Juan Carlos Olivas

Crónica en vilo

                                                            Solamente los muertos reconocen el reverso de las piedras

                                                            Olga Orozco 

Primero olvidaré mi nombre.
Luego las gazas que se acumulan
en el vaho de esta noche.
Después reiré ante los objetos
que llegan al acecho
como verdugos entre las comarcas.
Repasaré los viejos manuscritos de la desesperanza
y pensaré en la erosión de los dí­as perdidos,
el azogue del látigo en las mí­ticas batallas.
Diré en voz alta el verso
que los gladiadores decí­an antes de morir
y dejaré en la arena un sí­mbolo
que escribiré con la punta de mi lanza.
Iré retrocediendo entre las sombras
como un antiguo sueño atado al porvenir,
ya no escucharé gritar la muchedumbre,
sus rosas volar desde la graderí­a
ni a la mosca que llega a posarse
sobre mi sangre seca.
Pido perdón a los que vienen conmigo,
perdón también a aquellos a los que no pude seguir.
Solamente los muertos conocen el reverso de las piedras
y solo esta piedra reconoce mi nombre.

Juan Carlos Olivas



Donde nace la niebla 

Uno sale de casa cada mañana
con la certeza de que va a morir. 

Atraviesa la ciudad,
saluda a duras penas,
esquiva el sol
porque es algo indecente,
compra el primer periódico y lee:
Una vez los poetas
poseyeron cualidades sagradas
y entre los suyos eran considerados profetas. 

Y entonces empieza el mal de estómago,
cierras el periódico y lo tiras,
tratas de no hacer ruido
pero el asco es enorme. 

Llegas tarde a trabajar
y siempre la misma frase inútil,
buenos dí­as, qué tal, ahora almorzamos.
Y recuerdas el sonido de la máquina de escribir
de aquel vecino retirado
que le dio por escribir poemas. 

Piensas en las teclas,
en el humilde orificio de un disparo en la sien,
en ese pensamiento,
en esa mí­sera unión de sí­labas
que escaparí­a de los sesos y la sangre. 

Quizás ahí­ está la salvación
                               pero desistes,
y almuerzas pí­ldoras y tragos de estricnina
y sonrí­es a las muchachas
que pasan despeinadas;
llueve, miras tu reflejo amorfo
en la gasolina que arrastra el pavimento,
un zapato de niño en la basura.
Piensas que no hay verso que redima
la invención del mundo
(un poema no es un manual de instrucciones)
y pasa la vida, tu propia vida
como una página fermentada por el fuego.

Sabes que todo puede acabar
de un momento al otro
y aun así­ olvidas toda luz,
tomas un taxi
y cuando el chofer te pregunta
¿A dónde vamos? le dices:
Llévame al lugar
donde nace la niebla.

Juan Carlos Olivas



En honor del delirio 

Una mujer va subiendo por mi sangre
en ese instante previo al disparo.
Muy al fondo de la página en blanco
he visto las catedrales caladas,
las huestes de la perforación
en un vaso de vino,
todas las vicisitudes que me he prohibido
y hoy desfilan para hacerme caer
en el momento justo
en que la luz deviene de la pólvora.
Atrás dejé el ruido de los naufragios,
abolí­ la visión de un cuerpo de cristal,
desterré al regimiento
que hací­a ronda en las madrugadas
para sodomizar mi ángel,
y vi cómo en la noche
los pescadores enterraban una granada
en el centro de la luna. 

Nada de esto fue gratuito
ni hizo que mermara mi fiebre.
Pasaron junto a mí­ los gatos de la lascivia,
sus lenguas eran dunas opresivas,
llevaban sobre sus lomos mis visiones,
la gracia que después pidió limosna
a las puertas del palacio de un emperador invisible. 

Nunca más veré el dí­a claro,
el trigo de la estepa,
nunca más sortearé
la costumbre de los mundos vací­os. 

A mi diestra caerán
miles y diez miles
invocando al Dios del Caos. 

El poema será el cuerpo que toque
                                         y haga mí­o
antes de que el disparo nos acabe,
antes de contemplar en vida
el rí­o de mi sangre,
mancille con la voz
mis manos navegantes
y construya con mi dolor
la barca de Caronte.

Juan Carlos Olivas




La leyenda del volcán

                                                            Nos desnudamos tanto
                                                            que los dioses temblaron,
                                                            que cien veces mandaron
                                                            sus lavas a escondernos.

                                                            Fabio Morábito 

Solí­amos dormir dentro del cráter de un volcán.
Íbamos en vacaciones a recoger arbustos,
a picar con guadañas la piedra del azufre. 

La niebla se travestí­a en los muros naturales,
era una muchedumbre en las palabras frágiles
mientras tú y yo hilábamos la música del páramo,
nos daba por perdernos entre las fumarolas
hasta volver de noche a la misma tienda de campaña. 

Ahí­ hací­amos el amor
hasta masticar la sangre,
hasta tenernos miedo y apartarnos
y la ceniza que éramos –no el polvo-
se mezclaba en el tiempo de otras fluctuaciones;
nos dejaba impregnados de una sal milagrosa,
nos desnudaba tanto hasta petrificar
lo que ahora llamamos memoria. 

Fuimos dueños de lo voraz
y de la gracia trémula
de alguien que vuelve intacto a su niñez
y trae noticias de sus vidas pasadas,
un trozo de madera preciosa,
una punta de lanza
que se incrusta en la piel
de los animales muertos,
una rama de olivo
que se meció en los picos de las aves. 

Desde aquí­ ya no hay rastro del diluvio;
sin embargo, al verte
la lluvia se te escapa
y cuando pones tu mano en mi pecho
tu puño es la piedra que se hunde
en medio del estanque
y desciende en zigzag,
más su sonido no lo puedo describir: es la poesí­a. 

Su verbo es tan real
como el magma que habita bajo nuestros pies
y que ya viene a mudarnos la vista en el paisaje,
a invitarnos a ser parte del volcán y perecer,
o salvarnos
        en el misterio de los cuerpos
                                                 que son uno
y viven para contar su historia.

Un dí­a hablaré de ti y no me creerán,
un dí­a dirás mi nombre
                     y se echarán a reí­r.
Pero vendrán las lavas
y todos moriremos,
pero vendrán las lavas
y de nuevo tus ojos
me harán creer
en la ceniza.

Juan Carlos Olivas








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