Enrique Jardiel Poncela Espérame en Siberia



El suicidio es la teoría de muchos y la práctica de unos pocos. Y casi todo el mundo se suicidaría si después del suicidio se pudiera seguir viviendo.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 1
 

 
Pero, ¡ay!, los tiempos de ahora no son aquellos buenos tiempos sino otros.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 4
 

 
Antes se contaba una aventura en el Polo Norte y el lector palidecía de angustia imaginándose las terribles fatigas que Le produciría al héroe aquella naturaleza desierta, misteriosa y hostil; hoy el Polo Norte es un sitio tan conocido como la plaza de la Concordia y al excursionista ártico que fracasa en un viaje le acompaña una rechifla universal, como al que no da en el blanco en las verbenas.
Antes se podían componer volúmenes enteros sobre la existencia ritual y feroz de los pieles rojas; hoy todo el mundo sabe que no hay más pieles rojas que los individuos atacados de escarlatina.
Antes era posible enhebrar peripecias estupendas en la soledad del océano; hoy los océanos están tan frecuentados como la Costa Azul en invierno o Vichy en verano.
Antes la reseña de un viaje en globo pasmaba a las gentes; hoy cualquier hombre de cierta posición social es dueño de un aeroplano sin más límite de vuelo que el agotamiento de la gasolina o una súbita jaqueca del piloto.
He ahí las dificultades en que tropieza un folletinista de esta época.
Sin embargo, es tentador resucitar la novela "de aventuras" acomodándose a las exigencias actuales, utilizando los recursos de nuestro tiempo.
Y hemos desarmado de tal manera el mecanismo del mundo y de la vida, se ha vuelto la Humanidad tan egoísta, tan sedienta de goces, tan hambrienta de sensaciones, tan calculadora, tan bestialmente materialista, tan turbia, tan tortuosa, tan disimulada, tan perversa, tan frenética de dinero, tan sorda al sentimiento, que... ¿quién sabe?... No tendría nada de particular que un folletinista actual encontrara todavía salvajes en las calles de una gran ciudad; y sorprendiese la frialdad, la soledad y la desolación polares en el corazón de algunas mujeres; y descubriera la empolvada melancolía del gaucho bajo el smoking de hombres aparentemente frívolos; y hallase hogares semejantes a tribus de pieles rojas; y conociera —en medio de la multitud gozosa y ruidosa de un salón— dramas tan desgarradores y tan ignorados como los que se desarrollaban en el inhospitalario océano de antaño; e, incluso, estableciese contacto con espíritus más elevados y más ansiosos de azul que el globo de ayer o el aeroplano de hoy.
Acaso pueda intentarse aún, en este tiempo en que nada extraña ni nada choca —a excepción de los trenes y de los automóviles—, la novela "de aventuras", que por el solo hecho de serlo, ofrezca ya interés.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 4
 
 
Cada instante de vida humana necesita un libro para ser contado.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 5
 
 
Toda realidad nace de un ensueño. Y toda obra literaria nace de una mujer. ¡Si ellas se dieran cuenta de lo capacitadas que están para poner al hombre en condiciones de producir!... Pero las mujeres no se dan cuenta de eso. Son fuerzas ciegas de la Naturaleza, como los volcanes, las tormentas o las cataratas; y las fuerzas ciegas de la Naturaleza excitan las facultades del que crea sin enterarse de ello. Las mujeres llegan inesperadamente, nos hacen sufrir y nos obligan a pensar. Son exactamente iguales que el reuma, con la sola diferencia de que, por lo mismo que provocan el pensamiento dejan siempre detrás de sí algo imborrable. (Unas veces dejan las mujeres la obra literaria que han inspirado. Otras veces dejan una cuenta del modisto.) (Y, con frecuencia, las dos cosas.)
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 6
 
 
 
Ocurrió que, al cabo, comenzaron a espaciarse las visitas al gabinetito... Cesaron al fin del todo. El terrón de azúcar del amor se disolvía en el café del hastío. La ilusión, como los motores, marcha bien al principio; empieza luego a tener pannes y, por fin, queda inservible... Y aquel motor se paró, ya exhausto.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 7
 
