblado de ojos nuevos
que no podrán saber de tu prestancia-.

Olvida
aquel momento triste en que, sumida
en medio del bullicio, me ausenté;
mis pupilas oscuras, tan lejanas…,
inmolando el azul de la mañana;
mi huida hacia el remanso del olvido;
la pulsación sombría de las aves
que acecharon, tenaces, mi regreso.

Olvídalo. No importa.
Sólo importa que fui
voraz caleidoscopio de ilusiones,
libro que estaba abierto a la escritura
naciente del amor ,
ingenuo manadero de delirios
sobre el perfecto talle de tu imagen.

No olvides
la alquimia de la hoguera
en la noche embrujada de las cruces;
los ancianos en círculo,
protegiendo el arcano de las llamas;
a nosotros, danzando enloquecidos
al conjuro de extraños sortilegios,
cantando, ingenuos, «a tapar la calle»
para impedir que el alba destruyese
el luminar flamante de la fiesta.

Ana Castillo











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