Cicerón Flórez Moya

Consagro este dí­a al amor 

Antes, voraces dí­as sobre mi pecho
y la noche comiendo a fondo el resto.
La atroz agua nocturna del naufragio me llevaba.
Y estaba el corazón en el olvido.

Solo pálidas figuras en la ahogada memoria.
Allí­ estaban, el rostro de antes,
las palabras anteriores al derrumbamiento,
los ojos del preludio, sí­, sus ojos,
en donde hallé lagrimas como joyas,
hilos de mi propia luz.
Y caminos para llevar el amor más seguro.
Antes estaban allí­. Su presencia conmigo,
eran raí­z, nombre, sí­labas terrestres. 

Luego, por sobre todo, el agua de la noche,
la fibra dura de la ceniza,
el hastí­o en que fue a romperse
lo que antes era fuente y llama.
Y sin camino me ví­ a través de la noche.
Solo la triste lí­nea de un nombre que se pierde y mi saber morir. 

Pero hoy, después de todo, aquí­,
entre papeles llenos por el olvido,
entre las furias de los huesos disgregados,
entre pasos cortados en su ruta,
entre el rescoldo y la hoguera,
entre el odio y los advenimientos,
entre las casa de locura y miseria,
entre los mareados pabellones de sexo,
entre mil bocas vetadas por otras bocas,
entre el humo de las fugas,
entre las paredes más desiertas,
entre la deserción y los adioses,
entre este nuevo color del alba,
entre la noche en que me reconozco,
regreso hasta encontrarte, a ti.

Consagro este dí­a al amor, a tu amor, a mi amor,
a nuestro amor, al mundo que nos junta.
El dí­a tuyo y mí­o. Este dí­a más grande.
Resplandeces bajo el sol para mi gozo,
caes como paloma del verano.
Vienes como una rosa recién puesta al vuelo. 

Te consagro este dí­a, partidaria y mí­a,
en la soledad y la esperanza.
Regreso al manantial que antes no tuve,
regreso para tu beso y mi ilusión,
venciendo la dura agua de la noche,
apartando toda oscura memoria en el tiempo,
porque aquí­ me inicio de nuevo
para abrir el mundo con tus ojos. 

Consagro este dí­a al amor, a tu amor, a mi amor,
a nuestro amor. Aquí­ nos encontramos,
como quien encuentra su vida y su verdad,
hasta para correr hacia la muerte.

Cicerón Flórez Moya




El mar 

El mar no era solamente agua inmensa,
o una suma de acantilados escondidos.
No era apenas el oleaje de inundación variable
repetida con exactitud de tiempo y de viento,
o exuberantes secretos de la profundidad
enraizados como blasones inextinguibles
según ya lo habí­a dispuesto Poseidón,
otro dios inventado por la imaginación griega.
Es también la fosa final de los náufragos,
esos que bracearon contra olas encrespadas
y no pudieron remontar el acecho de la muerte
que les llegó como cadalso de agua letal.
Y es la morada de marineros con nostalgia de tierra,
con amores distantes, sueños acumulados a ritmo
de navegaciones a veces inciertas o remontadas
a precipicios con fantasmas de sirenas mitológicas
cuyos cantos embaucadores son parte del delirio.
El mar ha sido la fortaleza de vagabundos errantes,
los piratas cazadores de poderes y tesoros
o guerreros empalagados con victorias pí­rricas
o atrapados por contrarios sin lugar a escape. 

Allí­, pescadores inclinados a sus presas vivientes,
unas veces refundidos en los latidos escamosos
que son también sus esperanzas palpitantes.
El mar longevo, de metamorfosis descifrables,
con fantasmas que ponen tempestades
en el entorno de los litorales desolados
o invadidos de peces y de pájaros transoceánicos.
Mar inmenso de tiburones afilados y voraces,
de crepúsculos que son un tejido de luces
en medio de lejaní­as y de amores con adioses.
El mar de naves hundidas sin posible retorno
y de guerras que ensangrentaron el océano.
El mar a veces feliz o cargado de tormentas,
con piratas que se juegan la vida en un salto
sin medir el precipicio donde la muerte espera
con la soga de fuego a la hora de la entrega.

Cicerón Flórez Moya



En todo tu color

Tanta luz en tu ojos, tanta luz en tus manos,
tanto color que te brota del alma,
tanto color que sale de tu sangre,
color que cae al mundo y me traspasa,
color que viene de la propia muerte,
o de la más dura roca de los dí­as,
o baja de los hombres o de la fronda humana,
o llega de una cifra de demencia
o de la soledad de tu llama y la mí­a.
Tanto color de relámpago, de espina, de ternura,
tanto color igual al sonido de una rosa,
tanto color del agua y de la noche cotidiana,
tanto color de risa de payaso
o de una vieja lágrima.
Tanto color de vida bajo el rocí­o de una primavera.
Tanto color de mujer al nivel de su verdad. 

Se me entra la luna por los poros
y corazón adentro me deja tu color de cristal:
color para mi angustia y mi palabra
hay siempre en tus moradas.
Y el silencioso amor tiene el color de un cielo estrellado.
Y el paso que te trae es igual al color del polvo y de la llama.
En todo tu color, para cubrirme.

 Cicerón Flórez Moya


 
"Estoy vivo y seguiré trabajando para disfrutar la libertad y la democracia. Y que todos nos aproximemos a actitudes que ofrezcan un mejor porvenir. Ahora, como asesor emérito de La Opinión aporto iniciativas para engrandecer al diario así como escribo mi columna Plano Público más entrevistas y otras reflexiones sobre hechos relevantes."

 Cicerón Flórez Moya


 

"Fue muy interesante esa posibilidad de comunicarme con la sociedad para contar los hechos."

Cicerón Flórez Moya



Luz en la oscuridad 

La luz sobre las cosas oscuras
puede ser una trama de la ilusión,
pero su resplandor deja definidos
los nombres y las figuras que se quedan.
También el canto de voces invisibles
es una corriente de la memoria del tiempo
que va plasmando huellas en los caminos.
Muchos gestos describen lo inesperado
Y ponen al desnudo secretos que parecí­an
joyas enterradas por el olvido.

Cicerón Flórez Moya













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