 
—¿Cuál es tu último deseo? —le preguntó el director de la cárcel al famosísimo criminal Rauthers la noche en que éste entró en capilla—. ¿Qué quieres que se te traiga, unbeefsteak con patatas, un...?
Y Rauthers replicó:
—Tráiganme ustedes una novela de aventuras.
La petición del reo fue, naturalmente, obedecida; y Matías Rauthers pasó su postrera velada leyendo sin descanso, y en el momento de sentarse en el sillón eléctrico —y homicida— leía aún.
Más tarde, cuando ya la justicia humana quedaba satisfecha y ahíta, fue imposible arrancar el libro de las manos crispadas de Rauthers y hubo de ser enterrado con él.
Por mi parte, tendría un gran placer si lo que hizo Rauthers con aquella novela lo hicieran con ¡Espérame en Siberia, vida mía! cuantos criminales me honren con su lectura.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 10
 
 
Hay amores que encuentran una válvula de escape en el odio; otros encuentran una válvula de escape en la lujuria; otros, en el crimen pasional; otros, en el misticismo; otros, en la orgía continua; otros, en una nueva pasión. El amor del marqués encontró una válvula de escape en el llanto, en un llanto de todos los días.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 24
 
 
 
En fin, se decía de ambos lo que las gentes dicen siempre de los demás para contrarrestar —sin duda— lo que de ellas mismas se dice.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 35
 
 
Los enamorados son como los relojes: alguien les da cuerda y andan sin saber por qué. Al fin, un día el resorte principal se rompe dentro de ellos; entonces se les lleva a casa del relojero y el relojero se encarga de estropearlos del todo; en adelante, ya jamás recuperarán el equilibrio perdido, y van a parar al Rastro, donde son puestos en venta y adquiridos por un caprichoso cualquiera.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 37
 
 
Nosce te ipsum... es bueno que nos conozcan los demás, pero empecemos por conocernos nosotros mismos...
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 51
 
 
—Yo podría darte un amor quieto, circunscrito a una ciudad, a una casa, a una alcoba... —propuso tímidamente Palmera.
Mario extendió la mano armada del cigarrillo con un gesto inexorable.
—Sería igual... Tu movilidad no se guarece sólo en tus piececitos, sino que reside también en tu corazón. Mercurio, al llevar alas en los pies, engendra los viajantes de comercio. Pero Cupido, al llevar alas en las espaldas, engendra los disgustos a diario. Tú y yo nos encerraríamos en una alcoba y, a pesar de ello, alimentaríamos un amor tumultuoso y fatigante. Somos dos espíritus super-excitados y de tal unión saltarían chispas. Nos crearíamos conflictos sutiles que las almas quietas no sospechan siquiera. Sé lo que es eso. Lo he vivido muchas veces. Es una combinación tan catastrófica como meter dos aeroplanos en un hangar y hacerlos que emprendan el vuelo. Es como guardar dos águilas del Pirineo en una caja de sobres.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 57
 
 
La poesía es el camino más corto para llegar al error.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 70
 
 
—¿Usted cree que me catearán?
—A lo mejor. Son unos exigentes. ¡Pretender que estudie uno con el sol que hace!... —gruñó Fäber frunciendo el entrecejo.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 91
 
 
—¿Aprender a curar a los demás? No, gracias. Prefiero aprender a ponerme malo yo mismo
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 93
 
 
Mario vivía con la alegría superficial de quien no espera la felicidad absoluta, pero de quien cree en la felicidad relativa apoyándola en la independencia económica y en la ausencia de toda investigación. No tenía ideales, ni creencias, ni opiniones consoladoras, ni fe. Pero vivía acoplándose a las cosas gratas y rechazando todo aquello que pudiera perturbarle.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 94
 
 
Fäber, analítico a pesar suyo, era un amargado sin manumisión posible. La ciencia y la vida, los libros y los hombres, el pensamiento y la acción le habían desilusionado hasta las entrañas, Además, era pobre.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 94
 
 
Durante sus primeros tiempos de San Carlos creyó hallar una salvación en la carrera y estudió locamente, lo que le valió para saber todo cuanto había que saber; para saber que no se sabía nada.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 95
 
 
Por último, buscando una definición que se hallase de acuerdo con sus ideas, Fäber encontró en un libro esta definición exactísima y admirable: LA MEDICINA ES EL ARTE DE ACOMPAÑAR CON PALABRAS GRIEGAS AL SEPULCRO
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 96
 
