Carlos Ávila Villamar

el talento

Yo tenía once años y era el más joven de la clase
siempre he sido el más joven de todo, es decir
el más inexperto
el más ingenuo. 

Hecho de una promesa de talento y nada más.
El talento es el nombre de la inexperiencia
de los que tienen
buenos padres.

Todo niño con un buen par de padres ha sido talentoso.
Me pregunto quién no ha sido el niño prodigio
de una familia
de pueblo pequeño. 

Si pudieran saber los buenos padres qué pasa
con sus niños prodigio
cuando crecen y no dan frutos
cuando entienden la generosidad de la mentira
que el mundo una vez les dijo. 

Yo tenía once años e iba a mis clases de dibujo
mi profesor había sido profesor de mi padre.
Todas las mañanas una naturaleza muerta
regresaba a mi casa copiada en papel
y se la mostraba feliz a mi padre y a mi madre.
Cuánto talento tenía. 

Recuerdo por dónde le llegaba la luz
a los viejos objetos de aquellas
naturalezas muertas
hasta dónde
se estiraban las sombras, las líneas imaginarias
que las sombras nunca llegaban a tocar. 

Recuerdo el lado gastado del grafito
plano y metálico, entre más usado
más diligente. Mi mano torpe apoyada en el blanco
temerosa de no empañar el dibujo.
Recuerdo cómo coger el lápiz para imitar
la madera opaca, el brillo invisible del cristal
la textura gastada de los paños. 

Nunca cometí la vulgaridad de hacer un brillo
con una goma de borrar, el blanco de mi papel
siempre había sido blanco. 

Todo cuanto tiene el dibujante es su integridad
y yo estaba orgulloso de la mía. 

Dejé de dibujar a los doce años y ahora
no puedo trazar una línea decente
sin la ayuda de una regla. Mucho menos
hacer un retrato. 

El profesor se sentaba penumbroso y sonriente
en una esquina, era lo que mi abuela llama
un viejo zorro. Cuánto extraño
a ese viejo zorro. 

Había tanto silencio que se escuchaba el grafito
contra el papel, veinte grafitos copiando
una naturaleza muerta, que variaba cada día
pero que de algún modo
era siempre la misma. Misteriosa
intransferible. Veinte grafitos tratando
de que el blanco siempre hubiera sido blanco.
Veinte grafitos.
Veinte talentos en el aula. 

Ha pasado mucho tiempo y he olvidado
el olor singular de aquella aula
pronto dejaré de ser el más joven.

Carlos Ávila Villamar




la fortuna errante

De haberme fijado más habría notado
que el rugido noble del mar era
el de un sueño. Las sombras seguían
a los objetos, caminaban obedientes bajo los objetos
pero en aquel cielo azul cromado
no había una luz que fuera su causa. 

Cuando me daba la vuelta las crestas llameantes
acróbatas de las olas hacían dibujos ridículos
pero ya me había dado la vuelta
y no podía verlos. 

Fabricamos tanta realidad
como nuestros sentidos son capaces de atender
y nunca atendemos demasiado. 

La arena estaba despiadadamente cubierta
por un piso de tablas que se mojaban y se secaban
y se mojaban saladas
hasta el infinito hipotético del sueño
Había mucho espacio entre las tablas
recuerdo, y con la marea alta se veía
el agua clara entre las tablas y el fondo
tembloroso por el frescor del agua
el fondo
nítido
coronado por perlas de espuma
que se acumulaban en los pliegues
transparentes del agua
entre las tablas. 

Miraba hacia abajo y el cielo desprotegido se borraba
sobre mí, pero se podía distinguir el rosado
de algunas partículas caprichosas de arena
que se veían en el fondo, afiladas por el tiempo.
En el sueño era posible distinguirlas
en el fondo tembloroso. 

Y pude ver a un niño en el sueño
que rebuscaba en la arena
había encontrado algo. 

Unas piezas metálicas de vajilla
largas y antiguas, como venidas
del lujo señorial de otro siglo.
El niño las sacaba ansioso
y las dejaba mojadas y brillosas
doblemente brillantes
a su lado
sobre las oscuras tablas.
Nadie lo veía, solo yo.

Y miré hacia abajo y vi más piezas
bajo el agua, largas
como si las manos de sus viejos dueños
hubieran sido más largas y frágiles
que las mías. 

Había juguetes de madera, tan antiguos y raros
que no parecían juguetes, y cofres de nácar
tallados a mano, abiertos e indefensos, y peines y alfileres
y dedales y un gran candelabro sin velas, pero sobre todo
había cuchillos y tenedores y platos blancos
con bordes que parecían diestros tejidos de oro.
Algunos de los platos no tenían una sola rotura
una sola grieta, estaban medio enterrados
en la arena, y uno podía sacarlos con una mano
en una sola pieza. 

Así que me apresuré y seguí rebuscando
en el agua casi invisible.
Confirmé la presencia del agua
con mi mano, con el cambio de temperatura
con su mansa resistencia al avance de mi mano
y por los pliegues de brillo en su superficie
alrededor de mi mano.
El agua era el suave tacto del agua
en mi mano, y poco más.

Seguía caminando sobre las oscuras tablas
y seguía encontrando piezas errantes.
El macizo péndulo de un reloj de pared
que nunca existió
como tampoco existieron las tazas
de las que no aparecían más que los brazos
blancos e incompletos anillos de porcelana. 

Acumulaba piezas, tantas como podía
no sé en el sueño cuántas cabían
en mis manos. 

Tenía cinco tenedores y cuatro cuchillos
y yo quería cinco cuchillos, para completar el juego
pero luego aparecía otro tenedor
y otro, y solo había encontrado tres cucharas
de sopa, en el la locura de mi sueño
necesitaba encontrar todavía cuatro.

Ninguna cantidad satisfacía mi codicia.
Hay algo en la codicia muy cercano
a nuestro deseo de ordenar
y catalogar cosas. 

El viejo codicioso cuenta monedas
no solo para saber cuántas tiene
sino cuántas le faltan.
 
Una voz me pidió que me detuviera
olvidé cómo era la voz en el sueño. 

No me detuve, sabía que algo no estaba bien
y aún así no me detuve. Desperté
a los pocos segundos
y lo perdí todo.

 Carlos Ávila Villamar












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