El suicidio es la teoría de muchos y la práctica de unos
pocos. Y casi todo el mundo se suicidaría si después del suicidio se pudiera
seguir viviendo.
Enrique Jardiel Poncela
Espérame en Siberia, vida mía, página 1
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Antes se podían componer volúmenes enteros sobre la existencia ritual y feroz de los pieles rojas; hoy todo el mundo sabe que no hay más pieles rojas que los individuos atacados de escarlatina.
Antes era posible enhebrar peripecias estupendas en la soledad del océano; hoy los océanos están tan frecuentados como la Costa Azul en invierno o Vichy en verano.
Antes la reseña de un viaje en globo pasmaba a las gentes; hoy cualquier hombre de cierta posición social es dueño de un aeroplano sin más límite de vuelo que el agotamiento de la gasolina o una súbita jaqueca del piloto.
He ahí las dificultades en que tropieza un folletinista de esta época.
Sin embargo, es tentador resucitar la novela "de aventuras" acomodándose a las exigencias actuales, utilizando los recursos de nuestro tiempo.
Y hemos desarmado de tal manera el mecanismo del mundo y de la vida, se ha vuelto la Humanidad tan egoísta, tan sedienta de goces, tan hambrienta de sensaciones, tan calculadora, tan bestialmente materialista, tan turbia, tan tortuosa, tan disimulada, tan perversa, tan frenética de dinero, tan sorda al sentimiento, que... ¿quién sabe?... No tendría nada de particular que un folletinista actual encontrara todavía salvajes en las calles de una gran ciudad; y sorprendiese la frialdad, la soledad y la desolación polares en el corazón de algunas mujeres; y descubriera la empolvada melancolía del gaucho bajo el smoking de hombres aparentemente frívolos; y hallase hogares semejantes a tribus de pieles rojas; y conociera —en medio de la multitud gozosa y ruidosa de un salón— dramas tan desgarradores y tan ignorados como los que se desarrollaban en el inhospitalario océano de antaño; e, incluso, estableciese contacto con espíritus más elevados y más ansiosos de azul que el globo de ayer o el aeroplano de hoy.
Acaso pueda intentarse aún, en este tiempo en que nada extraña ni nada choca —a excepción de los trenes y de los automóviles—, la novela "de aventuras", que por el solo hecho de serlo, ofrezca ya interés.
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Y Rauthers replicó:
—Tráiganme ustedes una novela de aventuras.
La petición del reo fue, naturalmente, obedecida; y Matías Rauthers pasó su postrera velada leyendo sin descanso, y en el momento de sentarse en el sillón eléctrico —y homicida— leía aún.
Más tarde, cuando ya la justicia humana quedaba satisfecha y ahíta, fue imposible arrancar el libro de las manos crispadas de Rauthers y hubo de ser enterrado con él.
Por mi parte, tendría un gran placer si lo que hizo Rauthers con aquella novela lo hicieran con ¡Espérame en Siberia, vida mía! cuantos criminales me honren con su lectura.
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Mario extendió la mano armada del cigarrillo con un gesto inexorable.
—Sería igual... Tu movilidad no se guarece sólo en tus piececitos, sino que reside también en tu corazón. Mercurio, al llevar alas en los pies, engendra los viajantes de comercio. Pero Cupido, al llevar alas en las espaldas, engendra los disgustos a diario. Tú y yo nos encerraríamos en una alcoba y, a pesar de ello, alimentaríamos un amor tumultuoso y fatigante. Somos dos espíritus super-excitados y de tal unión saltarían chispas. Nos crearíamos conflictos sutiles que las almas quietas no sospechan siquiera. Sé lo que es eso. Lo he vivido muchas veces. Es una combinación tan catastrófica como meter dos aeroplanos en un hangar y hacerlos que emprendan el vuelo. Es como guardar dos águilas del Pirineo en una caja de sobres.
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—A lo mejor. Son unos exigentes. ¡Pretender que estudie uno con el sol que hace!... —gruñó Fäber frunciendo el entrecejo.
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—Soy lo bastante feliz para no tirar bombas —repuso Fäber
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—Debes hacer justamente lo que te dé la gana.
—Pero tú, ¿qué me aconsejas?
—Te aconsejo que no pidas que te aconsejen, Mayito.
—Sin embargo, es necesario saber... ¡Si vieras, Joaquín, que al fin y al cabo no soy más que un ignorante!
—Mejor que mejor, hombre. Así cuando te mueras ganarás el cielo.
Quisiera saber mucho de algo, conocer algo a fondo; quisiera, por lo menos, conocer mi propia inteligencia.
—Si quieres conocer tu propia inteligencia lee a Bayle.
—¿Por qué me dices eso?
—Porque Bayle escribió un tratado sobre la inteligencia de los animales.
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—¿Cuáles fueron esas malas condiciones de la merluza?
—Que era carísima.
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—¡Pero si no ha muerto!
—clamó Palmera.
—¿No?
—No, señor; respira perfectamente.
—¡Ah! Pues si respira, es que vive; a menos que nos hallemos ante un caso rarísimo...