 
—¿Eres feliz? —le había preguntado.
—Soy lo bastante feliz para no tirar bombas —repuso Fäber
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 96
 
 
—Hay dos buenos trucos para triunfar siempre —explicó Joaquín—. Uno: hacerse el idiota; otro: serlo.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 97
 
 
El ser guapas es lo único que se les puede perdonar a las mujeres.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 98
 
 
—¿Qué crees que debo hacer, casarme o continuar soltero?
—Debes hacer justamente lo que te dé la gana.
—Pero tú, ¿qué me aconsejas?
—Te aconsejo que no pidas que te aconsejen, Mayito.
—Sin embargo, es necesario saber... ¡Si vieras, Joaquín, que al fin y al cabo no soy más que un ignorante!
—Mejor que mejor, hombre. Así cuando te mueras ganarás el cielo.
Quisiera saber mucho de algo, conocer algo a fondo; quisiera, por lo menos, conocer mi propia inteligencia.
—Si quieres conocer tu propia inteligencia lee a Bayle.
—¿Por qué me dices eso?
—Porque Bayle escribió un tratado sobre la inteligencia de los animales.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 98
 
 
—Mi abuela se intoxicó con una ración de merluza en malas condiciones.
—¿Cuáles fueron esas malas condiciones de la merluza?
—Que era carísima.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 102
 
 
-El día en que el Hombre inventó el suicidio se llevó Dios el primer disgusto imprevisto.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 112
 
 
-La mujer, la amistad y el suicidio son los lujos de los espíritus fuertes.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 113
 
 
-Suicidarse es como subirse en marcha a un coche fúnebre.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 113
 
 
La vida humana oscila entre la incongruencia y el puré de legumbres...
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 118
 
 
—¿A qué hora ha muerto este caballero?
—¡Pero si no ha muerto!
—clamó Palmera.
—¿No?
—No, señor; respira perfectamente.
—¡Ah! Pues si respira, es que vive; a menos que nos hallemos ante un caso rarísimo...
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 181
 
 
¡Ay Hèlas!... (como dicen en tales ocasiones los franceses) ¿acaso quedaba otro recurso que morir?
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 191
 
 
Mario recordó una definición que imaginara años atrás, a la vista de otros viajeros semejantes, en cierta excursión a las Indias septentrionales:
—Se llaman "turistas" unos bichos que recorren el mundo en manadas, alimentándose exclusivamente de un pienso denominado "baedeker" y andando en dos pies para despistar...
Las Compañías marítimas vivían de estos seres, devorándolos anualmente con las mandíbulas de sus paquebotes en cantidades prodigiosas, como las merluzas y los bacalaos devoran a toneladas los ejércitos de arenques que maniobran, formando islas movedizas, en las costas de Terranova.
Un viajero auténtico, uno de esos seres enterados de las cosas, que viajan en todo tiempo y por todas partes, tenía que ver forzosamente con repugnancia estas caravanas que elegían un mes del año para darse una vueltecita alrededor del Mediterráneo y regresar a sus países diciendo con voz engolfada:
—Pues una noche, en El Cairo...
O:
—Cierta tarde, al fondear en Constantinopla....
O también:
—Me hallaba yo una mañana a orillas del Nilo, ...
¡Qué asco! Mario escupió en el muelle, añadiendo con la más envenenada de sus sonrisas:
—Para estas gentes, el Mediterráneo es el estanque del Retiro: dos vueltas un real. Una vuelta, 8.750 francos...
Y volvió a escupir.
Un caballero y una dama se acercaron entonces a él y escupieron por turno.
(Musia Spoletto y Curcio Pavanelli.) El lector los habrá adivinado.
—Me imagino —dijo Curcio dirigiéndose a Mario— que su repugnancia está producida por este publiquito...
—Sí. Es un público de café en domingo.
Musia le sonrió, elogiándole con los ojos la justeza de la frase.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 199
 
 
Las mujeres son como las cerezas: al principio nos cazan la atención por su hermosa apariencia; luego se dejan paladear por nosotros, y al final nos encontramos con que son un hueso...
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 203
 
 
Había nacido, sin concederle a esto demasiada importancia, en los páramos del Dniéper, un día de tormenta. Por lo cual, su idea de la vida era húmeda y gris.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 236
 
