Ví­ctor Rivera

Antigua música 

Hubo un tiempo
en que reposaste tu cabeza,
como una garza en su plumaje,
escuchando la música de tu propio cuerpo. 

Hibernabas sin saberlo
en el refugio de tus órganos,
como un animal que se prepara para vivir,
haciendo lento
el compás de sus latidos. 

Escuchabas las réplicas de un mundo subterráneo
que desde el fondo miraba
la humana correspondencia. 

Fueron las cuerdas
de ese laúd suspendido
dentro de ti mismo,
lo que te hací­a frágil
e invencible,
sensible al más mí­nimo acento
traí­do por el aire.

Ví­ctor Rivera




Nocturno 

En la región donde bebe el tigre junto al ciervo,
en el abrevadero de las sales
donde el cazador renuncia a su presa, 

escucha el ruido manso de los belfos,
y permite que te tome para sí­ la piel manchada, 

luna de los tigres
y su reinado de salvaje inocencia. 

Monta el ciervo que enmarca la noche con sus astas:
no temas perder en su cabalgar el astrolabio, el sextante,
o la brújula coleccionada en un anticuario de Londres. 

Encuentra la manera de abrevar con las criaturas,
y sigue el canto del guí­a primitivo,
el aceite de sus lámparas,
la paloma que en la noche resplandece. 

Permite que te tome para sí­ la piel manchada,
y sé la levedad con que los tigres viajan
en la penumbra de saetas florecidas.
Cazador de los que ya no hay allende a las orillas.

Ví­ctor Rivera



Obsidiana

II

Intentas el sonido con que caen las espigas a la tierra.
Buscas la arcilla con qué hacer el instrumento
que te de la imitación de lo que al aire se acerca.
 
Sin conocer el acento que devuelve
el orden de las lluvias,
haces tu creencia de llamar al agua
con una música que se le parezca.
 
Trabajas con nuevo material
lo que desde un comienzo se hace antiguo:
incompletas melodí­as de un collar
como la sombra de las palmas
en la mar que recomienza.
 
Pero el misterio sobrepasa toda imitación
y te sorprendes tan vací­o como una costa virgen,
mientras el jadear de tus potros hace surcos,
moviendo pájaros que vuelan al paso.
 
Algún dí­a bajo los guijarros,
encontrarás la canción con que poblar la noche,
en la ignota tierra de los mares y las selvas.

III

 Si buscas lo semejante a la primera noche de tu cuerpo,
acude al sesgo de la hierba
que oculta la pupila de los corzos,
al velo que esconde la mirada
en espera de conocer lo nunca visto: 

Horas de silencio
en que sólo por partes
se entrega cada presencia. 

Tiempo de nacer al agua,
a los rí­os que llaman
para ser tocados. 

En barcos que por primera vez experimentan
el espejo de los mares,
haces los vértices de tu efigie,
la libertad de tu velamen,
hoja minúscula,
sobre el cristal más frágil de la tierra.

Lo semejante a la primera noche de tu cuerpo,
está en todo lo que puede dar una bandada de pájaros,
en una galerí­a de huellas y de sombras
que te recuerdan el momento de ceder tu palabra
ante lo que no conoces.

Ví­ctor Rivera








 

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