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—Se llaman "turistas" unos bichos que recorren el mundo en manadas, alimentándose exclusivamente de un pienso denominado "baedeker" y andando en dos pies para despistar...
Las Compañías marítimas vivían de estos seres, devorándolos anualmente con las mandíbulas de sus paquebotes en cantidades prodigiosas, como las merluzas y los bacalaos devoran a toneladas los ejércitos de arenques que maniobran, formando islas movedizas, en las costas de Terranova.
Un viajero auténtico, uno de esos seres enterados de las cosas, que viajan en todo tiempo y por todas partes, tenía que ver forzosamente con repugnancia estas caravanas que elegían un mes del año para darse una vueltecita alrededor del Mediterráneo y regresar a sus países diciendo con voz engolfada:
—Pues una noche, en El Cairo...
O:
—Cierta tarde, al fondear en Constantinopla....
O también:
—Me hallaba yo una mañana a orillas del Nilo, ...
¡Qué asco! Mario escupió en el muelle, añadiendo con la más envenenada de sus sonrisas:
—Para estas gentes, el Mediterráneo es el estanque del Retiro: dos vueltas un real. Una vuelta, 8.750 francos...
Y volvió a escupir.
Un caballero y una dama se acercaron entonces a él y escupieron por turno.
(Musia Spoletto y Curcio Pavanelli.) El lector los habrá adivinado.
—Me imagino —dijo Curcio dirigiéndose a Mario— que su repugnancia está producida por este publiquito...
—Sí. Es un público de café en domingo.
Musia le sonrió, elogiándole con los ojos la justeza de la frase.
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—Parece usted un cazador de grillos. Y me apostaría algo a que con ese traje provoca usted la annocchiatura.
—¿Y eso qué es?
—El "mal de ojo". Ya sabrá usted que la obsesión por el "mal de ojo" es general en Córcega.
—Un mal de ojo general... ¡Buen país para los oculistas!
—¿Cómo se le llama en España al "mal de ojo"?
—Conjuntivitis
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—Son ustedes el insecto que más se parece el ser humano —observó Esfarcies.
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—¿Qué noticia?
—Pues que la bailarina mexicana ha pasado la noche en la litera de Mitsuya Somakiri.
—¿Es verdad?
Ello destruía todo el debate de la velada anterior.
Mitsuya Somakiri había logrado las caricias de aquella espléndida mujer —con la que subrepticiamente ensayó cada cual su sistema— no siendo ni guapo ni feo, ni alto ni bajo, ni apasionado ni ingenioso, ni hablándole con fuego, ni pegándola, ni haciéndose el inexperto, ni disertando groseramente sobre el amor, ni despreciándola, ni envolviéndola en mimos, ni fingiendo una furiosa impaciencia.
El problema, por tanto, seguía en pie. (Y seguiría hasta la Resurrección de la carne.) ¿Qué había que hacer para enamorar a las mujeres?
Mario sentó jurisprudencia diciendo:
—Para enamorar a las mujeres, señores, no hay mejor cosa que ser japonés, llamarse Mitsuya Somakiri y contestar sí a todas las preguntas...
Y nadie dejó de estar conforme con la conclusión.
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El oso, tan inteligente siempre, había preguntado:
—¿Mimí tiene madre?
—No. Es huérfana.
—Entonces, todo irá bien. Seréis felices.
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—De suerte que el amor ¿es únicamente el fin brusco de un sufrimiento?
—Únicamente. Desde una edad remotísima, la Humanidad lucha, se afana, piensa, mata, crea, y todo lo hace girando alrededor de esa nimiedad...
Mimí Bazar quedó pensativa. Sacó un cigarrillo de su pitillera de oro incrustada en ágata, lo empalmó en la boquilla y lo encendió lentamente, con un estremecimiento en sus dedos: como si encendiese la mecha de una bomba.
—¡Dios mío! ¡Es triste! —suspiró—. Es muy triste llegar a averiguar que eso, que nos hace tan dichosos, signifique tanto como la extracción de una muela o la deglución de un sello de aspirina: que sea nada más que el fin de un dolor...
—Sí. Es triste. Y es triste porque todo lo hemos idealizado con exceso. Porque pretendemos vivir con los oídos taponados con el algodón de mentiras engañosas. Y cuando el insecticida de la realidad pone en fuga a bicharraquillos del ideal, cuando nos arrancan el algodón y oímos claramente, entonces el Universo entero se desploma sobre nosotros... Por eso es triste.
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—¿Y por qué no ¿No se dejan los abrigos de pieles? ¿Pues por qué no iba a dejar a Mussolini, que tiene una piel de abrigo? Este razonamiento les hice a los empleados del guardarropa, y con él los convencí. Entre un abrigo de pieles y Mussolini no hay más que una diferencia: que los abrigos llevan las pieles por dentro y Mussolini la lleva por fuera.
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Espérame en Siberia, vida mía, página 367
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Y comprendió al punto que tanto Roa como Mimí acababan de atravesar por una de esas crisis que provoca a veces la vida para forjar espíritus nuevos y darle variedad al universo invisible de las almas.
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