 
Se llamaba Siska Takadiawna y tenía treinta y un años, esa edad terrible en la que hasta las mujeres feas se ponen hermosas y hasta las que tienen un temperamento frío se vuelven ardientes.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 236
 
 
—¡Qué bonito, correr el mundo perseguido a diario por un asesino implacable!... ¡Y estar citado en Siberia con una vedette de la gran revista en cuyos brazos descansar!... Sólo con situaciones así de interesantes se comprende la vida.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 239
 
 
—¿Qué? ¿No estoy bien? —dijo él dando una vuelta sobre su eje.
—Parece usted un cazador de grillos. Y me apostaría algo a que con ese traje provoca usted la annocchiatura.
—¿Y eso qué es?
—El "mal de ojo". Ya sabrá usted que la obsesión por el "mal de ojo" es general en Córcega.
—Un mal de ojo general... ¡Buen país para los oculistas!
—¿Cómo se le llama en España al "mal de ojo"?
—Conjuntivitis
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 243
 
 
Todo hombre que no tiene gana de trabajar abre una fábrica para vivir del trabajo de los otros.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 261
 
 
Las mujeres son como las guerras: el que las ve de lejos y sin tocarlas más que con la imaginación, las encuentra magníficas y heroicas, y aplaude y grita: ¡Viva! ¡A la guerra! ¡Es hermoso morir por la Patria!; mientras que los que han conocido las guerras de cerca y han saboreado varias y las han resistido hasta el fin, ésos no hablan de ellas sino para condenarlas duramente... aunque al surgir una guerra nueva sean los primeros en alistarse para volver al frente.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 282
 
 
La gente ve las cosas al revés y cree que el defensor de la mujer es un amante agradecido y que el detractor, es un amante despechado; porque la masa de la gente carece del instinto de la perspicacia. Pero el que sea perspicaz observará que dentro de cada detractor de las mujeres suele existir un individuo que tiene suerte con ellas y que entre ellas vive constantemente. Ocurre lo propio en las religiones... ¿Quién trata con menos reverencia a los Santos? El sacristán, que vive entre ellos. ¿Y qué acaba haciendo el sacristán con los Santos? Desnudarlos: lo que acaban haciendo también esos hombres con las mujeres de quienes hablan mal...
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 283
 
 
 
Soummet explayó su teoría de que cuando una mujer decidía entregarse a un hombre, éste no tenía necesidad de poner nada de su parte; mientras que cuando ella resolvía no entregarse, hiciera el hombre lo que hiciera, todo resultaba inútil... Fue muy aplaudido por los que no le oyeron.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 287
 
 
Lupe Jalisco exclamó: —Quizá las mujeres procedemos animalmente.
—Son ustedes el insecto que más se parece el ser humano —observó Esfarcies.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 287
 
 
—¿Sabe usted la noticia? —le espetó Cienfuegos.
—¿Qué noticia?
—Pues que la bailarina mexicana ha pasado la noche en la litera de Mitsuya Somakiri.
—¿Es verdad?
Ello destruía todo el debate de la velada anterior.
Mitsuya Somakiri había logrado las caricias de aquella espléndida mujer —con la que subrepticiamente ensayó cada cual su sistema— no siendo ni guapo ni feo, ni alto ni bajo, ni apasionado ni ingenioso, ni hablándole con fuego, ni pegándola, ni haciéndose el inexperto, ni disertando groseramente sobre el amor, ni despreciándola, ni envolviéndola en mimos, ni fingiendo una furiosa impaciencia.
El problema, por tanto, seguía en pie. (Y seguiría hasta la Resurrección de la carne.) ¿Qué había que hacer para enamorar a las mujeres?
Mario sentó jurisprudencia diciendo:
—Para enamorar a las mujeres, señores, no hay mejor cosa que ser japonés, llamarse Mitsuya Somakiri y contestar  a todas las preguntas...
Y nadie dejó de estar conforme con la conclusión.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 289
 
 
—No olvide usted —protestó Mario— que los lechos de amor son comunistas: quiero decir que "igualan a todo el mundo..."
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 291
 
 
—¡Ah, Mussolini! ¡No sabes lo feliz que soy! ¡Ella me quiere! Me parece que ella me quiere... —le dijo echándose en sus patas nada más entrar—. ¡Me parece que Mimí me quiere! ¡Y yo la adoro!
El oso, tan inteligente siempre, había preguntado:
—¿Mimí tiene madre?
—No. Es huérfana.
—Entonces, todo irá bien. Seréis felices.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 347
 
 
El amor, la excitación que produce el amor no es más que un sufrimiento físico: este sufrimiento aumenta y aumenta progresivamente hasta un límite agudo que es el espasmo. En ese límite el sufrimiento cesa de un golpe. Y este brusco fin del sufrimiento, es el goce.
—De suerte que el amor ¿es únicamente el fin brusco de un sufrimiento?
—Únicamente. Desde una edad remotísima, la Humanidad lucha, se afana, piensa, mata, crea, y todo lo hace girando alrededor de esa nimiedad...
Mimí Bazar quedó pensativa. Sacó un cigarrillo de su pitillera de oro incrustada en ágata, lo empalmó en la boquilla y lo encendió lentamente, con un estremecimiento en sus dedos: como si encendiese la mecha de una bomba.
—¡Dios mío! ¡Es triste! —suspiró—. Es muy triste llegar a averiguar que eso, que nos hace tan dichosos, signifique tanto como la extracción de una muela o la deglución de un sello de aspirina: que sea nada más que el fin de un dolor...
—Sí. Es triste. Y es triste porque todo lo hemos idealizado con exceso. Porque pretendemos vivir con los oídos taponados con el algodón de mentiras engañosas. Y cuando el insecticida de la realidad pone en fuga a bicharraquillos del ideal, cuando nos arrancan el algodón y oímos claramente, entonces el Universo entero se desploma sobre nosotros... Por eso es triste.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 357
 
 
—¿En el guardarropa? ¡Pero, hombre, Roa, dejar un oso en el guardarropa de un cabaret!...
—¿Y por qué no ¿No se dejan los abrigos de pieles? ¿Pues por qué no iba a dejar a Mussolini, que tiene una piel de abrigo? Este razonamiento les hice a los empleados del guardarropa, y con él los convencí. Entre un abrigo de pieles y Mussolini no hay más que una diferencia: que los abrigos llevan las pieles por dentro y Mussolini la lleva por fuera.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 358
 
 
—Mussolini -le dijo—, opino que ni tú ni yo podemos presumir de ser demasiado guapos... Y Mussolini, siempre oportuno: —Don Mario: el hombre y el oso, cuanto más feo, más hermoso...
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 367
 
 
Las imágenes del oso y hombre se reflejaron juntas en el cristal, y Mario hizo una observación humilde: —Mussolini -le dijo—, opino que ni tú ni yo podemos presumir de ser demasiado guapos... Y Mussolini, siempre oportuno: —Don Mario: el hombre y el oso, cuanto más feo, más hermoso...
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 367
Y comprendió al punto que tanto Roa como Mimí acababan de atravesar por una de esas crisis que provoca a veces la vida para forjar espíritus nuevos y darle variedad al universo invisible de las almas.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 369
 
 
Los grandes sueños de la vida no se realizaban jamás; y si se realizaban era ya demasiado tarde: cuando su realización no interesaba o cuando las circunstancias impedíanle al soñador disfrutar de lo soñado.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 398
 
 
Darse a un viejo... Aguantarlo todo... por dinero. Sonreír... Dante no había introducido este suplicio en su Infierno.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 403
 
 
Era una tortura resistir y soportar aquello. Era un suplicio indecible que no se parecía a ningún suplicio de todos los que la crueldad del hombre en la historia había imaginado para desesperación de los espíritus. Darse a un viejo... Aguantarlo todo... por dinero. Sonreír... Dante no había introducido este suplicio en su Infierno. (Pero es que Dante tenía menos perspicacia que un sifón.) Una criatura humana necesita ser muy vil, muy innoble, muy sucia; necesita tener por alma una alcantarilla para dejarse afrontar y profanar así... Sin embargo, en esos mismos instantes en centenares de alcobas de la ciudad, sendas mujeres consentían “en ello”, y sonreían fingiendo agrado... Unas mujeres lo hacían por un duro; otras por cinco; otras por diez. Otras por mil pesetas; otras por un vestido; otras por un veraneo en el Norte; otras por un brillante; otras por una fortuna; otras por un matrimonio ventajoso.
 
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 402

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